SILVIA
1
Silvia era como de mi
edad, tenía un pequeño lunar en medio de la frente, como llevan las hindúes.
Pero Silvia no era hindú sino de una tierra más lejana. Silvia era de Talara.
Con Silvia iba a los jardines a buscar caracoles detrás de los geranios. Con
ella espiaba entre los granados a la vieja gitana que se sentaba en la esquina
de la calle. Silvia venía por mí o yo iba por ella; aunque, en realidad, casi
siempre ella era la que venía a buscarme. Mamá me llamaba desde la cocina para
avisarme que aquella niña, la sobrina de su vecina, ya había llegado. A mamá le
causaba mucha gracia ver a Silvia con su faldita corta tipo escocesa. Mamá era
muy amiga de la tía de Silvia, solían ir juntas al mercado. A veces me llevaban
con ellas, a veces nos llevaban a Silvia y a mí.
Con
Silvia también iba a hacer pis debajo de la camioneta vieja de enfrente. Era
una Chevrolet color celeste que nuestros vecinos la habían dejado prácticamente
al abandono. Sólo una vez vi que la echaron a andar, pero apenas recuerdo eso,
tal vez simplemente lo haya soñado. La idea de hacer pis juntos y a escondidas
fue de Silvia. A mí me daba miedo que mamá o los amigos de mi hermano Alberto
o, peor aún, mi propio hermano, nos descubrieran en pleno acto. Pero a Silvia
parecía no preocuparle eso. La verdad que a Silvia no parecía preocuparle
absolutamente nada. Yo, en cambio, me fijaba bien que no hubiera nadie andando
por la calle, ni un perro cerca que nos oliscara.
2
Era
una de esas tardes en que nos tirábamos bocarriba, en la sombra de un pino muy alto
que había a dos casas de mi casa. Nuestro juego era percibir cada ruido, el
canto de un pajarito, el rumor de las hojas de los árboles, y poco a poco
penetrar hasta oír el latido de nuestro propio corazón. A veces nos quedábamos
dormidos en pleno juego, a veces Silvia se aburría y se iba. Y fue así, que
poco a poco se hizo monótono y absurdo aquel juego. Aquella tarde cuando Silvia
se dirigía sin ganas a la sombra del pino, le pregunté que si quería ir a ver a
la gitana vieja que hacía días se sentaba en la esquina. Pero ella no quiso. A
Silvita también le habían advertido que no jugara por esa esquina de la calle
porque sino los gitanos se la iban a llevar.
Por
esa esquina pasaban siempre los gitanos, mujeres gitanas mayormente, que vivían
unas calles más arriba. La gitana vieja ya llevaba dos días que se sentaba por
las tardes en la sombra de un alero. Nunca nos dábamos cuenta en qué momento
llegaba ni cómo se iba. Me daba miedo al igual que a Silvia. Tampoco no nos
quedábamos mucho rato mirándola, porque temíamos que se diera cuenta de nuestra
presencia escondida entre los granados.
Esa
tarde no nos echamos en la sombra del pino, ni tampoco llegamos a ir a ver a la
vieja gitana de la esquina. Mientras recortábamos figuritas de los libros
viejos de su tía, Silvia me contó su sueño. En su sueño la gitana era su abuela
María que había muerto recién, y la razón por la que se sentaba en la esquina
era porque quería verla una vez más antes de entrar al cielo, tenía algo
importante que quería decirle. Yo también le conté mi sueño, aunque en realidad
era una mentira que me salió al momento, puesto que lo que quería era tener
algo que decirle a Silvia para impresionarla y animarla a ir a ver a la pobre
anciana. En mi sueño, la razón por la que la anciana estaba allí era porque
había sido echada de su casa y no tenía dónde dormir, y como era gitana nadie
la quería ayudar.
3
Silvia
era delgada, ligera, con el cabello negro y lacio que se convertía en música
cuando corría. Yo era un niño muy callado. Mi madre al comienzo pensaba que era
mudo, pero al comprobar que no era así, sino simplemente un niño muy
silencioso, empezó a darme a escondidas un poquito de vino para que me animara
a hablar. Eso era antes de conocer a Silvia. A veces mamá no se daba cuenta de
la presencia de ella cuando se aparecía en la casa. Como nuestra puerta, igual
que la de todos los vecinos, casi siempre paraba abierta, Silvia entraba
despacio y llegaba hasta el jardín de adentro donde toda la mañana yo no hacía
más que jugar con los pollitos. La primera vez, Silvia me preguntó dónde estaba
la mamá de los pollitos y si cuando crecieran los íbamos a comer. Yo le
respondí que luego de poner los huevos, en aquella cajita de cartón donde
dormían, de pronto se fue volando como llamada de otro mundo. La verdad era que
a los pollos mamá los adquirió cambiando botellas vacías y periódicos y
revistas viejas. Mi hermano Alberto decía que los pollitos eran de él, por eso
yo jugaba con ellos sólo por las mañanas, cuando él se iba al colegio.
Yo
aun no iba al colegio. Ese año ya debería haber empezado, pero mamá se enfermó,
me dijo que recién el otro año iba a matricularme. Silvia ya había empezado a
ir al primer año allá donde vivía. A Silvia la había conocido recién, al
comenzar el verano. Esa tarde yo estaba jugando con los tres caracoles que
había sacado de los geranios del jardín de la casa vecina. Me estaba limpiando
el barro de las manos cuando sentí que alguien se plantó en mi espalda, su
sombra tapó a dos caracoles que iban dejando su babosa en la vereda. Y, antes
que yo volteara, esa presencia me dijo que el tercer caracol, el más grande y
que no se movía, era una hembra y estaba preñada. Volteando, y dándome cuenta
que era una niña extraña, le pregunté que cómo lo sabía, ella me dijo que si no
me creía le podíamos abrir la panza.
4
La
anciana tenía una herida entre la mejilla izquierda y el mentón, y cantaba en
voz baja. Nos preguntamos qué le habría sucedido. No era una herida grande, era
más bien como un raspón que le había hinchado ese lado de la cara. Su herida,
su cabello blanco, el movimiento de sus labios, le daban aún más misterio. Nos
miramos Silvia y yo, escondidos en las plantas, sabíamos en ese momento que
estábamos pensando lo mismo. Ella dijo “tú primero”. Yo volteé a mirar a la anciana
que parecía esperarnos. Salí entonces de los granados; luego ella, igualmente
con miedo, pero atraída como si la gitana nos estuviera llamando con una
oración. Lentamente nos acercamos a la anciana aún con temor de que nos echara
a gritos y pedradas. Pero la anciana ni nos miraba, sus ojos seguían un curso
ancho e infinito por la calle de los gitanos. Ella continuaba con su canto, un
canto melancólico. ¿Señora?, le dijo Silvia, y la gitana dejando de cantar
volteó hacia nosotros, nos quedó mirando a ambos con una sonrisa muy dulce. Ni
un minuto pasó cuando de pronto cambió su rostro, era como de tristeza, de
mucha tristeza; nos extendió una mano arrugada que llevaba sortijas y
brazaletes, y nos echamos a correr. Silvia se metió a su casa. Y yo, en la puerta
de mi casa, me quedé un rato a pensar.
5
Estábamos
construyendo una casita para los pollos, con piedras, palos y ladrillos rotos
que se desprendían del muro del jardín de mi casa. Íbamos haciendo el techo,
casi lo teníamos acabado en el momento en que a Silvia se le soltó un ladrillo
que al instante mató a un pollito. Ella lloraba como si me hubiera matado a mí.
Le pedía que no llore, que no se preocupara; le prometí que no le diría nada a
nadie, nadie se iba a dar cuenta. Enterramos al pobre animalito en una esquina
del jardín, junto a las sábilas. Silvia insistió en ponerle una cruz, y así lo
hicimos, con una cruz hecha de dos palitos de nuestros chupetes amarrados con
la cinta blanca con la que ataba sus cabellos. Felizmente mi mamá no dio tanta
importancia al pollo desaparecido, pero mi hermano no paró hasta encontrar a su
pollo enterrado. Me pegó a sus anchas cuando “le confesé” que sin querer yo
había matado a su querido animal. Más tarde, luego de haberme encontrado
llorando, mamá le pegó a él.
A
Silvia le dije que nadie se había dado cuenta de la desaparición del pollito,
pero aún así ella me dijo que ya no quería jugar nunca más con esos animales ni
con ningún insecto. Ese fue el día en que empezamos a hacer pis debajo de la Chevrolet. Ven, me dijo,
y me llevó de la mano. Una mano que, a pesar del calor, estaba fría. Para ella
era más fácil porque lo hacía agachadita, en cambio yo tenía que buscar la
forma de hacerlo bien; sobre todo de no mojarme las zapatillas.
6
Decidimos
llevarle frutas. Yo saqué una manzana y Silvia un mango. Escondidos entre los
granados la veíamos cantando como siempre. Parecía saber que la observábamos;
es más, parecía que nos esperaba. No hablaba con nadie, y nadie se le acercaba.
Ya no nos daba miedo. Desde que Silvia mató accidentalmente al pollito, ella y
yo dejamos de jugar. Sólo pensábamos en la vieja gitana. Nos sentábamos en la
vereda de la puerta de su casa. Sabíamos que estaba en la misma esquina,
aguardándonos. Entonces corríamos a verla. Con ese ritual de las tardes fueron
pasando unos días, hasta que yo primero me animé a salir de las plantas, y
atrás Silvia, así como la primera vez. La anciana nuevamente nos sonrió y
aceptó las frutas sin cambiar de expresión como la vez anterior. Empezó a comer
la manzana y el mango lo guardó en su falda. Silvia y yo nos sentamos a su lado
sin saber qué hacer o decir. De pronto la anciana, terminando de comer, comenzó
a halar en un idioma que sonaba como a cascada. Era su idioma de gitana y se oía
bonito. Luego calló y nos volvió a sonreír. Así en silencio se levantó y de un
bolsillo sacó un objeto pequeño y lo puso en las manos de Silvia. Después dijo
algo, seguramente despidiéndose, y se fue hacia arriba en dirección a la calle
de los gitanos. Silvia estaba llorando, era la segunda vez que la veía llorar,
y su llanto le hacía todavía más bonita. Abrió sus manos, y vio lo que le había
dado la gitana: un caracol seco, sólo era el caparazón de un caracol.
Desde
entonces ya no volvimos a ver a la anciana, nunca más volvió a aparecer. Ni a
mamá ni a mi hermano Alberto le conté nuestro acercamiento a la anciana de la
esquina. Mamá no se había recuperado totalmente de su enfermedad, yo notaba eso
por más que ella quería disimular. Una noche antes de acostarme le dije que me
quería casar con Silvia, y mi hermano que había estado escuchando todo desde su
cama se empezó a reír. Desde ahí siempre él me fastidiaba con que dónde está mi
esposa, o que grite llamándola cada vez que un avión pasara porque allí ella
venía. Al comienzo le creía, y cuando pasaba un avión salía de la casa y
gritaba su nombre hasta cansarme.
7
Después
de lo del caracol de la gitana, Silvia definitivamente ya no quería jugar con
nada. No volvimos a tocar el tema, ni siquiera para preguntarnos por qué ya no
había vuelto a sentarse en la esquina. Por eso no le pregunté qué había hecho
con aquel caracol seco. Sólo durante tres días, a la misma hora en que siempre
íbamos a ver a la anciana, corríamos como por instinto para cerciorarnos de que
ya no iba a volver nunca más. Después de ir a hacer pis bajo el Chevrolet, nos
sentábamos en cualquier lugar de la calle, nos mirábamos en silencio e
impulsados por una fuerza extraña corríamos a escondernos entre los granados
para sólo encontrar una esquina vacía.
8
Silvia
se fue con el verano. Mamá me decía que iba a volver pronto, que la tía de
Silvia le había dicho que los padres de Silvita estaban buscando una casa muy
cerca para venirse a vivir todos juntos, y que Silvia empezaría a ir al colegio,
aquí, y a lo mejor iríamos ambos a la misma escuela. Todo eso me decía mi
querida madre para que no me preocupara, para que yo no siga llorando cuando mi
hermano y sus amigos me fastidiaran con lo mismo, para que no me sentara en la
vereda de la puerta de mi casa a pensar. Silvia no se despidió de mí,
seguramente no supo que ya tenía que regresar a su casa. Sus papás habrían
venido por la noche desde aquella lejana tierra que decían que era un desierto,
y por la mañana se la habrían llevado... Ahora, cada vez que la recuerdo vuelvo
a hacer un dibujo, siempre vuelvo al mismo dibujo, y espero que me salga a la
perfección. Es para regalárselo cuando vuelva. Silvia está en la vereda
sonriendo, lleva una faldita escocesa, una blusa blanca, en la vereda hay un caracol
y al fondo de la calle un sol que se va por encima de la vieja camioneta
Chevrolet y los árboles y las casas que ya no existen.
LA CHICA MÁS FEA DEL MUNDO
Me senté en una banca
de la avenida Colmena, la avenida del
cloro eterno como la llamaba un joven poeta que conocí y que terminó
matándose arrojándose a un tren en Buenos Aires. Yo estaba ebrio, sentado en
esa banca, tranquilo, deleitándome con el devenir de las cosas entre los
noctámbulos, insomnes como yo; quizás muy dentro de mí deseaba caer en ese
devenir absurdo, siempre tuve esa tendencia. Los minutos pasaban tranquilos
hasta que una chica hizo su aparición. Primero sentí su presencia atrás de la
banca, luego sus pasos en círculo, finalmente se situó frente a mí. Contra todo
lo que se dice, yo no soy una persona demasiada huraña. Por eso no me molestó
que ella me tapase la visión sórdida de la avenida. Levanté la mirada y me
sorprendió lo que vi. Era la muchacha más fea que había visto en mi vida. Sin
decir nada, lo primero que hizo fue invitarme un cigarrillo. Yo lo recibí
atraído por alguna extraña fuerza, estupefacto. Me lo puse delicadamente en la
boca, sin quitar la mirada a ese rostro verdaderamente grotesco. Luego ella
sacó una caja de fósforo y lo encendió. Noté que tenía vellos largos en el
dorso de la mano. Temerosa la muchacha, que tendría como unos veintidós años,
se sentó a mi lado. Su pelo negro, grueso y sucio, se le caía por la cara. ¿De
dónde habría salido esta criatura?, me preguntaba desde el fondo de mi borrachera.
¿Algún demonio, aún desconocido para mí, me la habrá mandado?, buscaba una
explicación.
Dos gordos
y secos labios se movían ante mi absorta mirada. Todo había estado normal
aquella noche; aunque aun no veía a las patrullas rondar a las prostitutas ni
escuchaba ninguna de aquellas misteriosas explosiones que hacían remecer los
edificios. Todo seguía dentro de lo normal para mí hasta que la muchacha me
invitó a su cuarto. “Allí te tengo un buen trago”, me dijo con una voz sensual,
algo ronquita, susurrante. Entonces caminamos rumbo a la parte más oscura del
Centro. Era una vieja casona a punto de desplomarse. Y, efectivamente, en aquel
cuarto, que desde afuera parecía pequeño, tenía una botella del mejor anisado.
“Toma, ya sé que te gusta esta miel, ¿verdad?”, me dijo con esa inexplicable
voz seductora. En las paredes tenía pegados muchos recortes de periódicos con
las fotos de los poetas y escritores que había adorado en mi juventud:
Baudelaire, Rimbaud, Joyce, y muchos más que se perdían por los rincones más
oscuros de aquella habitación; una habitación, en realidad, y pese a su
precariedad, acogedora. Tenía también un cuadro colgado justo adonde llegaba la
luz de la luna llena que entraba por la ventana. Era un retrato al óleo de
Fernando Pessoa.
En un
rincón de la habitación se encendió la luz de una lámpara a kerosén. La lámpara
estaba sobre una mesa atiborrada de libros viejos y empolvados. Había más
libros por el suelo, formando torres vetustas, como una Lima en miniatura. La
cama era un colchón tirado en la orilla de esa luz. Sin más miramientos me
senté en el filo del colchón para beber cómodamente. La muchacha, que se había
estado desnudando en silencio mientras yo revisaba el lomo de un libro, se
tendió a mi lado y, luego de unos sorbos más del pico de la botella, hicimos el
amor.
Vi que
quedaba la mitad del anisado en la botella. Mientras bebía empecé a odiar esa
lámpara que hacía inevitable ver aquel cuerpo desnudo, lleno de granos, pelos y
manchas con protuberancias. De pronto ella soltó algo realmente inesperado, que
no supe si tomarlo a broma: “quédate a vivir aquí”, me dijo, felizmente ya no
recuerdo con qué voz expulsada de aquel inefable cuerpo. “Puedes dedicarte
únicamente a escribir”, me decía susurrándome al oído, pasando suavemente las
yemas de sus dedos sobre mi pecho. Me di cuenta que lo que estaba haciendo con
la mano izquierda era aquello que hacen las parejas que se aman: sí, cariñitos.
Y ella recostada entre mi brazo y mi pecho. No, ella no estaba borracha. Yo sí.
Aunque tal vez sí lo estaba, porque siguió hablando: “Yo me encargaré de que
estés tranquilo. No te quejarás por nada. No te faltará nada”, seguía
diciéndome la fea más fea del mundo y de la Vía Láctea y de toda la
galaxia entera.
Después de
un breve silencio, el cual creí que había venido más bien por mi indiferencia,
Rosa (así me dijo que se llamaba la desdichada) empezó a contarme lo de su
Organización. Una Organización Secreta de Poetas que, entre sus actividades
clandestinas, estaba la de hacer detonar bombas por diferentes sitios de la
ciudad en horas de la madrugada. Efectivamente, aquellas misteriosas
explosiones, ni más ni menos. Digo misteriosas porque se sabe que los que las
hacían no dejaban lemas políticos pintados en las paredes ni arrojaban volantes;
sino, como todos saben, dejaban escrito en la vereda unos versos de origen
desconocido. Con la mayor naturalidad y convicción me dio una serie confusa de
argumentos y teorías en que se apoyaba la llamada “No-Propuesta Poética” de su
Organización. Me dijo que estaban llevando a cabo un plan infalible. Llena de
emoción, decía que el Movimiento (era el otro término que utilizó) había
crecido en poco tiempo y que ya había empezado a cruzar las fronteras del país,
y que, al ritmo a que iban, para el inicio del nuevo milenio ya tendría miles
de integrantes, adherentes y aliados repartidos en todo el mundo. Por supuesto,
no le creí nada.
Para mi
desgracia, ya no quedaba ni una gota de licor en la botella. Después de
recalcarme que lo que me pedía no era pertenecer a su grupo ni que era
necesario adherirme a la “NPP”, o sea a la “No-Propuesta Poética”, sino que tan
sólo me quedara a vivir en su cuarto, Rosa se quedó dormida con la boca
abierta, panza arriba, roncando. ¿Me voy?, pensé en ese momento. Es mi oportunidad
de abandonar a la bestia. ¿Qué demonio infeliz me la habría puesto en mi
camino? Me vestí y salí tranquilamente. No sé si el chillido de la puerta la
habría despertado. Era fea, pero no estaría tan loca como para creer que me
quedaría. Nunca había conocido a alguien semejante, pero tenía un aire que la
hacía familiar. De alguna manera - pensé, busqué una explicación - Rosa era una
de las manifestaciones absurdas de mis pesadillas que se daba cada cierto
tiempo en la realidad. Afuera, la noche era clara y silenciosa como un cristal
que daba miedo que en cualquier momento se pudiera romper. Aún borracho caminé
varias calles, bajo la luz de los postes. De Rosa ya apenas quedaba un ligero
olor entre rancio y rosas muertas que desapareció finalmente al llegar a la
torre más alta de Lima. En verdad estaba más que cansado cuando llegué allí,
bajo esa enorme mole de concreto, cansado de seguir escribiendo por impulsos
ciegos, cansado de beber licores baratos, cansado de mí. Me acurruqué en la
puerta metálica de un banco, sobre unos cartones que alguien había dejado. No
sé cuánto tiempo faltaba para que amanezca, no quería caminar más. Sólo quería
dormir, aunque sea un rato.
Al día
siguiente de aquel suceso, cuando el sol rojo caía en el horizonte de mi ventana,
me encontraba buscando entre mis papeles viejos unos textos que durante años
tenía guardados en unos cajones. Eran textos que había escrito en una juventud
sana y llena de esperanzas, cuando era el escritor joven y prometedor, con dos
primeros libros galardonados que me catapultaron inmediatamente en el parnaso
literario. No los pude encontrar en ninguna parte. Me di cuenta también que
habían desaparecido unos papeles que guardaba en el baúl heredado de mi padre.
Eran poemas, relatos y novelas inéditas o inconclusas, proyectos truncos o
ampliamente desarrollados, corregidos, pero todos rechazados por los editores
que, ya antes de entrar en esta larga etapa solitaria y disipada de mi vida, se
habían vuelto contra mí. Mis ex lectores y ahora críticos, al tratar de
explicarse mi leyenda, se dividen entre los que creen que todo se debe a mi
dipsomanía, a la que llegué más por mis convicciones morales o, mejor dicho,
amorales, y los otros, los que piensan que porque simplemente mi genio se
acabó.
Pese a
todo, curtido por la fatalidad, ya acostumbrado a ir perdiéndolo todo de a
pocos, o a veces de un porrazo, ¡un asalto en alguna esquina!, yo seguía mi
vida como hace tanto tiempo la venía haciendo: solitario, embriagándome, ajeno
a estas pérdidas, alimentando con todo tipo de licores, en el mundillo
literario, y desde lejos, “marginal” como dicen, mi vieja leyenda del gran
escritor maldito. Día tras día, al volver al cuartucho del Hotel donde vivía
desde hacía décadas, constataba, sin apasionamientos, sin rencor, con dignidad,
las desapariciones de mis manuscritos. Hasta las pocas cosas que estaba
escribiendo en los últimos tiempos empezaron a desaparecer. Eran desapariciones
cotidianas. Sucedían de noche, cuando yo salía más. Poco a poco se fue haciendo
tan “normal” que ya me había acostumbrado. En realidad no me importaba, porque
desde hacía tiempo ya no me importaba lo que escribía ni el para qué. No sé si
solo por inercia lo hacía, o por un viejo instinto irracional educado por un
inútil talento. Es verdad, aunque parezca algo lejano a mi naturaleza de
escritor, ya no me preocupaba el destino de mis papeles. Es por eso que si me
encuentro en un bar, el Cordano, el Queirolo, el Pizzelli o el Superba, y me
viene algo a la mente, lo escribo en la servilleta que tengo a la mano. Si el
mozo, al recoger mi taza, se lo lleva, es mejor para mí, así no tengo nada qué
cargar, y es mucho mejor si lo arroja al tacho.
Por ahí,
en una plaza, en la puerta de los bares, en plena calle, aparecen a veces
algunos jóvenes periodistas que, luego de haberse enterado de que aun no he
muerto, tratan de entrevistarme; o sino se trata de algún joven poeta que ha
estado siguiéndome con timidez y que quiere pedirme algún consejo. Yo los
rechazo, les digo amablemente que hace tiempo no escribo nada, que si, por
favor, me pueden dejar en paz. No leo las páginas culturales de los periódicos,
no me interesa las novedades literarias del país o de afuera.
Entonces,
como les cuento, yo seguía mi vida, así como ustedes juzgarán, y con estas
desapariciones que no me afectaban para nada, hasta que hace unos días,
deteniéndome en un puesto de periódicos, como suelo hacer cuando me llama la
atención la foto de alguna vedette desnuda en la portada o en la contraportada,
vi en un diario la fotografía de Rosa ¿Cómo podía olvidar aquel rostro
magullado por la adversidad? Bajo ese cruel retrato estaba escrita la noticia
de su muerte efectuada por las fuerzas del orden en medio de un enfrentamiento
armado ocurrido a primeras horas de la noche anterior.
Qué
locura, ¿no creen?, hasta ahora no me entra a la cabeza; pero, claro, es lógico
para ustedes, pero para mí no: por unos viejos papeles míos que habían estado
desapareciendo de mi cuarto, y que ahora han encontrado ustedes entre las
pertenencias de aquella desdichada muchacha, ¡creer que yo soy el líder de esa
secta de fanáticos! Por favor, no jodan. Con esto pongo punto final a mi
intervención en esta historia tan disparatada. Me quita tiempo. Ando buscando
en estos días el punto preciso del sabor de un pollo al curry con toques de
páprika, ají amarillo y chirimoya. Como podrán advertir, ando muy ocupado. Por
favor, déjenme tranquilo. Ya no me jodan, ¡carajo!
HISTORIA DE AMOR Y DE CANÍBALES
En mí todo era hambre,
el mismo hambre de las moscas y los zancudos, la misma delectación de la carne
y la sangre. De un solo bocado quería devorar toda esa miseria que circulaba
por la ciudad a esas horas de la noche. Por eso envidiaba la antigua
concupiscencia de las ratas, su estoica destreza para suplir la luz por la
náusea y sus bazofias. Cada noche enterraba lo que quedaba del amor después de
haberme saciado. Enterraba unos mechones de cabellos, algunos huesos, los más
gruesos y duros como el sacro, el coxis, el iliaco, el omóplato, el fémur y el
cráneo. El amor, comprendí, era ese hambre insaciable de los caníbales. Era tan
natural amar como era cotidiano abrir por la mañana la refrigeradora y sacar
una botella de leche antes de leer el periódico. Para conseguir a mis víctimas
mi vida se fue convirtiendo en un adquirir las costumbres del felino. Podía
escoger entre un tigre, un león o un leopardo. Pero aquí empieza la historia,
porque ninguna de aquellas bestias pude ser cuando conocí a Virginia. La
historia, llamémosla así, mi historia con Virginia, empezó en una de esas
discotecas del centro de la ciudad adonde solía ir para encontrar el amor.
Miserables discotecas que funcionaban en viejas casonas.
En
la discoteca Cerebro conocí a Virginia. Vestía minifalda, toda de negro, cubriendo
apenas su palidez. Sin mirarme a la cara aceptó bailar conmigo. Bailamos algo
de The Cure, luego le invité una bebida. No nos despegamos en ningún momento
porque muchos otros caníbales estaban al acecho, esperando un descuido mío para
arrebatármela. Íbamos a empezar a bailar una lenta de U2 cuando Virginia, antes
que yo pudiera percatarme de su deseo, colocó sus brazos sobre mis hombros y,
sin quitar sus ojos clavados en los míos, me llevó contra una pared. Sentí su
lengua en mi boca. En ese momento le hubiera dado el primer mordisco, pero me
contuve al sentir su muslo izquierdo alzándose entre mis piernas. Era como una
contracción, un vacío en el estómago, algo como un grito de niño atrapado en
mis crujientes tripas lo que me frenó. Hasta ese entonces creía que el amor de
los caníbales era masoquista; porque en el fondo, juntito al corazón ---
pensaba ---, ellos, o mejor dicho,
nosotros, queríamos ser los devorados. Y al no causar en nadie ni siquiera la
tentación o una segregación extraordinaria de saliva, creía que nos poníamos en
lugar de la víctima para comernos, convertidos en nuestras propias víctimas,
como si hubiera habido una transubstanciación. Así me imaginaba a mí siendo
devorado: tiras y tiras mis carnes bajo la luna.
A
estas alturas de la historia cabe decir que a los caníbales nos gusta comer de
noche y en soledad. No nos avergonzamos de ello, todo lo contrario, es nuestro
orgullo poder mirar en la oscuridad lo que nadie ve por estar más preocupado en
encontrar la luz, la luz por la luz, “más luz” como dijo Goethe antes de morir.
Pero lo que primero fueron malas circunstancias, procedimientos equivocados por
la sobrexcitación ante ese fastuoso cuerpo, irrupciones torpes de goloso ante
aquel delicioso banquete; después fue algo extraño e incomprensible, una mezcla
de temor y sensación de eternidad que me producían sus miradas, sus besos, sus
palabras. Todas las causas y los azares objetivos y obsesivos se conjugaron en
ella, y el descubrirlo, me di cuenta, podía costarme sus blandas carnes, sus
riquísimos senos, sus jugosos glúteos. Virginia había demostrado ser un hueso
duro de roer.
Ella
siempre quería que nos viéramos en mi departamento. Yo nunca había llevado a
mis víctimas para hacerlo allí, porque temía que antes pudieran abrir el refrigerador
y se asustaran con lo que podían encontrar. Recuerdo claramente la noche,
garuaba como sólo garúa en esta maldita ciudad. Vi por la ventana a Virginia
bajar del taxi y correr hacia el edificio. Al abrirle la puerta me esperaba
como sabía que me iba a gustar: una sonrisa, bajo un abrigo negro una minifalda
roja y las piernas abiertas. “Así que aquí es tu cueva”, me dijo moviendo
despacio la cabeza como afirmando en forma irónica el haber obtenido una
victoria más. Me fijé en el cigarrillo encendido que tenía en su mano derecha,
me di cuenta que por primera vez ya no llevaba el piercing en su ombligo, y
todo eso me hizo recordar aquel pensamiento que dice que el caníbal es el niño
que sobrevive en el hombre. La cena aún no la tenía lista. Hasta esa fecha sólo
había sido besos con lengua, arañazos, y a veces con delicadas mordidas. Tal
vez mi primer error fue regalarle una pulsera, un acto muy tierno de mi parte.
¿Cómo es ella?, me preguntó la vendedora detrás del mostrador. Es bella,
respondí instantáneamente, como si hubiera ya adivinado en sus ojos lo que me
iba a preguntar. “Es bella porque no tiene misterio”, dije en mi mente cuando
cenábamos esa noche, mirándole la pulsera que le había regalado días atrás,
mientras ella me hablaba de sus clases en la Universidad. La
garúa había cesado hace rato y de pronto las velas pestañaron porque una fuerte
explosión hizo retumbar el edificio. Las balas no se escuchaban tan lejos. Me
levanté de la mesa. ¡Apártate de la ventana!, me gritó aterrorizada Virginia. Yo
quería saber en dónde había sido el atentado, pero todo era oscuridad afuera, y
por primera vez no vi nada en la oscuridad. Felizmente nosotros ya teníamos las
velas encendidas. Y sin importarnos ya lo que pasara afuera, nos echamos en la
alfombra e hicimos el amor toda la noche.
Olvidaba
decir algo importante: que Virginia era vegetariana. Sí, esa primera noche en
mi departamento, cuando celebrábamos una semana de habernos conocido, apenas
probó el jugo del buen trozo de cerdo que había yo preparado con esmero
especialmente para ella. Pero las papas, la ensalada, las frutas del postre, sí
que se las devoró con apetito. Sin que ella pudiera percatarse, la carne en mi
plato era de otra especie; mejor dicho, era el último bocado que me quedaba de
la vendedora de la joyería donde compré la pulsera para Virginia.
Entre
caníbales nos olemos, sabemos reconocernos. No lo sabría explicar completamente
cómo, pero inmediatamente reconozco al caníbal. Me tropiezo con varios en la
calle: él me mira con una especie de odio, asco y socarronería, y de seguro que
yo lo miro igual. Difícilmente podemos hablar entre nosotros, pero si la
situación lo exige no queda otra cosa que hacerlo. Con relación a la historia
de Virginia, puedo contar ahora lo que me pasó una noche en un bar. Había
discutido con ella en la tarde, todo a partir de mis burlas que le hacía por lo
que comía. Nunca pensé que lo pudiera tomar demasiado en serio. Pero pasó, me
dijo que yo era muy insensible, que de todo me reía. Yo me encontraba ya por el
segundo vaso de whisky en aquel bar. Indiferente veía en el televisor los
informes sobre los últimos asesinatos, hasta que el barman cambió el canal a un
partido de fútbol. Era un caníbal viejo, ex policía. Lo primero lo supe apenas
entré al bar y lo segundo cuando, luego de pedirle el tercer vaso, me adivinó a
medias el pensamiento. Se rompió el interdicto de nuestra intolerancia y empezó
a contarme su historia, una historia muy larga para contarla aquí. En resumidas
cuentas, para mi mal de amor, para que sin más contemplaciones pudiera comerme
a Virginia, lo que me quería decir era que no me preocupara, que con tantas
desapariciones y asesinatos de todo tipo, jamás podrían ensañarse únicamente
con los caníbales. Era lo último que la policía podía hacer. Hasta me dijo que
no era conveniente para el país. Caníbales habían en las más altas esferas
políticas como en el Congreso por ejemplo. Finalmente empezó a darme unos
consejos, y hasta ahí lo aguanté; pagué la cuenta y me largué.
Me
reconcilié con Virginia cuatro días antes de navidad. Quedamos en vernos otra
vez en mi departamento al que adorné con cientos de pétalos de rosas rojas.
Pétalos esparcidos en las mesas, los estantes y por toda la alfombra. La cena
ahora era italiana, acompañada de vino tinto. Esta vez yo comí lo mismo que
ella, sólo vegetales y sólo por darle gusto, al menos eso creí entonces. Yo
sabía que sus besos me hacían perder la cuenta de mis errores, y aún así me
gustaban. Ya no me importaba seguir fallando en mis procedimientos de felino si
los fallaba con ella. Luego de cenar y bailar pegados una canción de James,
tirados ya en la alfombra, abandonados del mundo, abandonado de mí mismo,
abandonado en ella, empezamos a hacer el amor. Si afuera estalló otra bomba o
si sonaron balas toda la noche, ya no eran de nuestra incumbencia. Tenía el
equipo en alto volumen con temas de Front 242, Joy Division y Nirvana; tenía el
cuerpo desnudo e infinito de Virginia entre pétalos rojos. Sin ninguna culpa
por traicionar mi canibalismo o por aquel ritual sublime que estaba sucediendo
en mi departamento, reconocí, en medio del éxtasis, que éramos los únicos
habitantes felices en muchísimos kilómetros a la redonda.
Una
tarde que fui a recogerla por primera vez a su universidad, en la entrada Virginia
me estaba esperando con un short de jeans desteñido y una camiseta blanca muy
ceñida, junto a sus dos mejores amigas, muy apetitosas por cierto, y un tipo
muy delgado y alto, que era su mejor amigo. Había sol, y sin pensarlo mucho
fuimos a la playa por el ceviche y las cervezas. Allí me daría cuenta de que ya
no tenía ninguna salida. Fue en el sunset en el momento en que saqué del auto
el libro que había comprado camino a la universidad de Virginia, Goethe y los griegos, un libro que el
caníbal viejo del bar me había dicho donde comprar y que, por resistirme a
seguir algún consejo de él, no lo había hecho hasta entonces. Yo creía que las
mejores cosas venían por el azar, y las maravillosas por fuerzas superiores que
venían a través de los caníbales. Yo me tenía todavía confianza hasta que
Virginia, con esa suave voz que me hace temblar con el mismo cosquilleo de la
primera vez que la oí, me dijo, apenas yo empezaba a leer las primeras líneas
del libro, en esa arena tibia, y con el mar y las gaviotas como testigos, que
estaba esperando un hijo mío. Sentí que la arena me tragaba, y mientras era
devorado veía a sus mejores amigos, que se habían quedado en el restaurante,
bailando salsa y bebiendo más cervezas. Yo miraba esos cuerpos voluptuosos con
sus contorneos brillantes, tendido en la arena, junto a Virginia preñada de mí,
primero con prematura nostalgia de mi concupiscencia, luego con una brusca
sensación de bulimia y finalmente con una anorexia total. En ese momento quería
que la arena terminara de comerme y no quedara ninguna huella de mí sobre ella,
o que una ola me arrancara de este mundo con sus blancas espumas. Sólo eso
quería.
Prácticamente
desde que conocí a Virginia había dejado de ir a esas discotecas del centro de
la ciudad. Mi modo de alimentación se restringió a sacar del congelador todas
mis reservas. Mi último trozo de amor fue una odontóloga que conocí en un café
de un nuevo centro comercial, una carne muy desabrida además. Yo pensaba que mi
canibalismo estaba íntimamente ligado al amor, “canibalismo” o “amoralismo” era
lo mismo. Pero Virginia, hasta ahora no comprendo cómo, sin enterarse nunca de
mi canibalismo, hizo que cambiara la realidad de la cual estaba hecha mi vida.
Aquí debería acabar esta historia que, como se habrán dado cuenta, no resultó
como quería. La magia de Virginia hace que todo momento sea siempre el inicio
de una historia que me hace incapaz de predecir su final.
Hoy,
21 de noviembre, por ejemplo, a las cuatro y media de la tarde, nació mi hijo.
Ya desde hace tres meses que me he vuelto vegetariano. Virginia está feliz, con
el cuerpecito de Aníbal, así se llama la criatura, a su lado. No sé si se
parece más a ella o a mí. Qué importa eso ya. Aun cuando ahora sólo coma
lechugas, zanahorias, alverjas, nabos y tomates, yo me sigo considerando un
caníbal. Que quede bien claro esto porque no es cuestión de gustos. Virginia me
dice que cargue al bebé. Con extremo cuidado, suavemente, lo llevo hacia mí y
me lo como a besos.
YOKNAPATAWPHA
Una malla de metal a cada lado de la masa cóncava de
concreto, los postes de luz naranja, los letreros de color verde; cada vez que
Camilo volteaba a ver el puente poco quedaba de éste, era como el esqueleto de
una nave hundiéndose en la noche; lo último que se veía eran las banderas de
cada país, la de Estados Unidos para este lado, y por el otro la de México. Lo
cruzaba con la certeza de que sería la última vez, como si un fuego que había
demorado en encenderse haya devorado el paso cortando el regreso. Dejaba Ciudad
Juárez al otro lado de la frontera como tantas veces la había dejado: esa
imagen viva de una multitud semejante a la de su ciudad lejana, igual de
estrepitosa, muchísimo más al sur de América. El silencio del downtown ahora lo iba introduciendo a la
ilusión de una nueva vida, o más bien le proporcionaba una perspectiva
diferente, una distancia, una mirada fría. Las tiendas cerradas, la basura
puesta en los postes de luz en espera de ser recogida, los semáforos
funcionando para unos dos o tres carros que circulaban a esa hora; esa ciudad
desierta en medio del desierto le había revelado, sin que él lo deseara, su
verdadero rostro.
El Paso no era una ciudad muy literaria.
Antes de arribar, Camilo sabía de ella lo que había encontrado en William
Carlos Williams, Jack Kerouac y Carlos Fuentes. Una ciudad pequeña, rocosa,
llena de cactus, habitada por chicanos y viejos vaqueros aún medio perdidos en
el desierto, como si sólo por cansancio hubieran decido quedarse y siguieran
buscando un rumbo. Camilo había llegado legalmente a esta ciudad como tantos
hispanos jóvenes que llegan a los Estados Unidos; es decir con una beca de
estudios, que la consiguió sin tener mucha fe en ella, aunque esa falta de fe
era ya una característica de su persona. Sea como sea, llegó con el propósito
de hacer una maestría en dos años y medio, y con el afán de realizarse como
escritor, empezar por fin la novela que hace tiempo deseaba escribir y que su
ciudad natal no le permitía. En otras palabras, se estaba dando otra
oportunidad; la última, se decía él mismo.
La soledad que requería la halló en esta
ciudad fronteriza. Soledad a la que sorpresivamente le costó acostumbrarse, y
que le costó conseguir después de intentarlo en diferentes viejos departamentos
que alquilaba cerca de la universidad. Secretamente y no exento de auto ironía
y auto complacencia, como muchos de sus monólogos, Camilo quería seguir la línea
huraña de Faulkner, Salinger y Cormac MacCarthy, esa era su imagen del
desierto. Se decía amargamente a sí mismo: “me apartaré de todos, ahora sí,
sobre todo del fantasma de Claudia.” Otras veces alzaba el tono: “te di mi
corazón, Claudia, y lo arrojaste al río Grande para los coyotes; vendiste mi
cuerpo a la Border
Patrol.” Con esos pensamientos solía sentarse en la puerta de
las viejas casonas en las que vivía, a veces encendía un cigarrillo, mirando el
camino del horizonte más lejano. En estos años había descubierto que el
respirar el polvo que el viento cargaba entre las rocas y los cactus lo
conducía a descifrar un lenguaje más profundo que sólo era permitido para unos
cuantos elegidos. Y él se sentía uno de aquellos.
Esa noche en que regresaba a su departamento,
luego de atravesar el downtown, ahora
sobre el puente Yandehl, arriba del Free
Way, otra vez se encontraba con ese edificio que parecía abandonado a pesar
que veía siempre algunas luces encendidas adentro (cosas así le daban un
sentido de pertenencia a esta ciudad). Camilo decidió pararse un rato en el
puente. La carretera abajo le recordaba la Vía Expresa de su
ciudad natal. Pero esta carretera atravesaba otra ciudad, conectaba con la
ciudad contigua, Las Cruces, luego con otro Estado, Nuevo México, y luego con
California y así continuaba sin que pudiera saber dónde estaba el fin. El sólo
sabía que faltaban cinco días para abandonar El Paso. Ya tenía el ansiado
carnet de trabajo que la universidad le había brindado, el cual le permitía
trabajar por ocho meses, y se había decidido ir a la aventura a San Francisco.
La beca de estudios ya había terminado al ser aprobada su tesis, un estudio
sobre la obra de José María Arguedas del cual no estuvo satisfecho, pero sin
embargo obtuvo una calificación sobresaliente. La novela, que hace tiempo la
tenía concebida, apenas estaba en sus primeras diez páginas. Esa novela, como
tantas ideas que tuvo guardadas por tiempo, se fue haciendo más difícil de
concretar, no por ellas mismas (ya tenía el final en la cabeza) sino por él. El
pesimismo, como un río subterráneo, lo arrastraba cada vez como con mayor
dificultad, porque conforme avanzaba cargaba con cosas que él no se daba cuenta
que era capaz de llevar consigo y que, sin embargo, las iba acumulando.
Antes de doblar por River, para entrar
al callejón donde vivía, decidió ir derecho por la Yandehl, que se curveaba,
atravesando un parque con columpios que generalmente paraba vacío, hasta llegar
a la Seven Eleven,
a comprar un par de latas de Miller que costaban a dólar cada una. Faltaban
sólo diez minutos para la hora en que por ley se prohibía la venta de licores,
así que apuró el paso, “en cuatro minutos llego”, se dijo. La tienda quedaba en
un grifo; al fondo y poco a poco más oscuro, otra parte del Free Way se divisaba, y detrás de
aquella carretera del Interstate se adivinaba los rieles de los trenes de
carga, y pasando los rieles, el río Grande, y cruzando el río, las barriadas de
Ciudad Juárez, y finalmente las montañas donde se había ocultado el sol. Pidió
tres latas grandes de Miller, se cargó una lata de atún, un paquete de
galletas, un chocolate y una cajetilla de cigarrillos Camel. El no fumaba
mucho, pero esa noche fresca de cambio de estación le provocó fumar lo que
fumaban sus queridos escritores beatniks
décadas atrás.
Otra vez camino a su departamento,
llevando la bolsa de cervezas y provisiones, Camilo levantaba la cabeza para ver, de rato en
rato, las estrellas. En esta vez ya no deseaba que alguna bala perdida le
atravesara el pecho. Era cierto que las estrellas siempre estaban allí, desde
pequeño, nunca lo habían abandonado durante esas noches inmensas de asombro; y
lo mismo la luna, allí, lacrimosa, delicada, pero cerca de él, como la sentía.
En esa noche su corazón volvía a estar donde siempre había estado, en ninguna
parte; se reconoció levemente allí en ese cielo, mientras caminaba en una
ciudad petrificada en el desierto, cuyo nombre lo decía todo; sólo la ciudad
era otra, pensaba, pero eso qué importaba al fin y al cabo. Sin darse cuenta
empezó a tararear una vieja canción de su infancia, una vieja balada en español
que cantaba de niño cuando hacía a pie el trayecto a la escuela. Dentro de sí,
ahora a sus treinta años, sabía que había conquistado por fin ese inaccesible
castillo de la soledad.
El destino le había jugado cosas
semejantes con anterioridad, es por eso que, tras doblar la esquina para entrar
a la River St.
y de allí doblar al callejón oscuro donde vivía y así encontrarla, no dudó que
con aquella muchacha podría ocurrir cualquier cosa. Estaba preparado para el
azar. Pero, por supuesto, en esa noche no tenía las cosas tan claras y
precisas. El presente no discurre como aquel Free Way recto, sino es más parecido a las calles que se cruzan, se
empinan y bajan, y además se curvan. Los perros empezaron a ladrar como cada
vez que alguien se acercaba por la esquina. El callejón donde vivía Camilo era
la parte trasera de las casas que daban a otras calles, casas grandes y
antiguas, de hace cien años algunas. Tenía que pasar por dos casas que tenían
perros tras las rejas del jardín trasero, que lo ladraban hasta verlo
desaparecer. Pasaba también por el reflector que se encendía automáticamente
ante la presencia de algún transeúnte. En una de esas dos casas había un perro
que no lo ladraba, con el tiempo el animal le había agarrado cariño
seguramente, y más bien le gemía, como para que él se le acerque y le haga
cariñitos. En medio de los perros furiosos, el animal sólo recibía los silbidos
afectuosos de Camilo. El no podía hacer más, y el animal parecía entenderlo
aunque con tristeza. Ya habían cesado los ladridos cuando vio la luna que
seguía allí, en su cielo, imperturbable, congelada. Y faltaban cinco metros
para su pequeño departamento, que más bien era una casa en miniatura, cuando vio
a una muchacha sentada a un lado de su puerta, recostada de espalda en el muro
del jardín de la casa vecina, escondiéndose entre las ramas de los arbustos que
caían. Ella lo había estado viendo venir desde los primeros ladridos. Habría
tenido tiempo para pensar qué decirle. El le preguntó, en tono paternal, qué
hacía allí. Ella atinó a decir un lacónico y seco “nada”. Pero ya él se daba
cuenta de qué se estaba escondiendo aquella muchacha.
Hacía muchísimas noches había visto en
el jardín interior de la vieja casona rosada donde había vivido _ allí donde la
manager le dijo que Pancho Villa se
hospedaba, que en la época de la
Revolución esta casona había sido un burdel, y allí mismo
donde un año atrás Claudia venía a pasar las noches con él _, a unos hombres
que no parecían del lugar; eran cuatro, bajo los árboles, sentados en silencio
en la pileta derruida donde se cagaban los pajaritos. Al rato, Camilo vio,
desde la ventana del segundo piso de la casa de enfrente adonde se había
mudado, un helicóptero de la patrulla fronteriza peinando la zona a baja
altura, buscando a esos hombres con una linterna superpotente. Mojados se les
llama a aquellos que cruzan ilegalmente el río Grande. Los había visto varias
veces, tratando de cruzar hasta por el mismísimo puente en pleno día. Y fue así
que, al ver a Sara como un animalito desprotegido agazapándose junto a su
puerta, entendió que había que decidir rápidamente entre echarla del lugar o
hacerla entrar a su casa (porque para
ella ese pequeño espacio independiente que tenía Camilo, era la casa de Camilo). El tenía que pensar
rápido qué era peor: si echar a su suerte a aquella pobre muchacha, y luego
cargar con la mala conciencia, o recogerla, sabiendo que lo que podía pasar era
complicarle las cosas.
Cuando despertó Camilo al día siguiente
_ luego de que sus ojos encontraran el techo blanco de su habitación, en ese
breve umbral a la salida del sueño _, se dio cuenta que a su lado izquierdo
había una mujer desnuda, durmiendo plácidamente, dándole la espalda; su negro
cabello largo recogido hacia delante hacía notar un pequeño lunar en la nuca.
Lentamente giró la cabeza ciento ochenta grados hacia el otro lado, casi con
dificultad levantó la cortina de la pequeña ventana y vio sorprendido una
mañana nublada, glacial, que apenas se podía distinguir por lo opaco que estaba
el cristal. Entonces recordó casi todo. Veía por la ventana lo que no podía ver
afuera debido al invierno que había llegado de la noche a la mañana. Habían
tomado esas latas de cerveza y la botella de tequila que tenía hasta la mitad,
sobra de la última fiesta que hizo en su casa, una semana atrás, y desde la
cual había estado casi sin salir, sin ver a nadie. Ella tenía 24 años, venía
desde Guatemala, y había logrado cruzar la frontera junto a otros mojados. Una
vez en el downtown, escabulléndose
entre los trenes, cada uno tomó un rumbo diferente, y sin más orientación que
sus ganas de no volver atrás ella llegó hasta la puerta de Camilo.
Estaba tratando ahora de recordar si el
primer beso llegó antes, durante o después del primer baile, cuando sonó el
teléfono. Era José, el amigo pocho
que le había ayudado a encontrar ese departamento, quien le había presentado a
la señora Shyela, la dueña de la casa. Sólo llamaba para hablarle del clima, y
de paso animarlo a ir juntos a Juárez, “para inaugurar el invierno con unos
tequilas”, así le dijo con su español gringo. Pero Camilo le dijo que no, que
aún no le daban el carnet de la universidad y no podía correr el riesgo de ir a
Juárez. Le mintió por la única razón de no saber qué hacer ahora con Sara. Iba
a empezar a deliberar sobre ese asunto, en el momento en que ella se volteó y
mirándolo le dijo “hola, buenos días”; luego hizo una sonrisa con un suspiro
hondo, y después cerró los ojos. El deslizó suavemente su mano derecha por la
cadera, luego descendió por la cintura, recorriendo cada costilla hasta
agarrarle un seno con delicadeza, como si hubiera cogido dormida a una paloma:
un peñasco donde se paró a mirar la llanura del desierto, imaginó Camilo
cerrando los ojos. Sara con los ojos entrecerrados empezó a besarlo, mientras
que él con la mitad de su cuerpo encima de ella trataba de acomodarle las
piernas.
Apenas salieron de la cama para preparar
algo rápido, comer los tacos que ella había hecho o beber los tragos que
sobraban, o para ir al baño. Recién se hacía notar la falta de calefacción.
Sara le había contado que quería llegar hasta Amarillo, un pueblo al norte de
Texas, allí tenía una tía que la estaba esperando. Pero antes ella tenía que
arreglárselas sola para llegar hasta allá. Si ahora lograba burlar a la policía
de carreteras, ya todo sería fácil. Camilo, en cambio, ya tenía su boleto a San
Francisco (lo compró anticipadamente para no tener que postergar una vez más su
viaje) y sólo tenía la dirección de un amigo de su padre para acudir en caso
sea necesario. Estaba con resaca y con frío. Se preguntó si esos viejos buses
del Greyhound tendrían calefacción, nunca había viajado en temporada fría. No
tenía muchas pertenencias, así que antes de salir recién iba a hacer su maleta.
Lo mismo Sara, que apenas cargaba una mochila pequeña.
_ Voy a tomar un bus o, mejor aún,
conseguir quien me lleve en su auto. _ Le soltó a Camilo en un momento de la
conversación. Sara era mucho más bonita de día, eso notó Camilo al verla salir
del baño caliente; sus enormes ojos pardos jugaban con la negra cabellera
ensortijada y la piel morena. Los labios carnosos que él mordía sin resistencia
cada vez que deseaba, fueron embriagándolo como nunca antes había sucedido
después de Claudia. Es por eso que le dijo a Sara que podía quedarse con él
unos cuatro días más, el día en que él también tenía que dejar la ciudad. Ella
aceptó y le dijo bromeando: “a ver quién llega antes a su destino”; Camilo tomó aquello que parecía un desafío, más bien
como la señal de Sara de darle y darse buena suerte ante la adversidad a que
ambos iban a enfrentar, y por separado, legal e ilegal; pero también él notó
rápidamente que había un error en lo dicho por ella, porque no era cierto que
él tenía un destino. San Francisco era una opción que la había barajado entre
otras tantas que al final resultaron ser la misma.
Regresar a Perú era la última opción;
pero ni siquiera la consideró a la hora de decidirse. Ni loco vuelvo allá, le
decía a Sara; aunque cuando decía eso recordaba las veces que borracho decidía
dejarlo todo y volver. Pero no era precisamente por volver a su tierra, sino
por encontrarse con su familia, con unos cuantos amigos y con ciertas cosas de
“ese país” como lo llamaba con amargura, con resentimiento, con frustración. Lo
que un poco ayudó a no doblegarse era que en la misma situación habían estado
sus amigos de la universidad. Todos ellos, mexicanos, chilenos, hispanos en
fin, odiando a “este país” pero resignados a tratar de quedarse en él para no
tener que volver a la jodida vida de antes. Es por eso que Camilo se aferraba a
la idea de Yoknapatawpha de Faulkner o a la ruta 66 de Jack Kerouac o a los
subterráneos de Lou Reed. “Vamos a comprar cervezas”, le dijo a Sara. Ella
respondió con una negativa, era peligroso caminar, la podían detener, pedirle
papeles, y encima Camilo resultaría perjudicado por acoger a una mojada. Pero
Camilo la convenció, quería en esa segunda noche, con el frío recién anclado,
caminar con ella siquiera esa pequeña distancia que había entre su casa y el
Seven Eleven. “Caprichos, locuras de poeta, nada más”, se dijo ella aceptando
su requerimiento.
Al volver, con cervezas, una botella de
ron y comida, encontró en su puerta una nota que había dejado su amigo José:
“Vine para ir al Camino Real, hoy hay música en vivo, amigos y amigas estarán
allá. Tienes que conocer a Milagros. Si te animas, allá estaremos. Pepe. Ah,
arregla tu teléfono.” Camilo no entendió por qué le escribió esto último. Por
eso, lo primero que hizo fue ver su teléfono, y lo encontró mal colgado; “eso
había sido”, le dijo a Sara, quien en ese momento sacaba las compras de las
bolsas. “Eso había sido ¿qué?”, le preguntó ella. “No, nada”, respondió Camilo
quien ahora colocaba en el equipo de sonido un Cd de los Red Hot Chili Pepper.
Haciendo unos pasos de baile se colocó detrás de ella y la abrazó por la
cintura. Sara se había puesto un vestido corto, era la otra prenda que cargaba
en su mochila. Agarrando cada uno su lata de Miller, ambos se pusieron a bailar
la californication canción de los Red
Hot. Afuera la noche estaba helada, el viento soplaba fuerte desde la tarde,
los perros de la esquina apenas habían ladrado. La señora Shyela casi al
anochecer, antes de que salieran, le había tocado la puerta. Camilo tuvo miedo
de que alguien le haya venido con el chisme. Pero no, ella sólo había ido a
buscarlo para entregarle una vieja estufa. Aquella buena mujer, de cincuenta y
tantos años, alta y rubia, era una antigua hippy que se había dedicado a la crianza
de sus dos hijos y a enseñar sociología en la universidad. Desde un comienzo le
cayó bien aquel joven estudiante que le hacía escuchar viejas canciones de rock
y otros sonidos extraños desde aquel pequeño espacio en la parte trasera de su
casa, que lo alquilaba siempre a los estudiantes.
Vivir en el segundo piso de un burdel,
eso recomendaba Faulkner a todo escritor. Camilo había probado vivir en todo lo
que encontraba habitable; desde el sótano, que rentó en la antigua mansión de
Pancho Villa, hasta el tercer piso del edificio que quedaba en Upson, frente al
free Way. Ahora no tenía nada más que
decir adiós a la ciudad de la que prácticamente apenas se movió en esos dos
años y medio de estudios. Decir adiós a la avenida Mesa, por donde se iba
caminando hasta llegar a la tienda Furrs o al Bar Hemingway’s o al bar King’s X
o al Prince Machiavelli’s. Decir adiós a la avenida Yandehl que lo llevaba a
los barcitos del downtown o a algunas
discotecas de dudosa reputación. Decir adiós al sonido de los trenes que
pasaban de noche y que traían a cada rato al fantasma de Claudia. Decir adiós a
José, al perro que no lo ladraba, a la lavandería en la avenida Kansas donde
conoció a Brenda a inicios de verano. Mientras Morrisey cantaba en el equipo de
sonido, Sara contemplaba el rostro totalmente ebrio de Camilo que no dejaba de
hablar. Fuera de aquel refugio, el viento hacía horizontal la caída de la
aguanieve. Afuera estaba bajo cero, pero adentro ambos desnudos sobre la cama,
cubiertos por dos frazadas, bebían una botella de ron mientras Camilo hablaba
lo que no iba a recordar al día siguiente, y Sara lo escuchaba como si hubiera
entrado a la boca del desierto.
En la última noche la lluvia empezó más
temprano, y poco a poco aumentaban los relámpagos, los rayos y los truenos.
Aquel día durante la mañana y parte de la tarde bebieron y comieron lo que
sobraba de días anteriores. Intentaron salir a dar una vuelta por el parque, a
eso de las cuatro de la tarde, pero el frío, el granizo y el viento eran
demasiado. “Si sigue el frío de esta manera, nunca vamos a salir de aquí”, dijo
Sara ya de noche mirando por la pequeña ventana de la sala que daba a la calle;
Camilo al parecer no la escuchaba, sentado en el sofá con un vaso de tequila,
su mirada estaba concentrada en el cuerpo de ella, quien, vestida con la ropa
de él en el otro sofá, se peinaba el cabello y miraba de rato en rato por la
ventana. El teléfono sonó, él no quiso contestar, se paró y se fue al baño;
dejó que la grabadora lo haga, era José: “Te llamo desde Ruidoso _ le dijo _,
estoy con Milagros, ya te cuento todo mañana cuando vuelva. Bye.” La lluvia
amainó a eso de las ocho de la noche, pero los relámpagos y los rayos con sus
truenos parecían estar cada vez más cerca. Sara no se aguantó más y abrió la
puerta: “¡Mira, Camilo!”, lo llamó. El, que estaba meando en el baño, salió a
ver qué cosa era. Los truenos y rayos estaban arriba de ellos; cada vez que se encendía
el cielo, ella temblaba de miedo. “Camilo, me asusta”, le dijo y lo abrazó.
Camilo estaba fascinado por los rayos que se acercaban y bajaban más y más, y
lo mismo por los relámpagos que convertían en espectros las casas y los
árboles. “Parece una guerra”, dijo él extasiado, y prosiguió: “o tal vez es la
guerra que ya empezó.” Al entrar y cerrar la puerta se vieron con sus cuerpos
mojados; se sentía que los rayos caían entre los árboles de las casas vecinas.
Se quitaron lo que llevaban puesto, extrañamente no tenían mucho frío o era que
ya se habían estado acostumbrando al invierno. Así desnudos se metieron en la
cama, se taparon con las dos frazadas e hicieron el amor. Al rato, tras oír un
rayo que cayó en el jardín, a unos cuatro metros nada más, Camilo se asomó por
la ventana junto a la cama. Bajo el fin del mundo había que encontrar el
silencio de los perros, o en todo caso esperar a que mañana amanezca mejor.
Camilo fue a devolver las llaves a la
señora Shyela. Se despidieron con un abrazo. “Qué loco es el clima aquí _ había
dicho ella tratando de animarse _;después de lo de anoche, ahora el día está
increíble.” Luego él volvió a su departamento, no pudo evitar sentir un poco de
tristeza; Sara lo esperaba sentada, con la mochila tapando sus muslos que el
vestido corto, si no hubiera estado allí la mochila, hubiera dejado ver. “Ya
nos vamos”, le dijo él. Antes de salir, la detuvo en el umbral y le dio un
beso; ella soltó la mochila y lo abrazó. Al cerrar la puerta dejó un sobre
adherido a la madera, en él decía: “Para ti, Pepe”. Era su forma de despedirse;
José habría de tardar en entenderlo. Caminaron rumbo a la estación del
Greyhound. Camilo arrastraba su maleta con ruedas. Los perros le dieron sus
últimos ladridos, entre ellos había uno que sólo lo seguía con la vista
guardando silencio. La ciudad había recobrado su semblante, a pesar de dos
árboles caídos por ahí, cosas regadas por las calles; el clima, nada comparado
con los días anteriores, parecía haberse apiadado de los dos. Doblaron calle abajo
por Yandehl, ya llegaban al puente sobre el Free
Way. Iban sin hablar, a ratos Camilo silbaba alguna canción y ella lo
miraba con una sonrisa. Eran los únicos caminantes en todas esas calles de El
Paso.
Ya desde el puente se podía ver el color
ladrillo de la estación del bus; Camilo dándose con Sara el último beso antes
de subir al bus, despidiéndose los dos de esta ciudad. Lo había pensado bien,
ya lo había decidido; lo había visualizado de muchas maneras entre rayos,
relámpagos y truenos la noche anterior. Descartar la idea de quedarse en El
Paso, tal como estaban, hasta que se agote el dinero, hasta que tengan que
huir, era lo adecuado. Lo otro, que era ir a Amarillo como ella quería, un
pueblo seguramente semejante al que dejaba, tal vez no era lo mejor para él.
Camilo se vio, entonces, entrando al Free
Way, doblando por otra carretera, cruzando condados, pasando Tucson,
deteniéndose en grifos a mirar el crepúsculo rojo en el horizonte de montañas,
luego volviendo a atravesar desiertos, letreros, carros abandonados en la
carretera, coyotes, mientras en sus audífonos escuchaba a Creedence Clearwater
Revival, a The Smashing Pumpkins, y de noche llegaba a Los Angeles; luego al
amanecer del otro día entrando a San Francisco, con la música de The Cramberries
en las orejas, con la voz de Sara repitiéndole “te quiero”, con su voz también
diciéndole a ella “te quiero”; después imaginando la cara de José al leer la
carta que le dejó, carta a la que puso por título Yoknapatawpha, donde le narraba, a modo de un cuento, sus últimos
cinco días: su boleto recién comprado, lo de Sara y lo que había decidido
finalmente.
“Sí, hubiera dado cualquier cosa por ver
la cara de José al leer esto”, así concluía.
EL
PRÍNCIPE
Habían pasado tres meses desde aquella mañana en que
me fui de guardafrenos del tren de la Southern Pacific,
rumbo a California. Allí, luego de que me despidieron de los trenes, me
dediqué a recoger algodón. Durante todo ese tiempo no había bebido casi nada.
El trabajo era duro y la comida mala. Y cuando
las cosas son así, no tengo acción para emborracharme. Por eso es que volví a
El Paso, porque sabía que en El Paso ya no iba a encontrar a Claudia, porque lo
que quería era por lo menos volver a estar en los lugares donde alguna vez
había caminado con ella, lugares que habíamos inventado juntos. Sí, fue muy
triste decirnos adiós, Claudia. Por eso me quería dedicar a emborracharme con
todo el dinero juntado. Y por eso al otro día de mi llegada a El Paso ya me
encontraba en Juárez, caminando por el mercado, con mi jean ancho y
sucio, mis zapatos gruesos, mi camisa de franela y el sombrero de vaquero que
me acababa de comprar. Me abastecí allí de grifa (mota, marihuana), suficiente
para el resto de la tarde y la noche. Caminaba entre prostitutas, entrando y
saliendo de «La Flor
del Valle», «El Gallito», «El Vaquero», el «Club Pedregal», «Las Piscas», «La Capital», «El Puerto»;
bailando con María Félix una de Los Tigres del Norte, con Silvia Pinal otra de la Banda El Recodo, con
Angélica María la de Los Tucanes de Tijuana, y al final con Lucía Méndez
aquella de Los Rieleros del Norte («Te quiero mucho/ te traigo en mi
pensamiento/ mira soy hombre/ yo no pago con traiciones/ Adónde se hallan los
juramentos de amores/ que tú me hacías...», le cantaba al oído). Octavio Paz decía
que «viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el
mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el
rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a
un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía
y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de
la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada
puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad.»
Estaba en una cantina en el mismo mercado del Centro de Juárez,
bebiendo vaso tras vaso de tequila, entre aquellos norteños. Afuera, la tarde
no tenía ganas de irse, ese sol buscaba la manera de seguir iluminándonos con
todas sus variantes y tonos de colores, ayudado por el viento fresco de las
seis. Hacia el otro extremo de la barra había un tipo de unos cincuenta años,
con barba de unos días, y el cabello crespo, largo y mal peinado con gel. Se
parecía a José José. ¿Y si de verdad es José José?, me dije. Era idéntico, a
pesar de esa barba y la cabeza gacha, bebiendo triste en ese rincón. De rato en
rato levantaba la mirada a cualquier punto donde no había nada, farfullaba algo
y volvía a agachar la cabeza. Carajo, es José José, dije. Entonces se me
ocurrió ir a la rockola, echar una moneda de diez pesos y poner tres canciones:
«Gavilán y Paloma», «Buenos días Amor » (canción que puse más que todo por
estar pensando en Claudia) y «Amor Amor». Me senté cómodamente esperando ver
algún gesto o actitud que lo delatara. Acabó la primera canción y nada. La
segunda, levantó la cabeza, pidió otro tequila y siguió ensimismado. Yo ya me
estaba haciendo la idea de que todo había sido una equivocación. Pero vino la
tercera y, pobre, supo que lo había descubierto, allí, en aquel antro miserable
de la frontera. Me miró desde su rincón y me hizo una señal para que lo
acompañe. Con esa voz nasalizada y ronca por el alcohol, me dijo. «Amigo,
no sé quién seas tú, pero tú ya sabes quién soy, así que mejor siéntate aquí
antes de que alguien más se entere.» Nos acabamos todo el tequila que había,
arrasamos con el mezcal, vaciamos el whisky, mandamos a pedir que traigan más
tequila. El me decía que venía de un centro de rehabilitación de Los Ángeles,
que una mujer que era un ángel lo había ayudado a costear el gasto de aquel
centro, pero tal como apareció de la nada se había ido. Yo le contaba de mi
Claudita («¿será por eso, por lo que ahora estoy triste?»). Desde chico siempre
había soñado emborracharme y cantar junto al Príncipe. Al comienzo no me
atrevía a pedirle que cante conmigo, pero luego no fue necesario ni pedírselo.
Pepe se puso tan pedo (huasca, borracho) como yo, que ya éramos patas (cuates,
amigos). Y, es más, luego de haberle hecho la imitación de aquella escena de su
película con Christian Bach (cuando sale al escenario tan borracho que
interrumpe la primera canción y dice: «dispénsenme, pero ustedes me merecen
muchísimo respeto, no puedo seguir cantando, adiós»; sale del escenario y se cae),
hasta me dijo que era su carnal (su pataza, su chocheraza, su brother). «Tengo
ganas de cantar, Camilo», me dijo luego de un breve silencio. Yo me eché un
seco y volteado, golpeé el vaso en la mesa, lo miré a los ojos, le puse una
mano en el hombro y le dije: «Está bien, sólo porque me has caído bien dejaré
que cantes conmigo»; él se cagó de la risa. Pero mira, Pepe, le dije, si
empiezas a cantar todo el mundo aquí va a saber quién eres. («Tienes razón,
Camilo», me dijo). Mejor voy a poner en la rockola unas canciones tuyas, así
con tu voz allí y el volumen nadie se va a dar cuenta. («Ok»). ¿Ah, me dejas
escoger las canciones? («Órale, güey»). Empezamos con «Lo Pasado Pasado», luego
con «Lo Que un Día Fue no Será», y después con «Si Me Dejas Ahora...»
Tenía dinero para cantar mil canciones más, tenía ganas de seguir
cantando toda la vida, sentado allí, junto a la rockola; aún cuando el Príncipe
se había ido, yo tenía ganas de cantar y cantar aún cuando sabía que
definitivamente Claudia se había ido.