sábado, 16 de abril de 2022

Miguel Dante Ildefonso Huanca


MIGUEL ILDEFONSO

Apolo, 5 de Enero de 1970.

Licenciado en Lingüística y Literatura. Hizo una Maestría en Creative Writing en la Universidad de El Paso, Texas. Ha editado fanzines contraculturales como El Bote. Colaboró en diversas revistas como Imaginario del Arte, Cronopia, Sieteculebras y Flecha en el Azul. Lo mismo escribió artículos en diferentes revistas de cultura del Perú y del extranjero, impresas y páginas web. Dirigió la revista virtual El Malhechor Exhausto (www.geocities.com/Elmalhechor7). Codirigió la revista de Literatura Pelícano. Dirigió talleres de creación literaria como en el Centro Cultural Antares Artes y Letras, y en Vagón Azul Editores. Obtuvo, entre otros, el Premio Nacional PUCP 2009 en la categoría poesía, con "Libro de Exilio" (Fondo Editorial de la PUCP), y el Premio Iberoamericano de Poesía de Tegucigalpa-Honduras (2013) con el libro "Escrito en los Afluentes". Premio Nacional de Literatura (Poesía) 2017. Premio Hispanoamericano de El Salvador, 2020. Tiene inéditos libros de ensayo literario y narrativa, entre otros.

http://librosmiguelildefonso.blogspot.com/

http://miguelildefonso.blogspot.com/

POESÍA:


_ "Somnium" (Editorial Vagón Azul, 2024)
_”A Donde Mira el Centinela” (Editorial Apogeo, 2022)
_”Todas las Islas” (Lima Lee, 2021. Municipalidad de Lima)
_”Canon en D” (En: Extensas legiones. Apogeo, 2021)
_”Comentarios Irreales” (Editorial Horizonte, 2021)
_”Bitácora de la Salamandra” (Abismos del Sureste, 2021)
_”Un Poema para Emily Dickinson” (San Salvador y Editorial Valparaíso, 2021)
_”El Aura” (Apogeo, 2020)
_”Esquirlas” (Dendro, 2019)

_ "Diario Animal" (Hipocampo Editores. 2017)
_ "El Hombre Elefante y Otros Poemas" (Fondo Editorial APJ. 2017)
_ "Manifiesto" (Hanan Harawi, 2017)
_ "Escrito en los Afluentes" (Muncipalidad de Tegucigalpa. Honduras. 2013)
_ "Dantes" (Lustra, 2010)
_ "Todos los Trágicos Desiertos" (Colección Underwood, 2010)
_ "Todos los Trágicos Desiertos" (Letra en Llamas, 2009)
_ "Libro de Exilio" (Pontificia Universidad Católica, 2009)
_ “Transformer” (Editorial La Santa Muerte, México: 2009)
_ “Himnos” (Editorial Apolo Land, Lima: 2008)
_ “Los Desmoronamientos Sinfónicos” (Hipocampo Ediciones, Lima: 2008)
_ “Heautontimoroumenos” (Jakembo Editores. Asunción, Paraguay: 2005)
_ “Transformer” (Universidad Nacional Enrique Guzmán y Valle. Lima: 2004)
_ “M.D.I.H.” (Editorial Zignos. Colección El Malhechor Exhausto. Lima: 2004)
_ “Las Ciudades Fantasmas” (Ediciones Copé. Lima: 2002)
_ “Canciones de un Bar en la Frontera” (El Santo Oficio Ediciones. Lima: 2001)
_ “Vestigios” (Gonzalo Pastor Editor. Lima: 1999)

NARRATIVA:

_ "NN" (Edición de autor, 2023
_ "Memoria de Felipe" (mdih, 2017)
_ "Pequeño Libro Musical" (Vagón Azul. Lima. 2013)
_ "El Parque de los Niños Perdidos" (Eclosión; Vagón Azul. Lima. 2012)
_ "El Ultimo Viaje Camilo" (Grupo Editorial Norma. Lima, 2009)
_ “Hotel Lima” (Mesa redonda Editores. Lima. 2006)
_ “El Paso” (Estruendomudo Editores. Lima. 2005)
_ “El Príncipe” (Editorial Sarita Cartonera. Lima. 2003)

ANTOLOGÍAS:

_ “Versos desde el Encierro. Poemas del taller Virtual del FCE”. Libro on Line. Editorial Fondo de Cultura Económica. Lima: 2020.

_  "Déjame que te Cuente. Cuentos en Torno a Nuestra Ciudad". Tomo I y II. Colección Lima Lee. 2016.
_ "Transito Poético." Colección Lima Lee. 2016.
_ "Voces Limenses. Ensayos en Torno a Nuestra Ciudad". Colección Lima Lee. 2016.
_ "Crónicas Destapadas." Colección Lima Lee. 2016.
_ “Habitó Entre Nosotros” (Ediciones Paracaídas, Lima: 2008)
_ “Memorias In Santas” (en coautoría con Roxana Crisólogo. Ediciones Flora Tristán. Lima: 2007)
_ “Nuevos Lances. Otros Fuegos” (Editorial Recreo, Lima: 2007)
_ “Morada Poética” (Ediciones Vagón Azul, Lima: 2007)
_ “19 Poetas Peruanos. Muestra Poética del 2000”. Revista Virtual Lapsus. Lima: 2006
_ “21 Poetas. Geografía del Silencio. Antología de Poesía” (Editorial Zignos. Lima: 2004)


ALGUNOS LIBROS EN INTERNET:

_ "MUSEO APOLINEO" (Literatura en PDF ediciones, 2012)
 
https://literaturaenpdf.files.wordpress.com/2012/06/museo-apolineo.pdf

_ "31 MODELO PARA DESARMAR. MUESTRA DE POESIA IBEROAMERICANA ACTUAL" (Literatura en PDF ediciones, 2012)
https://literaturaenpdf.files.wordpress.com/2012/06/31-modelo.pdf

_ "TODAS LAS ISLAS": https://www.descubrelima.pe/coleccion-lima-lee/todas-las-islas/?fbclid=IwAR1ABgb2jWiqYId8mmBEu_Cjb959DJ6yd_48ZwTVom1A-9F4GNPQWtVtUjY

_ "BITACORA DE LA SALAMANDRA": https://drive.google.com/file/d/1TaRGQgdXU4wV8sxwQ5ZOnwNYDPiJqYpf/view?fbclid=IwAR1YTkOPpSuDIWZ7ZWjPj70rcfI_0dlziLf_5LIpYgN5wq7hangXsKBzeLs


ALGUNAS ANTOLOGIAS DONDE APARECE MDIH:

_ “Hologrammi. Runantologia. Traducciones Poeticas al Español y al Fines con poemas Originales”. Edicion Rosetta y Arfifice. 2022.

_ “Muestramérica es un Verso. Antología Poética 1968 – 1989”. México: Fondo de Cultura Económica, 2022. Por: Zyanya Mariana.

_ “Volteando el Siglo. 25 Poetas Peruanos”. Colección La Honda. Fondo Editorial Casa de Las Américas. La Habana: 2020.

_ “Datzibao. Homenaje poético a Enrique Verastegui”. Editorial Autómata. Lima: 2020

_ “De este Lado del Cielo: Nueva Antología de Poesía Peruana”. Santiago de Chile: Descontexto Editores, 2019. Por Mario Pera.
_ "Hermosos Ruidos. 27 Relatos de Sudamericans Rockers". Ediciones Altazor. Lima: 2018.
_ "Antología del Hambre" Uni Diversos. Revista de Pensamiento y Cultura. # 31. Mexico: 2018.
_ "Oír ese Río. Antología para los Ríos de Mundo". (Argentina. Editorial Echarper. 2017)_ "Libérrimo Austral. Antología Poética". (España. Libro Colectivo. 2017)
_ "Legado de Generaciones. Antología Poética." (Nicaragua. Ron Flor de Caña, Legacy Edition. 2017)
_ "Del Caos a la Intensidad. Vigencia de la Poesía en Prosa en Sudamérica." (Hijos de la Lluvia. Argentina. Por. Claudio Archubi. 2017)
_ "The Other Tiger. Recent Poetry From Latin America". (By Richard Gwyn. Inglaterra. Seren. 2016.
_ "Road to Ciudad Juarez. Cronicas y Relatos de Frontera." (México. Samsara. 2014)
_  "Antología de Cuento Infantil. Cuando Quieres Mirar a las Nubes"
. La Pereza. USA. 2013. 
_ "Cupido en su Laberinto. Cuentos de (des)amor". El Gato Encerredo Ediciones. 2013)
_ "Hijos de Puta. 15 Poetas Latinoamericanos." Por: Darwin Bedoya. Hijos de la Lluvia.2011.
_ "Antología de Poesía Peruana. Fuego Abierto." Carmen Olle. Universidad Austral de Chile. 2009.
_ "Festivas Formas. Poesía Peruana Contemporánea." Eduardo Espina. Universidad de Antioquia. Colombia. 2009.
_ "Cuszco. Antología de Relatos." Editorial A&D. 2009. _ “Abofeteando A Un Cadáver”. Antología de Literatura Bizarra. Bizarro Editores, Lima: 2007.
_ “Nuevos Lances, Otros Fuegos”. Editorial Recreo. 2007.
_ “Nacimos Para Perder”. Antología de cuentos. Editorial Casa Tomada. 2007.
_ “Loco Amor”. Antología de poesía amorosa. Editorial Alfaguara. Lima, 2007.
_ “Pasajeros Perdurables. Historias de Escritores Viajeros”. Prólogo y selección de Iván Thays. Seix Barral Biblioteca Breve. Lima: 2006.
_ “Los Diez. Antología de la Nueva Poesía Peruana”. Harold Alva. Santo Oficio. Lima: 2005.
_ “Los Relojes Se Han Roto. Antología de Poesía Peruana de los Noventa.” Enrique Bernales y Carlos Villacorta. Ediciones Arlequín. Guadalajara: 2005.
_ “Yacana. Antología Poética 51 Poetas”. Grupo Editor. Fondo Cultura Yacana. Lima: 2005.
_ “Poemas en Red”. La Mancomunitat de la Valldigna. Ediciones La Xara. Valencia: 2005.
_ “La Letra en que Nació la Pena. Muestra de Poesía Peruana”. Raúl Zurita y Mauricio Medo. Santo Oficio. Lima: 2004.
_ “El Arte, Las Mujeres, La Muerte y otros cuentos”. Presentación de Ronaldo Menéndez. Grupo Editorial Matalamanga. Lima: 2004.
_ “Poesía Peruana Contemporánea. Antología de la Tortuga Ecuestre.” Por Gustavo Armijos. Ediciones Cultura Peruana. Lima: 2003.
_ “Los Más Bellos Poemas de Amor”. Harold Alva. Fondo Editorial Cultura Peruana, Lima: 2003. _ “Neón. Poemas Sin Límites de Velocidad. Antología Poética 1990-2002”. Leo
Zelada-Héctor Ñaupari compiladores. Ediciones Lord Byron. Lima: 2002.
_ “Antología”. X Bienal de Poesía “Premio Copé 2001”. Lima: 2002.
_ “Ajiaco”. Jorge Luis camacho. Stacie Frost Editor. Arkansas: 2002.
_ “Poesía Peruana Siglo XX”, Tomo II. Ricardo González Vigil. Ediciones Copé. Lima: 1999.
_ “La Generación del Noventa”. Santiago Risso. Editado por la Biblioteca Nacional del Perú. Lima: 1996.


EN OTROS SOPORTES:

_ “Poéticas del Exilio”. Video Poemas. Poesía Peruana. Roxana Crisólogo y Karen Bernedo. Lima, 2007.
_ “El Vicio o El Vacío”. Corto de video realizado Karen Bernedo. 2005.
_ “El Inmortal”. Corto de video realizado por Karen Bernedo. 2004.
_ “Poemas Urbanos. Vol. I” Eduardo Aragón. Studio Audio & Video Digital. Lima: 2002.
_ “Muestra Virtual. Arte Joven del Perú. Plástica-poesía”. Paola Paula. Comunina. Foro Social Mundial. Porto Alegre: 2003.


PREMIOS:

 

_ Premio Hispanoamericano de El Salvador, 2020.
_ Premio Nacional de Literatura (Poesía) 2017
_ Premio de Poesía de la Asociación Peruano-Japonés. 2015
_ Premio Iberoamericano de Poesía Tegucigalpa. 2013 (Honduras)
_ Finalista del Primer Premio Internacional de Cuentos para Niños La Pereza (USA)
Fecha: 2013
_ Obtuvo el Premio Nacional PUCP en la categoría Poesía.
Fecha : 2009
_ Ganador del Concurso de Cuentos de la Asociación Peruano-Japonés.
Fecha : 2004
_ Mención Honrosa del Concurso las 2000 Palabras de la Revista Caretas.
Fecha : 2004
_ Mención Honrosa en el III Certamen Internacional de Poesía “La Lectora Impaciente”.De La Mancomunitat de la Valldigna. Valencia- España.
Fecha : 2005
_ Mención Honrosa en el Primer Concurso de Cuentos del Grupo Editorial
Matalamanga.
Fecha : 2004
_ Segundo Puesto Concurso Poesía Erótica Centro Cultural Español
Fecha : 2003
_ Ganador del II Concurso de Cuentos ACJ – Alfredo Bryce 2003
Fecha : 2003
_ Ganador del X Premio COPE de Oro de Poesía (Petroperú)
Fecha : 2001
_ Mención Honrosa en Poesía del concurso organizado por la Revista AJIACO
Literary Journal del Departamento de Literatura de la Universidad de Arkansas Tech.
Fecha : 2001
_ Primer Puesto del III Premio de Poesía “Luces de Bohemia” del Departamento de
Literatura de la Universidad de Texas El Paso
Fecha : 2001
_ Primer Puesto del I Premio de Poesía “Luces de Bohemia” del Departamento de
Literatura de la Universidad de Texas El Paso
Fecha : 1999
_ Cuarto Puesto en el Premio Nacional de Poesía “César Vallejo” del diario
El Comercio
Fecha : 1995
_ Primer Puesto en los Juegos Florales de la Universidad Católica del Perú
Fecha : 1995
_ Mención Honrosa en el Premio COPE de Poesía (Petroperú)
Fecha : 1994
_ Finalista en el Premio de Poesía Peruano-Japonés
Fecha : 1994
_ Segundo Puesto en los Juegos Florales de la Universidad Católica del Perú
Fecha : 1991


ALGUNOS EVENTOS EN DONDE ESTUVO MDIH:

 (...)
_Desembarco Poético. Guayaquil. Ecuador. 2016.
_ Recital en la Librería McNally Jackson Books. New York. 2010.
_ III Encuentro Latinoamericano de Escritores "Valdivia 2009". Chile.
_ "Salida Al Mar". Festival Latinoamericano de Poesía. Buenos Aires, Argentina. 2009.
_ Encuentro "Días de Poesía", Sucre, Bolivia, 2009.
_ Encuentro de Escritores Jóvenes “La Piedra en el Charco” en Teruel, España. 2008.
_ “XVIII Festival Mundial de Poesía en Medellín”. Colombia, 2008.
_ Festival Itinerante de Poesía Latinoamericana “Latinale” en Berlín, Alemania. 2007.
_ Recital de Poesía en Nantes y La Sorbona de París. Francia 2007.
_ “Festival Chile Poesía”. Perú país invitado de honor. En Santiago de Chile. 2007.
_ “Poquita Fe. Segundo Encuentro Latinoamericano de Poesía Actual en Chile.” Santiago de Chile. 2006.
_ “8 Poetas. Nueva Poesía del Perú”. Centro Cultural Inca Garcilaso. Ministerio de Relaciones Exteriores. Lima: 2006.
_ “Encuentro de Poetas del Mundo Latino.” Secretaría de Relaciones Exteriores, Estado de Michoacán, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, UNAM y el Instituto Nacional de Bellas Artes. México. 2005.
_ “Salida Al Mar. II Festival Latinoamericano de Poesía.” Cristian Di Napoli. Buenos Aires, Argentina. 2005.
_ “Novísima Verba. Cuarto Festival de poesía joven. Edición Internacional.” Lima / Cusco. 2005. _“Tránsito. Segundo libro de intervención de tranvías editores.” CC. Peruano
Británico. Bellavista, 531. Miraflores, Lima. 2005.
_ “Encuentro Internacional Capulí 4. Vallejo y su Tierra.” Santiago de Chuco. Perú. 2004.
_ “Angeles y Demonios. Nuevas Letras del Perú.” Encuentro literario y coloquio. Cusco. 2004.
_ “Lima 18. Festival de Poesía.” Auditorio Centro Cultural Peruano Británico. Lima. 2004.
_ “Feria Internacional del Libro”. Lima. 1994-2008.


ALGUNOS ENLACES DE VIDEOS:

https://youtu.be/SUvTFBELAeU

https://youtu.be/QjZDg8YXWkY

https://youtu.be/_jMpW1F6OuU

https://youtu.be/b-_ROPO6_wM

https://youtu.be/1ESwlKB0TFM

https://youtu.be/3U07S-tjfG4

https://youtu.be/lbY2KDsRZxA

https://youtu.be/qyLKtk_yklw

https://youtu.be/MpxgULd8pQ4

https://youtu.be/SiOloyjfcys

https://youtu.be/KH1iSUOmEZU

https://youtu.be/AejAzorCc-w

https://youtu.be/oW30jaMu-_Q

https://youtu.be/A-Kmorn6r48

https://youtu.be/nd1BnTQwfdM

https://youtu.be/BOy4IBW9Uuk

https://youtu.be/ZeEcpPNUYts

https://youtu.be/tg-eiNP7gXw

https://youtu.be/gTtsGCkYWEE

https://youtu.be/wSsdSjUFdWY

https://youtu.be/CtwAcqAr0Dc

https://youtu.be/Y1L5KmXxmZ8

https://youtu.be/imhDCcqLjTc

https://youtu.be/K1l1F3_IlUU

https://youtu.be/cA9TDIdPrFw

https://youtu.be/SEEfETIkiPY

https://youtu.be/-k4jRpltd1I

https://youtu.be/CBpg-dorI0k

https://youtu.be/JlKEi5X79bk

https://youtu.be/QBXbe8O0a1I

https://youtu.be/jyfGZaYHnR0

https://youtu.be/BEW7uT6R6qU

https://youtu.be/4eqj6a9-rHE

https://youtube.com/shorts/axFrRI2Fzzk?feature=share

https://youtu.be/kCGFsPbv6tM

https://youtu.be/z0RQWKDb9gI

https://youtu.be/lj-_JWrZHuY

https://youtu.be/8VTk_sKFyH8

https://youtu.be/doWh6PBG9hE

https://youtu.be/XBpPSr9ILwQ



EN LA NUBE:

miércoles, 10 de marzo de 2021

5 Relatos mdih



SILVIA

  

1

 Silvia era como de mi edad, tenía un pequeño lunar en medio de la frente, como llevan las hindúes. Pero Silvia no era hindú sino de una tierra más lejana. Silvia era de Talara. Con Silvia iba a los jardines a buscar caracoles detrás de los geranios. Con ella espiaba entre los granados a la vieja gitana que se sentaba en la esquina de la calle. Silvia venía por mí o yo iba por ella; aunque, en realidad, casi siempre ella era la que venía a buscarme. Mamá me llamaba desde la cocina para avisarme que aquella niña, la sobrina de su vecina, ya había llegado. A mamá le causaba mucha gracia ver a Silvia con su faldita corta tipo escocesa. Mamá era muy amiga de la tía de Silvia, solían ir juntas al mercado. A veces me llevaban con ellas, a veces nos llevaban a Silvia y a mí.

Con Silvia también iba a hacer pis debajo de la camioneta vieja de enfrente. Era una Chevrolet color celeste que nuestros vecinos la habían dejado prácticamente al abandono. Sólo una vez vi que la echaron a andar, pero apenas recuerdo eso, tal vez simplemente lo haya soñado. La idea de hacer pis juntos y a escondidas fue de Silvia. A mí me daba miedo que mamá o los amigos de mi hermano Alberto o, peor aún, mi propio hermano, nos descubrieran en pleno acto. Pero a Silvia parecía no preocuparle eso. La verdad que a Silvia no parecía preocuparle absolutamente nada. Yo, en cambio, me fijaba bien que no hubiera nadie andando por la calle, ni un perro cerca que nos oliscara.

 

2

 

Era una de esas tardes en que nos tirábamos bocarriba, en la sombra de un pino muy alto que había a dos casas de mi casa. Nuestro juego era percibir cada ruido, el canto de un pajarito, el rumor de las hojas de los árboles, y poco a poco penetrar hasta oír el latido de nuestro propio corazón. A veces nos quedábamos dormidos en pleno juego, a veces Silvia se aburría y se iba. Y fue así, que poco a poco se hizo monótono y absurdo aquel juego. Aquella tarde cuando Silvia se dirigía sin ganas a la sombra del pino, le pregunté que si quería ir a ver a la gitana vieja que hacía días se sentaba en la esquina. Pero ella no quiso. A Silvita también le habían advertido que no jugara por esa esquina de la calle porque sino los gitanos se la iban a llevar.

 Por esa esquina pasaban siempre los gitanos, mujeres gitanas mayormente, que vivían unas calles más arriba. La gitana vieja ya llevaba dos días que se sentaba por las tardes en la sombra de un alero. Nunca nos dábamos cuenta en qué momento llegaba ni cómo se iba. Me daba miedo al igual que a Silvia. Tampoco no nos quedábamos mucho rato mirándola, porque temíamos que se diera cuenta de nuestra presencia escondida entre los granados.

 Esa tarde no nos echamos en la sombra del pino, ni tampoco llegamos a ir a ver a la vieja gitana de la esquina. Mientras recortábamos figuritas de los libros viejos de su tía, Silvia me contó su sueño. En su sueño la gitana era su abuela María que había muerto recién, y la razón por la que se sentaba en la esquina era porque quería verla una vez más antes de entrar al cielo, tenía algo importante que quería decirle. Yo también le conté mi sueño, aunque en realidad era una mentira que me salió al momento, puesto que lo que quería era tener algo que decirle a Silvia para impresionarla y animarla a ir a ver a la pobre anciana. En mi sueño, la razón por la que la anciana estaba allí era porque había sido echada de su casa y no tenía dónde dormir, y como era gitana nadie la quería ayudar.

 

3

 

Silvia era delgada, ligera, con el cabello negro y lacio que se convertía en música cuando corría. Yo era un niño muy callado. Mi madre al comienzo pensaba que era mudo, pero al comprobar que no era así, sino simplemente un niño muy silencioso, empezó a darme a escondidas un poquito de vino para que me animara a hablar. Eso era antes de conocer a Silvia. A veces mamá no se daba cuenta de la presencia de ella cuando se aparecía en la casa. Como nuestra puerta, igual que la de todos los vecinos, casi siempre paraba abierta, Silvia entraba despacio y llegaba hasta el jardín de adentro donde toda la mañana yo no hacía más que jugar con los pollitos. La primera vez, Silvia me preguntó dónde estaba la mamá de los pollitos y si cuando crecieran los íbamos a comer. Yo le respondí que luego de poner los huevos, en aquella cajita de cartón donde dormían, de pronto se fue volando como llamada de otro mundo. La verdad era que a los pollos mamá los adquirió cambiando botellas vacías y periódicos y revistas viejas. Mi hermano Alberto decía que los pollitos eran de él, por eso yo jugaba con ellos sólo por las mañanas, cuando él se iba al colegio.

 Yo aun no iba al colegio. Ese año ya debería haber empezado, pero mamá se enfermó, me dijo que recién el otro año iba a matricularme. Silvia ya había empezado a ir al primer año allá donde vivía. A Silvia la había conocido recién, al comenzar el verano. Esa tarde yo estaba jugando con los tres caracoles que había sacado de los geranios del jardín de la casa vecina. Me estaba limpiando el barro de las manos cuando sentí que alguien se plantó en mi espalda, su sombra tapó a dos caracoles que iban dejando su babosa en la vereda. Y, antes que yo volteara, esa presencia me dijo que el tercer caracol, el más grande y que no se movía, era una hembra y estaba preñada. Volteando, y dándome cuenta que era una niña extraña, le pregunté que cómo lo sabía, ella me dijo que si no me creía le podíamos abrir la panza.

 

4

 

La anciana tenía una herida entre la mejilla izquierda y el mentón, y cantaba en voz baja. Nos preguntamos qué le habría sucedido. No era una herida grande, era más bien como un raspón que le había hinchado ese lado de la cara. Su herida, su cabello blanco, el movimiento de sus labios, le daban aún más misterio. Nos miramos Silvia y yo, escondidos en las plantas, sabíamos en ese momento que estábamos pensando lo mismo. Ella dijo “tú primero”. Yo volteé a mirar a la anciana que parecía esperarnos. Salí entonces de los granados; luego ella, igualmente con miedo, pero atraída como si la gitana nos estuviera llamando con una oración. Lentamente nos acercamos a la anciana aún con temor de que nos echara a gritos y pedradas. Pero la anciana ni nos miraba, sus ojos seguían un curso ancho e infinito por la calle de los gitanos. Ella continuaba con su canto, un canto melancólico. ¿Señora?, le dijo Silvia, y la gitana dejando de cantar volteó hacia nosotros, nos quedó mirando a ambos con una sonrisa muy dulce. Ni un minuto pasó cuando de pronto cambió su rostro, era como de tristeza, de mucha tristeza; nos extendió una mano arrugada que llevaba sortijas y brazaletes, y nos echamos a correr. Silvia se metió a su casa. Y yo, en la puerta de mi casa, me quedé un rato a pensar.

 

5

 

Estábamos construyendo una casita para los pollos, con piedras, palos y ladrillos rotos que se desprendían del muro del jardín de mi casa. Íbamos haciendo el techo, casi lo teníamos acabado en el momento en que a Silvia se le soltó un ladrillo que al instante mató a un pollito. Ella lloraba como si me hubiera matado a mí. Le pedía que no llore, que no se preocupara; le prometí que no le diría nada a nadie, nadie se iba a dar cuenta. Enterramos al pobre animalito en una esquina del jardín, junto a las sábilas. Silvia insistió en ponerle una cruz, y así lo hicimos, con una cruz hecha de dos palitos de nuestros chupetes amarrados con la cinta blanca con la que ataba sus cabellos. Felizmente mi mamá no dio tanta importancia al pollo desaparecido, pero mi hermano no paró hasta encontrar a su pollo enterrado. Me pegó a sus anchas cuando “le confesé” que sin querer yo había matado a su querido animal. Más tarde, luego de haberme encontrado llorando, mamá le pegó a él.

 A Silvia le dije que nadie se había dado cuenta de la desaparición del pollito, pero aún así ella me dijo que ya no quería jugar nunca más con esos animales ni con ningún insecto. Ese fue el día en que empezamos a hacer pis debajo de la Chevrolet. Ven, me dijo, y me llevó de la mano. Una mano que, a pesar del calor, estaba fría. Para ella era más fácil porque lo hacía agachadita, en cambio yo tenía que buscar la forma de hacerlo bien; sobre todo de no mojarme las zapatillas.

 

6

 

Decidimos llevarle frutas. Yo saqué una manzana y Silvia un mango. Escondidos entre los granados la veíamos cantando como siempre. Parecía saber que la observábamos; es más, parecía que nos esperaba. No hablaba con nadie, y nadie se le acercaba. Ya no nos daba miedo. Desde que Silvia mató accidentalmente al pollito, ella y yo dejamos de jugar. Sólo pensábamos en la vieja gitana. Nos sentábamos en la vereda de la puerta de su casa. Sabíamos que estaba en la misma esquina, aguardándonos. Entonces corríamos a verla. Con ese ritual de las tardes fueron pasando unos días, hasta que yo primero me animé a salir de las plantas, y atrás Silvia, así como la primera vez. La anciana nuevamente nos sonrió y aceptó las frutas sin cambiar de expresión como la vez anterior. Empezó a comer la manzana y el mango lo guardó en su falda. Silvia y yo nos sentamos a su lado sin saber qué hacer o decir. De pronto la anciana, terminando de comer, comenzó a halar en un idioma que sonaba como a cascada. Era su idioma de gitana y se oía bonito. Luego calló y nos volvió a sonreír. Así en silencio se levantó y de un bolsillo sacó un objeto pequeño y lo puso en las manos de Silvia. Después dijo algo, seguramente despidiéndose, y se fue hacia arriba en dirección a la calle de los gitanos. Silvia estaba llorando, era la segunda vez que la veía llorar, y su llanto le hacía todavía más bonita. Abrió sus manos, y vio lo que le había dado la gitana: un caracol seco, sólo era el caparazón de un caracol.

 Desde entonces ya no volvimos a ver a la anciana, nunca más volvió a aparecer. Ni a mamá ni a mi hermano Alberto le conté nuestro acercamiento a la anciana de la esquina. Mamá no se había recuperado totalmente de su enfermedad, yo notaba eso por más que ella quería disimular. Una noche antes de acostarme le dije que me quería casar con Silvia, y mi hermano que había estado escuchando todo desde su cama se empezó a reír. Desde ahí siempre él me fastidiaba con que dónde está mi esposa, o que grite llamándola cada vez que un avión pasara porque allí ella venía. Al comienzo le creía, y cuando pasaba un avión salía de la casa y gritaba su nombre hasta cansarme.

 

7

 

Después de lo del caracol de la gitana, Silvia definitivamente ya no quería jugar con nada. No volvimos a tocar el tema, ni siquiera para preguntarnos por qué ya no había vuelto a sentarse en la esquina. Por eso no le pregunté qué había hecho con aquel caracol seco. Sólo durante tres días, a la misma hora en que siempre íbamos a ver a la anciana, corríamos como por instinto para cerciorarnos de que ya no iba a volver nunca más. Después de ir a hacer pis bajo el Chevrolet, nos sentábamos en cualquier lugar de la calle, nos mirábamos en silencio e impulsados por una fuerza extraña corríamos a escondernos entre los granados para sólo encontrar una esquina vacía.

 

8

 

Silvia se fue con el verano. Mamá me decía que iba a volver pronto, que la tía de Silvia le había dicho que los padres de Silvita estaban buscando una casa muy cerca para venirse a vivir todos juntos, y que Silvia empezaría a ir al colegio, aquí, y a lo mejor iríamos ambos a la misma escuela. Todo eso me decía mi querida madre para que no me preocupara, para que yo no siga llorando cuando mi hermano y sus amigos me fastidiaran con lo mismo, para que no me sentara en la vereda de la puerta de mi casa a pensar. Silvia no se despidió de mí, seguramente no supo que ya tenía que regresar a su casa. Sus papás habrían venido por la noche desde aquella lejana tierra que decían que era un desierto, y por la mañana se la habrían llevado... Ahora, cada vez que la recuerdo vuelvo a hacer un dibujo, siempre vuelvo al mismo dibujo, y espero que me salga a la perfección. Es para regalárselo cuando vuelva. Silvia está en la vereda sonriendo, lleva una faldita escocesa, una blusa blanca, en la vereda hay un caracol y al fondo de la calle un sol que se va por encima de la vieja camioneta Chevrolet y los árboles y las casas que ya no existen.

 

 


LA CHICA MÁS FEA DEL MUNDO

  

Me senté en una banca de la avenida Colmena, la avenida del cloro eterno como la llamaba un joven poeta que conocí y que terminó matándose arrojándose a un tren en Buenos Aires. Yo estaba ebrio, sentado en esa banca, tranquilo, deleitándome con el devenir de las cosas entre los noctámbulos, insomnes como yo; quizás muy dentro de mí deseaba caer en ese devenir absurdo, siempre tuve esa tendencia. Los minutos pasaban tranquilos hasta que una chica hizo su aparición. Primero sentí su presencia atrás de la banca, luego sus pasos en círculo, finalmente se situó frente a mí. Contra todo lo que se dice, yo no soy una persona demasiada huraña. Por eso no me molestó que ella me tapase la visión sórdida de la avenida. Levanté la mirada y me sorprendió lo que vi. Era la muchacha más fea que había visto en mi vida. Sin decir nada, lo primero que hizo fue invitarme un cigarrillo. Yo lo recibí atraído por alguna extraña fuerza, estupefacto. Me lo puse delicadamente en la boca, sin quitar la mirada a ese rostro verdaderamente grotesco. Luego ella sacó una caja de fósforo y lo encendió. Noté que tenía vellos largos en el dorso de la mano. Temerosa la muchacha, que tendría como unos veintidós años, se sentó a mi lado. Su pelo negro, grueso y sucio, se le caía por la cara. ¿De dónde habría salido esta criatura?, me preguntaba desde el fondo de mi borrachera. ¿Algún demonio, aún desconocido para mí, me la habrá mandado?, buscaba una explicación.

 Dos gordos y secos labios se movían ante mi absorta mirada. Todo había estado normal aquella noche; aunque aun no veía a las patrullas rondar a las prostitutas ni escuchaba ninguna de aquellas misteriosas explosiones que hacían remecer los edificios. Todo seguía dentro de lo normal para mí hasta que la muchacha me invitó a su cuarto. “Allí te tengo un buen trago”, me dijo con una voz sensual, algo ronquita, susurrante. Entonces caminamos rumbo a la parte más oscura del Centro. Era una vieja casona a punto de desplomarse. Y, efectivamente, en aquel cuarto, que desde afuera parecía pequeño, tenía una botella del mejor anisado. “Toma, ya sé que te gusta esta miel, ¿verdad?”, me dijo con esa inexplicable voz seductora. En las paredes tenía pegados muchos recortes de periódicos con las fotos de los poetas y escritores que había adorado en mi juventud: Baudelaire, Rimbaud, Joyce, y muchos más que se perdían por los rincones más oscuros de aquella habitación; una habitación, en realidad, y pese a su precariedad, acogedora. Tenía también un cuadro colgado justo adonde llegaba la luz de la luna llena que entraba por la ventana. Era un retrato al óleo de Fernando Pessoa.

 En un rincón de la habitación se encendió la luz de una lámpara a kerosén. La lámpara estaba sobre una mesa atiborrada de libros viejos y empolvados. Había más libros por el suelo, formando torres vetustas, como una Lima en miniatura. La cama era un colchón tirado en la orilla de esa luz. Sin más miramientos me senté en el filo del colchón para beber cómodamente. La muchacha, que se había estado desnudando en silencio mientras yo revisaba el lomo de un libro, se tendió a mi lado y, luego de unos sorbos más del pico de la botella, hicimos el amor.

 Vi que quedaba la mitad del anisado en la botella. Mientras bebía empecé a odiar esa lámpara que hacía inevitable ver aquel cuerpo desnudo, lleno de granos, pelos y manchas con protuberancias. De pronto ella soltó algo realmente inesperado, que no supe si tomarlo a broma: “quédate a vivir aquí”, me dijo, felizmente ya no recuerdo con qué voz expulsada de aquel inefable cuerpo. “Puedes dedicarte únicamente a escribir”, me decía susurrándome al oído, pasando suavemente las yemas de sus dedos sobre mi pecho. Me di cuenta que lo que estaba haciendo con la mano izquierda era aquello que hacen las parejas que se aman: sí, cariñitos. Y ella recostada entre mi brazo y mi pecho. No, ella no estaba borracha. Yo sí. Aunque tal vez sí lo estaba, porque siguió hablando: “Yo me encargaré de que estés tranquilo. No te quejarás por nada. No te faltará nada”, seguía diciéndome la fea más fea del mundo y de la Vía Láctea y de toda la galaxia entera.

 Después de un breve silencio, el cual creí que había venido más bien por mi indiferencia, Rosa (así me dijo que se llamaba la desdichada) empezó a contarme lo de su Organización. Una Organización Secreta de Poetas que, entre sus actividades clandestinas, estaba la de hacer detonar bombas por diferentes sitios de la ciudad en horas de la madrugada. Efectivamente, aquellas misteriosas explosiones, ni más ni menos. Digo misteriosas porque se sabe que los que las hacían no dejaban lemas políticos pintados en las paredes ni arrojaban volantes; sino, como todos saben, dejaban escrito en la vereda unos versos de origen desconocido. Con la mayor naturalidad y convicción me dio una serie confusa de argumentos y teorías en que se apoyaba la llamada “No-Propuesta Poética” de su Organización. Me dijo que estaban llevando a cabo un plan infalible. Llena de emoción, decía que el Movimiento (era el otro término que utilizó) había crecido en poco tiempo y que ya había empezado a cruzar las fronteras del país, y que, al ritmo a que iban, para el inicio del nuevo milenio ya tendría miles de integrantes, adherentes y aliados repartidos en todo el mundo. Por supuesto, no le creí nada.

 Para mi desgracia, ya no quedaba ni una gota de licor en la botella. Después de recalcarme que lo que me pedía no era pertenecer a su grupo ni que era necesario adherirme a la “NPP”, o sea a la “No-Propuesta Poética”, sino que tan sólo me quedara a vivir en su cuarto, Rosa se quedó dormida con la boca abierta, panza arriba, roncando. ¿Me voy?, pensé en ese momento. Es mi oportunidad de abandonar a la bestia. ¿Qué demonio infeliz me la habría puesto en mi camino? Me vestí y salí tranquilamente. No sé si el chillido de la puerta la habría despertado. Era fea, pero no estaría tan loca como para creer que me quedaría. Nunca había conocido a alguien semejante, pero tenía un aire que la hacía familiar. De alguna manera - pensé, busqué una explicación - Rosa era una de las manifestaciones absurdas de mis pesadillas que se daba cada cierto tiempo en la realidad. Afuera, la noche era clara y silenciosa como un cristal que daba miedo que en cualquier momento se pudiera romper. Aún borracho caminé varias calles, bajo la luz de los postes. De Rosa ya apenas quedaba un ligero olor entre rancio y rosas muertas que desapareció finalmente al llegar a la torre más alta de Lima. En verdad estaba más que cansado cuando llegué allí, bajo esa enorme mole de concreto, cansado de seguir escribiendo por impulsos ciegos, cansado de beber licores baratos, cansado de mí. Me acurruqué en la puerta metálica de un banco, sobre unos cartones que alguien había dejado. No sé cuánto tiempo faltaba para que amanezca, no quería caminar más. Sólo quería dormir, aunque sea un rato.

 Al día siguiente de aquel suceso, cuando el sol rojo caía en el horizonte de mi ventana, me encontraba buscando entre mis papeles viejos unos textos que durante años tenía guardados en unos cajones. Eran textos que había escrito en una juventud sana y llena de esperanzas, cuando era el escritor joven y prometedor, con dos primeros libros galardonados que me catapultaron inmediatamente en el parnaso literario. No los pude encontrar en ninguna parte. Me di cuenta también que habían desaparecido unos papeles que guardaba en el baúl heredado de mi padre. Eran poemas, relatos y novelas inéditas o inconclusas, proyectos truncos o ampliamente desarrollados, corregidos, pero todos rechazados por los editores que, ya antes de entrar en esta larga etapa solitaria y disipada de mi vida, se habían vuelto contra mí. Mis ex lectores y ahora críticos, al tratar de explicarse mi leyenda, se dividen entre los que creen que todo se debe a mi dipsomanía, a la que llegué más por mis convicciones morales o, mejor dicho, amorales, y los otros, los que piensan que porque simplemente mi genio se acabó.

 Pese a todo, curtido por la fatalidad, ya acostumbrado a ir perdiéndolo todo de a pocos, o a veces de un porrazo, ¡un asalto en alguna esquina!, yo seguía mi vida como hace tanto tiempo la venía haciendo: solitario, embriagándome, ajeno a estas pérdidas, alimentando con todo tipo de licores, en el mundillo literario, y desde lejos, “marginal” como dicen, mi vieja leyenda del gran escritor maldito. Día tras día, al volver al cuartucho del Hotel donde vivía desde hacía décadas, constataba, sin apasionamientos, sin rencor, con dignidad, las desapariciones de mis manuscritos. Hasta las pocas cosas que estaba escribiendo en los últimos tiempos empezaron a desaparecer. Eran desapariciones cotidianas. Sucedían de noche, cuando yo salía más. Poco a poco se fue haciendo tan “normal” que ya me había acostumbrado. En realidad no me importaba, porque desde hacía tiempo ya no me importaba lo que escribía ni el para qué. No sé si solo por inercia lo hacía, o por un viejo instinto irracional educado por un inútil talento. Es verdad, aunque parezca algo lejano a mi naturaleza de escritor, ya no me preocupaba el destino de mis papeles. Es por eso que si me encuentro en un bar, el Cordano, el Queirolo, el Pizzelli o el Superba, y me viene algo a la mente, lo escribo en la servilleta que tengo a la mano. Si el mozo, al recoger mi taza, se lo lleva, es mejor para mí, así no tengo nada qué cargar, y es mucho mejor si lo arroja al tacho.

 Por ahí, en una plaza, en la puerta de los bares, en plena calle, aparecen a veces algunos jóvenes periodistas que, luego de haberse enterado de que aun no he muerto, tratan de entrevistarme; o sino se trata de algún joven poeta que ha estado siguiéndome con timidez y que quiere pedirme algún consejo. Yo los rechazo, les digo amablemente que hace tiempo no escribo nada, que si, por favor, me pueden dejar en paz. No leo las páginas culturales de los periódicos, no me interesa las novedades literarias del país o de afuera.

 Entonces, como les cuento, yo seguía mi vida, así como ustedes juzgarán, y con estas desapariciones que no me afectaban para nada, hasta que hace unos días, deteniéndome en un puesto de periódicos, como suelo hacer cuando me llama la atención la foto de alguna vedette desnuda en la portada o en la contraportada, vi en un diario la fotografía de Rosa ¿Cómo podía olvidar aquel rostro magullado por la adversidad? Bajo ese cruel retrato estaba escrita la noticia de su muerte efectuada por las fuerzas del orden en medio de un enfrentamiento armado ocurrido a primeras horas de la noche anterior.

 Qué locura, ¿no creen?, hasta ahora no me entra a la cabeza; pero, claro, es lógico para ustedes, pero para mí no: por unos viejos papeles míos que habían estado desapareciendo de mi cuarto, y que ahora han encontrado ustedes entre las pertenencias de aquella desdichada muchacha, ¡creer que yo soy el líder de esa secta de fanáticos! Por favor, no jodan. Con esto pongo punto final a mi intervención en esta historia tan disparatada. Me quita tiempo. Ando buscando en estos días el punto preciso del sabor de un pollo al curry con toques de páprika, ají amarillo y chirimoya. Como podrán advertir, ando muy ocupado. Por favor, déjenme tranquilo. Ya no me jodan, ¡carajo!





HISTORIA DE AMOR Y DE CANÍBALES

  

En mí todo era hambre, el mismo hambre de las moscas y los zancudos, la misma delectación de la carne y la sangre. De un solo bocado quería devorar toda esa miseria que circulaba por la ciudad a esas horas de la noche. Por eso envidiaba la antigua concupiscencia de las ratas, su estoica destreza para suplir la luz por la náusea y sus bazofias. Cada noche enterraba lo que quedaba del amor después de haberme saciado. Enterraba unos mechones de cabellos, algunos huesos, los más gruesos y duros como el sacro, el coxis, el iliaco, el omóplato, el fémur y el cráneo. El amor, comprendí, era ese hambre insaciable de los caníbales. Era tan natural amar como era cotidiano abrir por la mañana la refrigeradora y sacar una botella de leche antes de leer el periódico. Para conseguir a mis víctimas mi vida se fue convirtiendo en un adquirir las costumbres del felino. Podía escoger entre un tigre, un león o un leopardo. Pero aquí empieza la historia, porque ninguna de aquellas bestias pude ser cuando conocí a Virginia. La historia, llamémosla así, mi historia con Virginia, empezó en una de esas discotecas del centro de la ciudad adonde solía ir para encontrar el amor. Miserables discotecas que funcionaban en viejas casonas.

 En la discoteca Cerebro conocí a Virginia. Vestía minifalda, toda de negro, cubriendo apenas su palidez. Sin mirarme a la cara aceptó bailar conmigo. Bailamos algo de The Cure, luego le invité una bebida. No nos despegamos en ningún momento porque muchos otros caníbales estaban al acecho, esperando un descuido mío para arrebatármela. Íbamos a empezar a bailar una lenta de U2 cuando Virginia, antes que yo pudiera percatarme de su deseo, colocó sus brazos sobre mis hombros y, sin quitar sus ojos clavados en los míos, me llevó contra una pared. Sentí su lengua en mi boca. En ese momento le hubiera dado el primer mordisco, pero me contuve al sentir su muslo izquierdo alzándose entre mis piernas. Era como una contracción, un vacío en el estómago, algo como un grito de niño atrapado en mis crujientes tripas lo que me frenó. Hasta ese entonces creía que el amor de los caníbales era masoquista; porque en el fondo, juntito al corazón --- pensaba ---, ellos, o mejor dicho, nosotros, queríamos ser los devorados. Y al no causar en nadie ni siquiera la tentación o una segregación extraordinaria de saliva, creía que nos poníamos en lugar de la víctima para comernos, convertidos en nuestras propias víctimas, como si hubiera habido una transubstanciación. Así me imaginaba a mí siendo devorado: tiras y tiras mis carnes bajo la luna.

 A estas alturas de la historia cabe decir que a los caníbales nos gusta comer de noche y en soledad. No nos avergonzamos de ello, todo lo contrario, es nuestro orgullo poder mirar en la oscuridad lo que nadie ve por estar más preocupado en encontrar la luz, la luz por la luz, “más luz” como dijo Goethe antes de morir. Pero lo que primero fueron malas circunstancias, procedimientos equivocados por la sobrexcitación ante ese fastuoso cuerpo, irrupciones torpes de goloso ante aquel delicioso banquete; después fue algo extraño e incomprensible, una mezcla de temor y sensación de eternidad que me producían sus miradas, sus besos, sus palabras. Todas las causas y los azares objetivos y obsesivos se conjugaron en ella, y el descubrirlo, me di cuenta, podía costarme sus blandas carnes, sus riquísimos senos, sus jugosos glúteos. Virginia había demostrado ser un hueso duro de roer.

 Ella siempre quería que nos viéramos en mi departamento. Yo nunca había llevado a mis víctimas para hacerlo allí, porque temía que antes pudieran abrir el refrigerador y se asustaran con lo que podían encontrar. Recuerdo claramente la noche, garuaba como sólo garúa en esta maldita ciudad. Vi por la ventana a Virginia bajar del taxi y correr hacia el edificio. Al abrirle la puerta me esperaba como sabía que me iba a gustar: una sonrisa, bajo un abrigo negro una minifalda roja y las piernas abiertas. “Así que aquí es tu cueva”, me dijo moviendo despacio la cabeza como afirmando en forma irónica el haber obtenido una victoria más. Me fijé en el cigarrillo encendido que tenía en su mano derecha, me di cuenta que por primera vez ya no llevaba el piercing en su ombligo, y todo eso me hizo recordar aquel pensamiento que dice que el caníbal es el niño que sobrevive en el hombre. La cena aún no la tenía lista. Hasta esa fecha sólo había sido besos con lengua, arañazos, y a veces con delicadas mordidas. Tal vez mi primer error fue regalarle una pulsera, un acto muy tierno de mi parte. ¿Cómo es ella?, me preguntó la vendedora detrás del mostrador. Es bella, respondí instantáneamente, como si hubiera ya adivinado en sus ojos lo que me iba a preguntar. “Es bella porque no tiene misterio”, dije en mi mente cuando cenábamos esa noche, mirándole la pulsera que le había regalado días atrás, mientras ella me hablaba de sus clases en la Universidad. La garúa había cesado hace rato y de pronto las velas pestañaron porque una fuerte explosión hizo retumbar el edificio. Las balas no se escuchaban tan lejos. Me levanté de la mesa. ¡Apártate de la ventana!, me gritó aterrorizada Virginia. Yo quería saber en dónde había sido el atentado, pero todo era oscuridad afuera, y por primera vez no vi nada en la oscuridad. Felizmente nosotros ya teníamos las velas encendidas. Y sin importarnos ya lo que pasara afuera, nos echamos en la alfombra e hicimos el amor toda la noche.

 Olvidaba decir algo importante: que Virginia era vegetariana. Sí, esa primera noche en mi departamento, cuando celebrábamos una semana de habernos conocido, apenas probó el jugo del buen trozo de cerdo que había yo preparado con esmero especialmente para ella. Pero las papas, la ensalada, las frutas del postre, sí que se las devoró con apetito. Sin que ella pudiera percatarse, la carne en mi plato era de otra especie; mejor dicho, era el último bocado que me quedaba de la vendedora de la joyería donde compré la pulsera para Virginia.

 Entre caníbales nos olemos, sabemos reconocernos. No lo sabría explicar completamente cómo, pero inmediatamente reconozco al caníbal. Me tropiezo con varios en la calle: él me mira con una especie de odio, asco y socarronería, y de seguro que yo lo miro igual. Difícilmente podemos hablar entre nosotros, pero si la situación lo exige no queda otra cosa que hacerlo. Con relación a la historia de Virginia, puedo contar ahora lo que me pasó una noche en un bar. Había discutido con ella en la tarde, todo a partir de mis burlas que le hacía por lo que comía. Nunca pensé que lo pudiera tomar demasiado en serio. Pero pasó, me dijo que yo era muy insensible, que de todo me reía. Yo me encontraba ya por el segundo vaso de whisky en aquel bar. Indiferente veía en el televisor los informes sobre los últimos asesinatos, hasta que el barman cambió el canal a un partido de fútbol. Era un caníbal viejo, ex policía. Lo primero lo supe apenas entré al bar y lo segundo cuando, luego de pedirle el tercer vaso, me adivinó a medias el pensamiento. Se rompió el interdicto de nuestra intolerancia y empezó a contarme su historia, una historia muy larga para contarla aquí. En resumidas cuentas, para mi mal de amor, para que sin más contemplaciones pudiera comerme a Virginia, lo que me quería decir era que no me preocupara, que con tantas desapariciones y asesinatos de todo tipo, jamás podrían ensañarse únicamente con los caníbales. Era lo último que la policía podía hacer. Hasta me dijo que no era conveniente para el país. Caníbales habían en las más altas esferas políticas como en el Congreso por ejemplo. Finalmente empezó a darme unos consejos, y hasta ahí lo aguanté; pagué la cuenta y me largué.

 Me reconcilié con Virginia cuatro días antes de navidad. Quedamos en vernos otra vez en mi departamento al que adorné con cientos de pétalos de rosas rojas. Pétalos esparcidos en las mesas, los estantes y por toda la alfombra. La cena ahora era italiana, acompañada de vino tinto. Esta vez yo comí lo mismo que ella, sólo vegetales y sólo por darle gusto, al menos eso creí entonces. Yo sabía que sus besos me hacían perder la cuenta de mis errores, y aún así me gustaban. Ya no me importaba seguir fallando en mis procedimientos de felino si los fallaba con ella. Luego de cenar y bailar pegados una canción de James, tirados ya en la alfombra, abandonados del mundo, abandonado de mí mismo, abandonado en ella, empezamos a hacer el amor. Si afuera estalló otra bomba o si sonaron balas toda la noche, ya no eran de nuestra incumbencia. Tenía el equipo en alto volumen con temas de Front 242, Joy Division y Nirvana; tenía el cuerpo desnudo e infinito de Virginia entre pétalos rojos. Sin ninguna culpa por traicionar mi canibalismo o por aquel ritual sublime que estaba sucediendo en mi departamento, reconocí, en medio del éxtasis, que éramos los únicos habitantes felices en muchísimos kilómetros a la redonda.

 Una tarde que fui a recogerla por primera vez a su universidad, en la entrada Virginia me estaba esperando con un short de jeans desteñido y una camiseta blanca muy ceñida, junto a sus dos mejores amigas, muy apetitosas por cierto, y un tipo muy delgado y alto, que era su mejor amigo. Había sol, y sin pensarlo mucho fuimos a la playa por el ceviche y las cervezas. Allí me daría cuenta de que ya no tenía ninguna salida. Fue en el sunset en el momento en que saqué del auto el libro que había comprado camino a la universidad de Virginia, Goethe y los griegos, un libro que el caníbal viejo del bar me había dicho donde comprar y que, por resistirme a seguir algún consejo de él, no lo había hecho hasta entonces. Yo creía que las mejores cosas venían por el azar, y las maravillosas por fuerzas superiores que venían a través de los caníbales. Yo me tenía todavía confianza hasta que Virginia, con esa suave voz que me hace temblar con el mismo cosquilleo de la primera vez que la oí, me dijo, apenas yo empezaba a leer las primeras líneas del libro, en esa arena tibia, y con el mar y las gaviotas como testigos, que estaba esperando un hijo mío. Sentí que la arena me tragaba, y mientras era devorado veía a sus mejores amigos, que se habían quedado en el restaurante, bailando salsa y bebiendo más cervezas. Yo miraba esos cuerpos voluptuosos con sus contorneos brillantes, tendido en la arena, junto a Virginia preñada de mí, primero con prematura nostalgia de mi concupiscencia, luego con una brusca sensación de bulimia y finalmente con una anorexia total. En ese momento quería que la arena terminara de comerme y no quedara ninguna huella de mí sobre ella, o que una ola me arrancara de este mundo con sus blancas espumas. Sólo eso quería.

 Prácticamente desde que conocí a Virginia había dejado de ir a esas discotecas del centro de la ciudad. Mi modo de alimentación se restringió a sacar del congelador todas mis reservas. Mi último trozo de amor fue una odontóloga que conocí en un café de un nuevo centro comercial, una carne muy desabrida además. Yo pensaba que mi canibalismo estaba íntimamente ligado al amor, “canibalismo” o “amoralismo” era lo mismo. Pero Virginia, hasta ahora no comprendo cómo, sin enterarse nunca de mi canibalismo, hizo que cambiara la realidad de la cual estaba hecha mi vida. Aquí debería acabar esta historia que, como se habrán dado cuenta, no resultó como quería. La magia de Virginia hace que todo momento sea siempre el inicio de una historia que me hace incapaz de predecir su final.

 Hoy, 21 de noviembre, por ejemplo, a las cuatro y media de la tarde, nació mi hijo. Ya desde hace tres meses que me he vuelto vegetariano. Virginia está feliz, con el cuerpecito de Aníbal, así se llama la criatura, a su lado. No sé si se parece más a ella o a mí. Qué importa eso ya. Aun cuando ahora sólo coma lechugas, zanahorias, alverjas, nabos y tomates, yo me sigo considerando un caníbal. Que quede bien claro esto porque no es cuestión de gustos. Virginia me dice que cargue al bebé. Con extremo cuidado, suavemente, lo llevo hacia mí y me lo como a besos.





                                                    YOKNAPATAWPHA

 

 

Una malla de metal a cada lado de la masa cóncava de concreto, los postes de luz naranja, los letreros de color verde; cada vez que Camilo volteaba a ver el puente poco quedaba de éste, era como el esqueleto de una nave hundiéndose en la noche; lo último que se veía eran las banderas de cada país, la de Estados Unidos para este lado, y por el otro la de México. Lo cruzaba con la certeza de que sería la última vez, como si un fuego que había demorado en encenderse haya devorado el paso cortando el regreso. Dejaba Ciudad Juárez al otro lado de la frontera como tantas veces la había dejado: esa imagen viva de una multitud semejante a la de su ciudad lejana, igual de estrepitosa, muchísimo más al sur de América. El silencio del downtown ahora lo iba introduciendo a la ilusión de una nueva vida, o más bien le proporcionaba una perspectiva diferente, una distancia, una mirada fría. Las tiendas cerradas, la basura puesta en los postes de luz en espera de ser recogida, los semáforos funcionando para unos dos o tres carros que circulaban a esa hora; esa ciudad desierta en medio del desierto le había revelado, sin que él lo deseara, su verdadero rostro.

        El Paso no era una ciudad muy literaria. Antes de arribar, Camilo sabía de ella lo que había encontrado en William Carlos Williams, Jack Kerouac y Carlos Fuentes. Una ciudad pequeña, rocosa, llena de cactus, habitada por chicanos y viejos vaqueros aún medio perdidos en el desierto, como si sólo por cansancio hubieran decido quedarse y siguieran buscando un rumbo. Camilo había llegado legalmente a esta ciudad como tantos hispanos jóvenes que llegan a los Estados Unidos; es decir con una beca de estudios, que la consiguió sin tener mucha fe en ella, aunque esa falta de fe era ya una característica de su persona. Sea como sea, llegó con el propósito de hacer una maestría en dos años y medio, y con el afán de realizarse como escritor, empezar por fin la novela que hace tiempo deseaba escribir y que su ciudad natal no le permitía. En otras palabras, se estaba dando otra oportunidad; la última, se decía él mismo.

    La soledad que requería la halló en esta ciudad fronteriza. Soledad a la que sorpresivamente le costó acostumbrarse, y que le costó conseguir después de intentarlo en diferentes viejos departamentos que alquilaba cerca de la universidad. Secretamente y no exento de auto ironía y auto complacencia, como muchos de sus monólogos, Camilo quería seguir la línea huraña de Faulkner, Salinger y Cormac MacCarthy, esa era su imagen del desierto. Se decía amargamente a sí mismo: “me apartaré de todos, ahora sí, sobre todo del fantasma de Claudia.” Otras veces alzaba el tono: “te di mi corazón, Claudia, y lo arrojaste al río Grande para los coyotes; vendiste mi cuerpo a la Border Patrol.” Con esos pensamientos solía sentarse en la puerta de las viejas casonas en las que vivía, a veces encendía un cigarrillo, mirando el camino del horizonte más lejano. En estos años había descubierto que el respirar el polvo que el viento cargaba entre las rocas y los cactus lo conducía a descifrar un lenguaje más profundo que sólo era permitido para unos cuantos elegidos. Y él se sentía uno de aquellos.

         Esa noche en que regresaba a su departamento, luego de atravesar el downtown, ahora sobre el puente Yandehl, arriba del Free Way, otra vez se encontraba con ese edificio que parecía abandonado a pesar que veía siempre algunas luces encendidas adentro (cosas así le daban un sentido de pertenencia a esta ciudad). Camilo decidió pararse un rato en el puente. La carretera abajo le recordaba la Vía Expresa de su ciudad natal. Pero esta carretera atravesaba otra ciudad, conectaba con la ciudad contigua, Las Cruces, luego con otro Estado, Nuevo México, y luego con California y así continuaba sin que pudiera saber dónde estaba el fin. El sólo sabía que faltaban cinco días para abandonar El Paso. Ya tenía el ansiado carnet de trabajo que la universidad le había brindado, el cual le permitía trabajar por ocho meses, y se había decidido ir a la aventura a San Francisco. La beca de estudios ya había terminado al ser aprobada su tesis, un estudio sobre la obra de José María Arguedas del cual no estuvo satisfecho, pero sin embargo obtuvo una calificación sobresaliente. La novela, que hace tiempo la tenía concebida, apenas estaba en sus primeras diez páginas. Esa novela, como tantas ideas que tuvo guardadas por tiempo, se fue haciendo más difícil de concretar, no por ellas mismas (ya tenía el final en la cabeza) sino por él. El pesimismo, como un río subterráneo, lo arrastraba cada vez como con mayor dificultad, porque conforme avanzaba cargaba con cosas que él no se daba cuenta que era capaz de llevar consigo y que, sin embargo, las iba acumulando.

         Antes de doblar por River, para entrar al callejón donde vivía, decidió ir derecho por la Yandehl, que se curveaba, atravesando un parque con columpios que generalmente paraba vacío, hasta llegar a la Seven Eleven, a comprar un par de latas de Miller que costaban a dólar cada una. Faltaban sólo diez minutos para la hora en que por ley se prohibía la venta de licores, así que apuró el paso, “en cuatro minutos llego”, se dijo. La tienda quedaba en un grifo; al fondo y poco a poco más oscuro, otra parte del Free Way se divisaba, y detrás de aquella carretera del Interstate se adivinaba los rieles de los trenes de carga, y pasando los rieles, el río Grande, y cruzando el río, las barriadas de Ciudad Juárez, y finalmente las montañas donde se había ocultado el sol. Pidió tres latas grandes de Miller, se cargó una lata de atún, un paquete de galletas, un chocolate y una cajetilla de cigarrillos Camel. El no fumaba mucho, pero esa noche fresca de cambio de estación le provocó fumar lo que fumaban sus queridos escritores beatniks décadas atrás.

         Otra vez camino a su departamento, llevando la bolsa de cervezas y provisiones, Camilo  levantaba la cabeza para ver, de rato en rato, las estrellas. En esta vez ya no deseaba que alguna bala perdida le atravesara el pecho. Era cierto que las estrellas siempre estaban allí, desde pequeño, nunca lo habían abandonado durante esas noches inmensas de asombro; y lo mismo la luna, allí, lacrimosa, delicada, pero cerca de él, como la sentía. En esa noche su corazón volvía a estar donde siempre había estado, en ninguna parte; se reconoció levemente allí en ese cielo, mientras caminaba en una ciudad petrificada en el desierto, cuyo nombre lo decía todo; sólo la ciudad era otra, pensaba, pero eso qué importaba al fin y al cabo. Sin darse cuenta empezó a tararear una vieja canción de su infancia, una vieja balada en español que cantaba de niño cuando hacía a pie el trayecto a la escuela. Dentro de sí, ahora a sus treinta años, sabía que había conquistado por fin ese inaccesible castillo de la soledad.

         El destino le había jugado cosas semejantes con anterioridad, es por eso que, tras doblar la esquina para entrar a la River St. y de allí doblar al callejón oscuro donde vivía y así encontrarla, no dudó que con aquella muchacha podría ocurrir cualquier cosa. Estaba preparado para el azar. Pero, por supuesto, en esa noche no tenía las cosas tan claras y precisas. El presente no discurre como aquel Free Way recto, sino es más parecido a las calles que se cruzan, se empinan y bajan, y además se curvan. Los perros empezaron a ladrar como cada vez que alguien se acercaba por la esquina. El callejón donde vivía Camilo era la parte trasera de las casas que daban a otras calles, casas grandes y antiguas, de hace cien años algunas. Tenía que pasar por dos casas que tenían perros tras las rejas del jardín trasero, que lo ladraban hasta verlo desaparecer. Pasaba también por el reflector que se encendía automáticamente ante la presencia de algún transeúnte. En una de esas dos casas había un perro que no lo ladraba, con el tiempo el animal le había agarrado cariño seguramente, y más bien le gemía, como para que él se le acerque y le haga cariñitos. En medio de los perros furiosos, el animal sólo recibía los silbidos afectuosos de Camilo. El no podía hacer más, y el animal parecía entenderlo aunque con tristeza. Ya habían cesado los ladridos cuando vio la luna que seguía allí, en su cielo, imperturbable, congelada. Y faltaban cinco metros para su pequeño departamento, que más bien era una casa en miniatura, cuando vio a una muchacha sentada a un lado de su puerta, recostada de espalda en el muro del jardín de la casa vecina, escondiéndose entre las ramas de los arbustos que caían. Ella lo había estado viendo venir desde los primeros ladridos. Habría tenido tiempo para pensar qué decirle. El le preguntó, en tono paternal, qué hacía allí. Ella atinó a decir un lacónico y seco “nada”. Pero ya él se daba cuenta de qué se estaba escondiendo aquella muchacha.

         Hacía muchísimas noches había visto en el jardín interior de la vieja casona rosada donde había vivido _ allí donde la manager le dijo que Pancho Villa se hospedaba, que en la época de la Revolución esta casona había sido un burdel, y allí mismo donde un año atrás Claudia venía a pasar las noches con él _, a unos hombres que no parecían del lugar; eran cuatro, bajo los árboles, sentados en silencio en la pileta derruida donde se cagaban los pajaritos. Al rato, Camilo vio, desde la ventana del segundo piso de la casa de enfrente adonde se había mudado, un helicóptero de la patrulla fronteriza peinando la zona a baja altura, buscando a esos hombres con una linterna superpotente. Mojados se les llama a aquellos que cruzan ilegalmente el río Grande. Los había visto varias veces, tratando de cruzar hasta por el mismísimo puente en pleno día. Y fue así que, al ver a Sara como un animalito desprotegido agazapándose junto a su puerta, entendió que había que decidir rápidamente entre echarla del lugar o hacerla entrar a su casa (porque para ella ese pequeño espacio independiente que tenía Camilo, era la casa de Camilo). El tenía que pensar rápido qué era peor: si echar a su suerte a aquella pobre muchacha, y luego cargar con la mala conciencia, o recogerla, sabiendo que lo que podía pasar era complicarle las cosas.

         Cuando despertó Camilo al día siguiente _ luego de que sus ojos encontraran el techo blanco de su habitación, en ese breve umbral a la salida del sueño _, se dio cuenta que a su lado izquierdo había una mujer desnuda, durmiendo plácidamente, dándole la espalda; su negro cabello largo recogido hacia delante hacía notar un pequeño lunar en la nuca. Lentamente giró la cabeza ciento ochenta grados hacia el otro lado, casi con dificultad levantó la cortina de la pequeña ventana y vio sorprendido una mañana nublada, glacial, que apenas se podía distinguir por lo opaco que estaba el cristal. Entonces recordó casi todo. Veía por la ventana lo que no podía ver afuera debido al invierno que había llegado de la noche a la mañana. Habían tomado esas latas de cerveza y la botella de tequila que tenía hasta la mitad, sobra de la última fiesta que hizo en su casa, una semana atrás, y desde la cual había estado casi sin salir, sin ver a nadie. Ella tenía 24 años, venía desde Guatemala, y había logrado cruzar la frontera junto a otros mojados. Una vez en el downtown, escabulléndose entre los trenes, cada uno tomó un rumbo diferente, y sin más orientación que sus ganas de no volver atrás ella llegó hasta la puerta de Camilo.

         Estaba tratando ahora de recordar si el primer beso llegó antes, durante o después del primer baile, cuando sonó el teléfono. Era José, el amigo pocho que le había ayudado a encontrar ese departamento, quien le había presentado a la señora Shyela, la dueña de la casa. Sólo llamaba para hablarle del clima, y de paso animarlo a ir juntos a Juárez, “para inaugurar el invierno con unos tequilas”, así le dijo con su español gringo. Pero Camilo le dijo que no, que aún no le daban el carnet de la universidad y no podía correr el riesgo de ir a Juárez. Le mintió por la única razón de no saber qué hacer ahora con Sara. Iba a empezar a deliberar sobre ese asunto, en el momento en que ella se volteó y mirándolo le dijo “hola, buenos días”; luego hizo una sonrisa con un suspiro hondo, y después cerró los ojos. El deslizó suavemente su mano derecha por la cadera, luego descendió por la cintura, recorriendo cada costilla hasta agarrarle un seno con delicadeza, como si hubiera cogido dormida a una paloma: un peñasco donde se paró a mirar la llanura del desierto, imaginó Camilo cerrando los ojos. Sara con los ojos entrecerrados empezó a besarlo, mientras que él con la mitad de su cuerpo encima de ella trataba de acomodarle las piernas.

         Apenas salieron de la cama para preparar algo rápido, comer los tacos que ella había hecho o beber los tragos que sobraban, o para ir al baño. Recién se hacía notar la falta de calefacción. Sara le había contado que quería llegar hasta Amarillo, un pueblo al norte de Texas, allí tenía una tía que la estaba esperando. Pero antes ella tenía que arreglárselas sola para llegar hasta allá. Si ahora lograba burlar a la policía de carreteras, ya todo sería fácil. Camilo, en cambio, ya tenía su boleto a San Francisco (lo compró anticipadamente para no tener que postergar una vez más su viaje) y sólo tenía la dirección de un amigo de su padre para acudir en caso sea necesario. Estaba con resaca y con frío. Se preguntó si esos viejos buses del Greyhound tendrían calefacción, nunca había viajado en temporada fría. No tenía muchas pertenencias, así que antes de salir recién iba a hacer su maleta. Lo mismo Sara, que apenas cargaba una mochila pequeña.

         _ Voy a tomar un bus o, mejor aún, conseguir quien me lleve en su auto. _ Le soltó a Camilo en un momento de la conversación. Sara era mucho más bonita de día, eso notó Camilo al verla salir del baño caliente; sus enormes ojos pardos jugaban con la negra cabellera ensortijada y la piel morena. Los labios carnosos que él mordía sin resistencia cada vez que deseaba, fueron embriagándolo como nunca antes había sucedido después de Claudia. Es por eso que le dijo a Sara que podía quedarse con él unos cuatro días más, el día en que él también tenía que dejar la ciudad. Ella aceptó y le dijo bromeando: “a ver quién llega antes a su destino”; Camilo  tomó aquello que parecía un desafío, más bien como la señal de Sara de darle y darse buena suerte ante la adversidad a que ambos iban a enfrentar, y por separado, legal e ilegal; pero también él notó rápidamente que había un error en lo dicho por ella, porque no era cierto que él tenía un destino. San Francisco era una opción que la había barajado entre otras tantas que al final resultaron ser la misma.

         Regresar a Perú era la última opción; pero ni siquiera la consideró a la hora de decidirse. Ni loco vuelvo allá, le decía a Sara; aunque cuando decía eso recordaba las veces que borracho decidía dejarlo todo y volver. Pero no era precisamente por volver a su tierra, sino por encontrarse con su familia, con unos cuantos amigos y con ciertas cosas de “ese país” como lo llamaba con amargura, con resentimiento, con frustración. Lo que un poco ayudó a no doblegarse era que en la misma situación habían estado sus amigos de la universidad. Todos ellos, mexicanos, chilenos, hispanos en fin, odiando a “este país” pero resignados a tratar de quedarse en él para no tener que volver a la jodida vida de antes. Es por eso que Camilo se aferraba a la idea de Yoknapatawpha de Faulkner o a la ruta 66 de Jack Kerouac o a los subterráneos de Lou Reed. “Vamos a comprar cervezas”, le dijo a Sara. Ella respondió con una negativa, era peligroso caminar, la podían detener, pedirle papeles, y encima Camilo resultaría perjudicado por acoger a una mojada. Pero Camilo la convenció, quería en esa segunda noche, con el frío recién anclado, caminar con ella siquiera esa pequeña distancia que había entre su casa y el Seven Eleven. “Caprichos, locuras de poeta, nada más”, se dijo ella aceptando su requerimiento.

         Al volver, con cervezas, una botella de ron y comida, encontró en su puerta una nota que había dejado su amigo José: “Vine para ir al Camino Real, hoy hay música en vivo, amigos y amigas estarán allá. Tienes que conocer a Milagros. Si te animas, allá estaremos. Pepe. Ah, arregla tu teléfono.” Camilo no entendió por qué le escribió esto último. Por eso, lo primero que hizo fue ver su teléfono, y lo encontró mal colgado; “eso había sido”, le dijo a Sara, quien en ese momento sacaba las compras de las bolsas. “Eso había sido ¿qué?”, le preguntó ella. “No, nada”, respondió Camilo quien ahora colocaba en el equipo de sonido un Cd de los Red Hot Chili Pepper. Haciendo unos pasos de baile se colocó detrás de ella y la abrazó por la cintura. Sara se había puesto un vestido corto, era la otra prenda que cargaba en su mochila. Agarrando cada uno su lata de Miller, ambos se pusieron a bailar la californication canción de los Red Hot. Afuera la noche estaba helada, el viento soplaba fuerte desde la tarde, los perros de la esquina apenas habían ladrado. La señora Shyela casi al anochecer, antes de que salieran, le había tocado la puerta. Camilo tuvo miedo de que alguien le haya venido con el chisme. Pero no, ella sólo había ido a buscarlo para entregarle una vieja estufa. Aquella buena mujer, de cincuenta y tantos años, alta y rubia, era una antigua hippy que se había dedicado a la crianza de sus dos hijos y a enseñar sociología en la universidad. Desde un comienzo le cayó bien aquel joven estudiante que le hacía escuchar viejas canciones de rock y otros sonidos extraños desde aquel pequeño espacio en la parte trasera de su casa, que lo alquilaba siempre a los estudiantes.

         Vivir en el segundo piso de un burdel, eso recomendaba Faulkner a todo escritor. Camilo había probado vivir en todo lo que encontraba habitable; desde el sótano, que rentó en la antigua mansión de Pancho Villa, hasta el tercer piso del edificio que quedaba en Upson, frente al free Way. Ahora no tenía nada más que decir adiós a la ciudad de la que prácticamente apenas se movió en esos dos años y medio de estudios. Decir adiós a la avenida Mesa, por donde se iba caminando hasta llegar a la tienda Furrs o al Bar Hemingway’s o al bar King’s X o al Prince Machiavelli’s. Decir adiós a la avenida Yandehl que lo llevaba a los barcitos del downtown o a algunas discotecas de dudosa reputación. Decir adiós al sonido de los trenes que pasaban de noche y que traían a cada rato al fantasma de Claudia. Decir adiós a José, al perro que no lo ladraba, a la lavandería en la avenida Kansas donde conoció a Brenda a inicios de verano. Mientras Morrisey cantaba en el equipo de sonido, Sara contemplaba el rostro totalmente ebrio de Camilo que no dejaba de hablar. Fuera de aquel refugio, el viento hacía horizontal la caída de la aguanieve. Afuera estaba bajo cero, pero adentro ambos desnudos sobre la cama, cubiertos por dos frazadas, bebían una botella de ron mientras Camilo hablaba lo que no iba a recordar al día siguiente, y Sara lo escuchaba como si hubiera entrado a la boca del desierto.

         En la última noche la lluvia empezó más temprano, y poco a poco aumentaban los relámpagos, los rayos y los truenos. Aquel día durante la mañana y parte de la tarde bebieron y comieron lo que sobraba de días anteriores. Intentaron salir a dar una vuelta por el parque, a eso de las cuatro de la tarde, pero el frío, el granizo y el viento eran demasiado. “Si sigue el frío de esta manera, nunca vamos a salir de aquí”, dijo Sara ya de noche mirando por la pequeña ventana de la sala que daba a la calle; Camilo al parecer no la escuchaba, sentado en el sofá con un vaso de tequila, su mirada estaba concentrada en el cuerpo de ella, quien, vestida con la ropa de él en el otro sofá, se peinaba el cabello y miraba de rato en rato por la ventana. El teléfono sonó, él no quiso contestar, se paró y se fue al baño; dejó que la grabadora lo haga, era José: “Te llamo desde Ruidoso _ le dijo _, estoy con Milagros, ya te cuento todo mañana cuando vuelva. Bye.” La lluvia amainó a eso de las ocho de la noche, pero los relámpagos y los rayos con sus truenos parecían estar cada vez más cerca. Sara no se aguantó más y abrió la puerta: “¡Mira, Camilo!”, lo llamó. El, que estaba meando en el baño, salió a ver qué cosa era. Los truenos y rayos estaban arriba de ellos; cada vez que se encendía el cielo, ella temblaba de miedo. “Camilo, me asusta”, le dijo y lo abrazó. Camilo estaba fascinado por los rayos que se acercaban y bajaban más y más, y lo mismo por los relámpagos que convertían en espectros las casas y los árboles. “Parece una guerra”, dijo él extasiado, y prosiguió: “o tal vez es la guerra que ya empezó.” Al entrar y cerrar la puerta se vieron con sus cuerpos mojados; se sentía que los rayos caían entre los árboles de las casas vecinas. Se quitaron lo que llevaban puesto, extrañamente no tenían mucho frío o era que ya se habían estado acostumbrando al invierno. Así desnudos se metieron en la cama, se taparon con las dos frazadas e hicieron el amor. Al rato, tras oír un rayo que cayó en el jardín, a unos cuatro metros nada más, Camilo se asomó por la ventana junto a la cama. Bajo el fin del mundo había que encontrar el silencio de los perros, o en todo caso esperar a que mañana amanezca mejor.

         Camilo fue a devolver las llaves a la señora Shyela. Se despidieron con un abrazo. “Qué loco es el clima aquí _ había dicho ella tratando de animarse _;después de lo de anoche, ahora el día está increíble.” Luego él volvió a su departamento, no pudo evitar sentir un poco de tristeza; Sara lo esperaba sentada, con la mochila tapando sus muslos que el vestido corto, si no hubiera estado allí la mochila, hubiera dejado ver. “Ya nos vamos”, le dijo él. Antes de salir, la detuvo en el umbral y le dio un beso; ella soltó la mochila y lo abrazó. Al cerrar la puerta dejó un sobre adherido a la madera, en él decía: “Para ti, Pepe”. Era su forma de despedirse; José habría de tardar en entenderlo. Caminaron rumbo a la estación del Greyhound. Camilo arrastraba su maleta con ruedas. Los perros le dieron sus últimos ladridos, entre ellos había uno que sólo lo seguía con la vista guardando silencio. La ciudad había recobrado su semblante, a pesar de dos árboles caídos por ahí, cosas regadas por las calles; el clima, nada comparado con los días anteriores, parecía haberse apiadado de los dos. Doblaron calle abajo por Yandehl, ya llegaban al puente sobre el Free Way. Iban sin hablar, a ratos Camilo silbaba alguna canción y ella lo miraba con una sonrisa. Eran los únicos caminantes en todas esas calles de El Paso.

         Ya desde el puente se podía ver el color ladrillo de la estación del bus; Camilo dándose con Sara el último beso antes de subir al bus, despidiéndose los dos de esta ciudad. Lo había pensado bien, ya lo había decidido; lo había visualizado de muchas maneras entre rayos, relámpagos y truenos la noche anterior. Descartar la idea de quedarse en El Paso, tal como estaban, hasta que se agote el dinero, hasta que tengan que huir, era lo adecuado. Lo otro, que era ir a Amarillo como ella quería, un pueblo seguramente semejante al que dejaba, tal vez no era lo mejor para él. Camilo se vio, entonces, entrando al Free Way, doblando por otra carretera, cruzando condados, pasando Tucson, deteniéndose en grifos a mirar el crepúsculo rojo en el horizonte de montañas, luego volviendo a atravesar desiertos, letreros, carros abandonados en la carretera, coyotes, mientras en sus audífonos escuchaba a Creedence Clearwater Revival, a The Smashing Pumpkins, y de noche llegaba a Los Angeles; luego al amanecer del otro día entrando a San Francisco, con la música de The Cramberries en las orejas, con la voz de Sara repitiéndole “te quiero”, con su voz también diciéndole a ella “te quiero”; después imaginando la cara de José al leer la carta que le dejó, carta a la que puso por título Yoknapatawpha, donde le narraba, a modo de un cuento, sus últimos cinco días: su boleto recién comprado, lo de Sara y lo que había decidido finalmente.

         “Sí, hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de José al leer esto”, así concluía.

 

 


EL PRÍNCIPE

 

Habían pasado tres meses desde aquella mañana en que me fui de guardafrenos del tren de la Southern Pacific, rumbo a California. Allí, luego de que me despidieron de los trenes,  me dediqué a recoger algodón. Durante todo ese tiempo no había bebido casi nada. El trabajo era duro y la comida mala. Y cuando las cosas son así, no tengo acción para emborracharme. Por eso es que volví a El Paso, porque sabía que en El Paso ya no iba a encontrar a Claudia, porque lo que quería era por lo menos volver a estar en los lugares donde alguna vez había caminado con ella, lugares que habíamos inventado juntos. Sí, fue muy triste decirnos adiós, Claudia. Por eso me quería dedicar a emborracharme con todo el dinero juntado. Y por eso al otro día de mi llegada a El Paso ya me encontraba en Juárez, caminando por el mercado, con mi jean ancho y sucio, mis zapatos gruesos, mi camisa de franela y el sombrero de vaquero que me acababa de comprar. Me abastecí allí de grifa (mota, marihuana), suficiente para el resto de la tarde y la noche. Caminaba entre prostitutas, entrando y saliendo de «La Flor del Valle», «El Gallito», «El Vaquero», el «Club Pedregal», «Las Piscas», «La Capital», «El Puerto»; bailando con María Félix una de Los Tigres del Norte, con Silvia Pinal otra de la Banda El Recodo, con Angélica María la de  Los Tucanes de Tijuana, y al final con Lucía Méndez aquella de Los Rieleros del Norte («Te quiero mucho/ te traigo en mi pensamiento/ mira soy hombre/ yo no pago con traiciones/ Adónde se hallan los juramentos de amores/ que tú me hacías...», le cantaba al oído). Octavio Paz decía que «viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad.»

         Estaba en una cantina en el mismo mercado del Centro de Juárez, bebiendo vaso tras vaso de tequila, entre aquellos norteños. Afuera, la tarde no tenía ganas de irse, ese sol buscaba la manera de seguir iluminándonos con todas sus variantes y tonos de colores, ayudado por el viento fresco de las seis. Hacia el otro extremo de la barra había un tipo de unos cincuenta años, con barba de unos días, y el cabello crespo, largo y mal peinado con gel. Se parecía a José José. ¿Y si de verdad es José José?, me dije. Era idéntico, a pesar de esa barba y la cabeza gacha, bebiendo triste en ese rincón. De rato en rato levantaba la mirada a cualquier punto donde no había nada, farfullaba algo y volvía a agachar la cabeza. Carajo, es José José, dije. Entonces se me ocurrió ir a la rockola, echar una moneda de diez pesos y poner tres canciones: «Gavilán y Paloma», «Buenos días Amor » (canción que puse más que todo por estar pensando en Claudia) y «Amor Amor». Me senté cómodamente esperando ver algún gesto o actitud que lo delatara. Acabó la primera canción y nada. La segunda, levantó la cabeza, pidió otro tequila y siguió ensimismado. Yo ya me estaba haciendo la idea de que todo había sido una equivocación. Pero vino la tercera y, pobre, supo que lo había descubierto, allí, en aquel antro miserable de la frontera. Me miró desde su rincón y me hizo una señal para que lo acompañe. Con esa voz nasalizada y ronca por el alcohol, me dijo. «Amigo, no sé quién seas tú, pero tú ya sabes quién soy, así que mejor siéntate aquí antes de que alguien más se entere.» Nos acabamos todo el tequila que había, arrasamos con el mezcal, vaciamos el whisky, mandamos a pedir que traigan más tequila. El me decía que venía de un centro de rehabilitación de Los Ángeles, que una mujer que era un ángel lo había ayudado a costear el gasto de aquel centro, pero tal como apareció de la nada se había ido. Yo le contaba de mi Claudita («¿será por eso, por lo que ahora estoy triste?»). Desde chico siempre había soñado emborracharme y cantar junto al Príncipe. Al comienzo no me atrevía a pedirle que cante conmigo, pero luego no fue necesario ni pedírselo. Pepe se puso tan pedo (huasca, borracho) como yo, que ya éramos patas (cuates, amigos). Y, es más, luego de haberle hecho la imitación de aquella escena de su película con Christian Bach (cuando sale al escenario tan borracho que interrumpe la primera canción y dice: «dispénsenme, pero ustedes me merecen muchísimo respeto, no puedo seguir cantando, adiós»; sale del escenario y se cae), hasta me dijo que era su carnal (su pataza, su chocheraza, su brother). «Tengo ganas de cantar, Camilo», me dijo luego de un breve silencio. Yo me eché un seco y volteado, golpeé el vaso en la mesa, lo miré a los ojos, le puse una mano en el hombro y le dije: «Está bien, sólo porque me has caído bien dejaré que cantes conmigo»; él se cagó de la risa. Pero mira, Pepe, le dije, si empiezas a cantar todo el mundo aquí va a saber quién eres. («Tienes razón, Camilo», me dijo). Mejor voy a poner en la rockola unas canciones tuyas, así con tu voz allí y el volumen nadie se va a dar cuenta. («Ok»). ¿Ah, me dejas escoger las canciones? («Órale, güey»). Empezamos con «Lo Pasado Pasado», luego con «Lo Que un Día Fue no Será», y después con «Si Me Dejas Ahora...»

         Tenía dinero para cantar mil canciones más, tenía ganas de seguir cantando toda la vida, sentado allí, junto a la rockola; aún cuando el Príncipe se había ido, yo tenía ganas de cantar y cantar aún cuando sabía que definitivamente Claudia se había ido.