miércoles, 18 de septiembre de 2019

Entrevistas por Miguel Ildefonso


Mario Bellatin

Mario Bellatin


¿Desde cuándo escribes y por qué narrativa?

Escribo desde muy joven y siempre narrativa. Al principio eran los cuentos típicos; después, a los veinte años empiezo a escribir Las mujeres de sal. Fue como una decisión que no se toma; en esa época estaba aun en la universidad y todavía existía la no profesionalización en el medio, es decir, escribía la novela después de hacer mil cosas. Providencialmente, cuando terminé la universidad conseguí una beca para irme a Cuba a estudiar cine con García Márquez.

¿Pensabas escribir guiones para cine?

No. Yo solo pensaba en escribir novelas, pero necesitaba un pretexto, estudiar cine fue el pretexto, porque socialmente aquí no puedes escribir tranquilo. Yo opto por la literatura porque soy completamente individualista. En el cine hay mucha gente de por medio.

Tu mencionas tu gran individualidad. ¿Eso significa que no es importante la comunicación con el lector?

Por supuesto que sí me interesa. Me refiero al acto de escribir, una individualidad como quehacer, pero no con el público.

¿Entre tu primera y segunda novela es que tú viajas?

Escribo Las mujeres de sal en los fines de semana y me voy a Cuba. Y ahí si encuentro un ambiente reivindicativo en el arte y el respeto al escritor. Miles de problemas en Cuba, pero si tú tienes un proyecto personal, como en mi caso, el hacer un libro, lo haces. En realidad, no era tanto hacer un libro, sino crearme un estilo, dedicándome a leer y a hacer cine y a escribir. De ahí me fui a México, donde hay una reivindicación aún más fuerte. Yo nací en México, pero soy peruano. A propósito, quiero decirte algo: yo estoy en contra de los nacionalismos. Como que te exige ser peruano y escribir sobre el Perú. Yo pienso que tengo más en común con un latinoamericano que encuentro en La Habana, en México o en Chile. Tenemos muchos puntos en común. 

¿Qué pasa con tu segunda novela?

Efecto invernadero sale en 1992, a seis años de la primera. En esta segunda novela, yo salgo del medio, de este medio que creo va para atrás, sobre todo ahora, en época de crisis, porque la cultura es lo primero que cae y subsiste la idea de la no profesionalización del escritor. Y no solo te hablo de la cuestión económica, porque veo gente de la plástica que sí tiene la idea de taller, de trabajo respetable. En cambio, en literatura, no sé por qué los mismos escritores como que nos ponemos barreras. Yo pienso que para ser escritor tienes que renunciar a mucho, a todo. Tienes que tomar una decisión muy drástica.

Eres un escritor prolífico. Luego, ¿qué viene?

Canon perpetuo que ya estaba escrita antes de Efecto invernadero; lo que pasa es que yo tengo una especie de horror al vacío. No presento una si no tengo escrita la otra.

Debe ser una especie de cábala. ¿Qué piensas de la comunicación?

Hay muchas clases de comunicación, no solo es la comunicación elemental, aristotélica. Yo planteo un tipo de comunicación en mis libros. La técnica la trato de ocultar al máximo, pongo en juego muchos recursos para llegar a la transparencia. Mi estilo quiero que sea el de la transparencia.

Luego de Canon, me imagino, viene Black-Out?

Mi novela no se llama así. Su título es Los cadáveres valen menos que el estiércol, es una frase de Heráclito. Empecé a escribirla en Berlín. Lo de Black-Out surge como un experimento, resulta que alguien me propone llevarla al teatro y yo digo: ¿Por qué no? Pero prefiero que sigamos hablando de mis novelas.

Bueno, pero una última curiosidad respecto a Black-Out, ¿a qué se debe tu presencia en escena? ¿Qué propone?

Era un contrapeso en cuanto a la ironía que existe en el libro. El libro es muy irónico. Servir como contrapeso entre algo muy dramático y muy terrible que estaba ocurriendo con una presencia completamente fuera, es decir, transmitir un poco lo que yo busco en mis libros: el llegar a extremos para decir cosas que no se pueden decir de otra manera. Yo pienso que ya no podemos decir esto a través del realismo mágico ni con la literatura “social” o “antropológica” o “sociológica”. El recurso que estoy tratando de desarrollar es algo muy exagerado, tomando distancia para saltar la valla, para decir las peores cosas del mundo, pero con distancia. Es quitarle totalmente el dramatismo y la carga emotiva que es un peso, una barrera para expresar la realidad.

¿Cómo llega a ti la primera noción del tema a tratar en tu novela?

No hay una norma. Es una imagen, siempre parto de imágenes. En este caso (Black-Out), se trata de un personaje, es un ser medio mítico, absurdo, que no tiene ningún elemento creíble, solo visible hasta cierto punto y que al mismo tiempo tuviese una gran fuerza. Es muy divertido ver en la pantalla a Christian Vallejo y sentir que a partir de ella se van generando nuevas imágenes, nuevas situaciones. Yo creo mucho en el texto generativo.

¿Crees que existe la crítica, actualmente en el Perú?

No, para nada. y no quiero que se tome esto como que estoy en contra de algo o alguien; sencillamente es que pienso que no existe. Lo que sí creo que se está creando es un estamento nuevo, que es el comentario periodístico. Pienso que hay historiadores literarios y periodistas que suplen la falta total de crítica.

¿Piensas que existe un lector ideal?

Claro, yo me puedo plantear un lector ideal y para el tengo que prepararme. Es por esto que leo mucho y me documento acerca de todo lo que pasa en el mundo; leo sobre televisión, sobre cine, sobre plástica. Pienso que debo ser honesto y no presentar productos de hace veinte años; porque la literatura, pese a que algunos no lo aceptan, evoluciona.

Me imagino que en Europa sí se da esta integración de las artes.

Sí, en Europa se da esto y mil cosas más. Se trabaja con criterios muchos más amplios. Por ejemplo, eso de las generaciones que aquí tanto se vocea. Eso no existe, es absurdo que exista.

Después de Los cadáveres valen menos que el estiércol, ¿Cuál es tu proyecto inmediato?

Estoy preparando otra novela.




Publicado en la revista de Literatura y otras imágenes,
Imaginario del Arte.

Febrero de 1994.

Yuri Herrera

Yuri Herrera


¿Cómo ves el panorama nuevo de la narrativa mexicana? ¿Qué temáticas abordan los escritores hoy?

Hay mucha gente escribiendo cosas interesantes en México. La facilidad que actualmente existe para publicar, en formato electrónico, en blogs, etcétera, nos permite hoy leer muchísimos textos que en otra época tal vez no hubieran pasado del escritorio de un editor. Aunque aparecen constantemente libros que tienen que ver con la violencia actual, hay también una camada que escribe ciencia ficción, horror, novela histórica. Pero es tal la pluralidad de escritores que es difícil establecer temáticas comunes.

¿Cómo va cambiando tu visión de México a raíz de tus constantes viajes al extranjero?

No sé si cambie o más bien uno comienza a poner más atención a cosas con las que a veces uno aprende a convivir. La miseria rampante, el clasismo, la parálisis política. Pero también al alejarse es cuando se empieza a extrañar lo que se da por hecho en la vida cotidiana, los amigos, un cierto ritmo de tu ciudad.

Los trabajos del reino, tu primera novela, trata sobre el poder, el arte y el narcotráfico. ¿Desde su publicación, a inicios del milenio, de qué manera la relación entre el arte y el poder ha cambiado? ¿Si es que ha cambiado?

No creo que se haya modificado, si acaso, hay ciertas modas que los poderosos adoptan y benefician a algún tipo de artistas: narcos empleando arquitectos para sus palacios, empresarios que compran y compran pinturas que no aprecian o entienden pero que pueden presumir, políticos que se rodean de escritores. Arte y poder no han dejado de ir de la mano y esa es una batalla que los artistas deben dar, preservar cierta independencia.

Tu segunda novela Señales que precederán al fin del mundo, entre otras cosas, aborda la temática de la frontera. ¿Nos puedes contar cómo nació la historia que cuentas, el proceso de tu escritura?

Es la historia de un viaje: una mujer debe ir a buscar a su hermano que se ha ido “al otro lado”. No es una novela “sobre la frontera”, aunque puede ser una novela fronteriza, en términos de que trata, entre otras cosas, sobre las identidades inestables, la lengua lábil, los estados cambiantes. Tuve, primero, la historia básica y el personaje - desde el principio supe que debía ser una mujer – y cuando entendí cómo debía contarla, cuando tuve la estructura básica, el texto fue proliferando a partir de ese núcleo inicial.

¿Cuáles son tus nuevos proyectos literarios?

Acabo de publicar un libro infantil con la editorial Sexto Piso: Los ojos de Lía. Es la historia de una niña que debe aprender por sí misma cómo salvaguardarse a sí misma en el mundo que le ha tocado, de golpes y de mentiras. Estoy corrigiendo una tercera novelita escrita en un registro semejante al de las dos anteriores, y tengo planeado organizar los cuentos que he publicado de manera dispersa, a ver si es posible que constituyan un libro.




Publicado en la revista de Literatura, Arte y Cultura: Trafico.

Octubre de 2012.

Andrea Cote

Andrea Cote


Andrea Cote Botero (Barrancabermeja, 1981). Estudió Literatura en la Universidad de los Andes en Bogotá e hizo un doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Pennsylvania. En 2003 publicó el libro de poemas Puerto Calcinado, Premio Nacional de Poesía Joven de la Universidad Externado de Colombia. Recibió en 2005 por el mismo libro el Premio Mundial de Poesía Joven “Puentes de Struga”, que es otorgado por la UNESCO y el festival de poesía de Macedonia. También ha publicado A las cosas que odié, Chinatown a toda hora (libro objeto) y La Ruina que Nombro. Sus poemas han sido traducidos al inglés, italiano, alemán, francés y árabe, y han sido incluidos en varias antologías de poesía como la Antología de la Nueva Literatura Colombiana Transmutaciones y Poesía ante la incertidumbre de la Editorial Visor.

En el año 2005 publicó los libros Una fotógrafa al desnudo: biografía de Tina Modotti y Blanca Varela o la escritura de la soledad. Reseñas literarias, crónicas y artículos suyos han sido publicados en diversos medios de comunicación en Colombia, México y los Estados Unidos. Formó parte del comité editorial de la Revista de poesía latinoamericana Prometeo y del equipo organizador del Festival Internacional de poesía de Medellín. También ha recibido el Premio Cittá de Castrovillari Prize (2010). Actualmente es profesora del Departamento de Escritura Creativa de la University of Texas at El Paso.

Esta es una entrevista y reencuentro, años después de habernos conocido en eventos internacionales de poesía como en Alemania y España. Andrea Cote es una de las voces más consolidadas de la poesía actual en Hispanoamérica. Los poemas que vienen al final son de su último libro La Ruina que Nombro (Colección Visor de Poesía Colombia, 2015).

En tu primer libro, Puerto calcinado, hay una mirada colectiva, de sumas voces, de un lugar que parece erigirse en el mito. ¿Pasado el tiempo, qué tanto puedes reconocer en este libro de aquella “ciudad petrolera del centro de Colombia, a orillas del río Magdalena, que es una de las zonas más calientes del país, con temperaturas que suelen superar los 40 grados”?

La mayor parte de los poemas de Puerto Calcinado fueron escritos a finales de la década de los noventa, durante uno de los periodos más oscuros en la historia reciente de mi ciudad, Barrancabermeja. Nunca me propuse específicamente escribir sobre la violencia, pero la descubrí pronto en los poemas que hablaban de ella sin decir su nombre. La suma de voces que mencionas pertenece a seres de la infancia, que es el tiempo que más fácilmente confunde la casa con el mundo. En este poemario la violencia colectiva tiene su impresión más contundente en los rincones cotidianos y la casa es otra vez la metáfora de una promesa rota, un resguardo convertido en lugar del desamparo.

Pero en aquella tierra había algo más rotundo aún que la violencia y eso era el paisaje, porque el paisaje era el reverso de la historia. Nuestra tierra, aparentemente un don precario: con sus líneas de barrancos, su río en fuga, su preeminente calor; llevaba en la escasez – precisamente - su don de subsistencia. La tierra que se extremaba para sostener la vida era nuestra lección de paisaje; la solitaria flor del barranco, por ejemplo, exhibía la bondad de las cosas simplemente vivas. Allí residía, tal vez, el valor mítico del lugar que visita mi libro.

No sé si la ciudad que encuentro ahora semeja al menos parcialmente esa tierra que describo, dicen que la violencia es menos cruel, aunque desconfío de los contadores de la guerra. Lo que sí sé es que nuestro río también era el de Heráclito y que por eso la mirada, curtida ya de tiempo, plagada de cicatrices, más fácil podrá encontrar con la memoria que con los mismos ojos aquellas geografías de la infancia.

Eras muy joven cuando escribiste Puerto calcinado; sin embargo, el libro posee una voz madura que, aunada al afán trascendentalista, adquiere una intemporalidad, gracias también a los referentes bíblicos, fundacionales. ¿Cuáles fueron las primeras influencias en tu escritura?

También yo empecé a escribir porque leía. Los primeros autores importantes para mí lo fueron también por la forma en que se hicieron disponibles. En mi ciudad, que no tenía librería y contaba con una biblioteca célebremente desprovista (sin saber que nos faltaban pocos años para la popularización del internet), mis lecturas se componía de préstamos de amigos de mis padres, colecciones clásicas de venta por catálogo y las lecturas dominicales del periódico. Allí leí por primera vez a los poetas simbolistas franceses y también a autores latinoamericanos como Borges, Huidobro, Paz y Neruda, pero especialmente Vallejo, cuya escritura me provocó una conmoción de la que todavía no me sobrepongo.

Durante mi primera visita al Festival Internacional de Poesía de Medellín, descubrí la poesía de Blanca Varela. Recuerdo escuchar la grabación de su poema: “Conversación con Simone Weil”, y pensar que así empleado el lenguaje podría mudar la naturaleza de las cosas. Más que hablar de sus asuntos, Varela se arrojaba contra ellos. Su poesía fue la primera fuente con la que mi escritura quiso dialogar directamente y algunos poemas de Puerto Calcinado son, por eso, claras elaboraciones de hallazgos en su obra. Años después escribí un libro completo sobre la autora: hablaba de sus particularidades verbales, su meditación sobre la carne, su evidente conmoción por la orfandad del hombre. No creo que haya habido para mí otro autor más influyente en la formación literaria de esos años.

Luego hay un viraje que se observa, sobre todo, en el poema Center. Aquí hay una visión irónica del mundo moderno o, como dice cierto crítico, “donde los guiños intertextuales son formas de la crítica de la cultura de consumo”. La pregunta es: ¿Cómo se ha ido ampliando tu registro y tus referentes? Por ejemplo, Piedad Bonnett hablaba del intimismo en tu poesía. O el carácter reflexivo, a que se refería Juan Manuel Roca.

Center pertenece a una serie de poemas, contenidos en el libro Chinatown a toda hora, un libro objeto en  que trabajé durante mis años de estudiante en Nueva York y Filadelfia. El libro tiene la forma de una caja de comida china que contiene poemas impresos en tiras de papel de pliego. Este diseño dialoga con la metáfora insistente de su contenido que es la del barrio chino, que me figuro como ese antiguo bazar de mercaderes que exhiben sus invenciones, solo que hoy día ese mercado es un motín de apariencias: la congregación de todas las mas celebres y lúgubres encarnaciones del plástico. El templo colorido y ruidoso de la superficialidad. Este poemario también busca, como has dicho, proponer otro "registro" y por eso he hecho el ejercicio consciente de entrar en la voz de otro, un transeúnte, quizás, un caminante esquizoide que anhela rescatar revelaciones duraderas a partir de objetos intrascendentes.

Me gusta cuando por ahí dices: “Uno no escribe lo que piensa sino que piensa escribiendo; la escritura piensa, es el lenguaje mismo”. ¿Tus libros se van configurando por sí mismos? ¿De qué manera tú como poeta enfrentas el azar?

Siempre me ha llamado la atención la curiosa relación entre la escritura y el pensamiento. La sucesión evidente afirmaría que pensamos para luego escribir, pero en verdad, al escribir nos damos cuenta de que hay procesos de pensamiento que sólo se activan en el acto de escritura misma. De allí la agregada fascinación de que uno escriba tan sólo lo que no sabe. Se escribe para descubrir y para echar a andar una máquina que uno controla sólo parcialmente.

Estas preguntas previas me permiten acercarme a un verso de una poética que publicaste, que dice: “Escribir es nuestra manera de creer”. En este mundo de hoy, desacralizado, sin fe, con verdades prácticas, en fin, ¿cómo la poesía enfrenta el caos de los discursos y de los sentidos?

Gran parte del caos que mencionas pasa por el hecho de que esas instituciones, esos relatos de la realidad social dependen de palabras para constituirse. Pero esos discursos en los que depositamos sentido: la fe, la verdad, la ley, la identidad, o la vida misma se han vaciado de sí por tanta vana mención. Allí es cuando la poesía devuelve a cada vocablo su peso individual y su justa potencia. La tarea primera del poeta es entonces atender al vocablo en su materialidad, ensayar su peso, su rugido y su lado más punzante. El poema es, por eso, la salud del lenguaje, regresa su justo peso a la palabra que está herida de levedad.

¿Podrías ampliar lo que dijiste en una entrevista? Esta es la cita: “El gran misterio de la literatura es para mí la correspondencia, cuando descubres que lo que otro dice es pertinente para ti, no importa que lo diga a la otra orilla del tiempo”

Porque la poesía es un claro ejercicio de la compasión.  En el más literal sentido de esa frase que es el de sentir con otro, junto a otro. Y sin embargo, todo poema empieza por un acto de soledad e individualidad, de un sujeto que interroga su condición, su circunstancia o una sensación inefable. En tanto una precisa formulación aparece y es capaz de transportar aquella sensación humana le llamamos un verso bien logrado que así ya pertenece a todos nosotros, que nos consuela a todos nosotros. Lo que digo es que cuando leemos a Antonio Machado, por ejemplo, nos sorprendemos por la increíble precisión con que él encuentra palabras para hablar de sí mismo, pero más aún nos sorprendemos por la forma en que esas mismas palabras en realidad hablan de nosotros.

Una vez fui invitado al Festival de Medellín, quizás el mejor evento poético que he ido; y por el significado de paz, es algo que nunca olvidaré. Leí por ahí unas palabras tuyas: “En mi país parece haberse olvidado que la vida es sagrada. Ni una sola vida más se debe pagar para que Colombia salga de esta guerra”. Esto lo dijiste hace años. ¿Podrías hablarnos sobre esa época en tu experiencia poética?

El festival Internacional de poesía de Medellín se creó a principios de la década de los 90, durante los mismos años en que la violencia urbana del sicariato y el terrorismo del narcotráfico expulsaban a la juventud de las calles hacia un inmerecido encierro. El festival fue una de las principales iniciativas para generar convivencia pacífica en espacios donde no se requería otro requisito de participación que la voluntad de sentir y conocer en una fiesta cuyo centro único era la poesía. El resultado fue abrumador, y durante los años en los que tuve la oportunidad de colaborar en la organización del evento observaba a los poetas de todas partes del mundo extasiados por la generosidad de ese público de Medellín, capaz de llenar teatros para 2000 personas durante una lectura de poesía. El protagonista eterno de esa celebración de la palabra ha sido el público colombiano que reafirma experiencias así en un país donde se dice que no tenemos la capacidad de estar juntos o de resolver conflictos pacíficamente. Es una evidente contradicción que en los tiempos en que la gente mataba por cualquier cosa o por cualquier monto surgiera una manifestación cultural de ese tipo, para mí eso quiere decir que, para nosotros, sigue existiendo siempre un mejor camino a través del diálogo y la resolución pacífica de conflictos.

En La Ruina que Nombro, estamos ante la imposibilidad de la palabra para nombrar aquello que es perecedero y que nos conmueve; la escritura, así, es un derrumbe que se perenniza en el poema. ¿Cómo fue la escritura de este libro?

Empecé a escribir este poemario después de salir de Colombia, cuando otros paisajes abrieron la ocasión para nuevos aprendizajes sensoriales, el invierno, por ejemplo, con su catedral de vacío. El tema general de este poemario son las distintas formas de la pérdida y su representación material que aquí son dichos paisajes, así como la humana fascinación por las ruinas: esos templos de la insistencia, cuya belleza espectral se acentúa con el trabajo del tiempo. Creo que hay una gran lección en todo eso. Escribiendo este poemario pensaba mucho en un verso del poema La Mala Suerte de Olga Orozco, que dice: “S el bien perdido es lo ganado, mis posesiones son incalculables”. Los textos de La Ruina que Nombro interrogan formas de la pérdida como la partida, la muerte, el desamor y el despojo, en ellas buscan el resquicio de un don permanente que vislumbra no otro que esa misma imposibilidad de permanecer. La escritura es en todo esto nuestra voluntad de aprehender el instante reconociendo de inmediato la imposibilidad de hacerlo, ella es lo que llamaba René Char: un deseo que permanece como deseo.

Estamos también en la poética de una ciudad en donde la lluvia, la luz, la naturaleza en su ciclo vital, marcan el devenir humano, quien, a su vez, se redime a través de la memoria. ¿Crees que en la poesía puede haber una voz femenina, que se diferencia de una masculina? Me refiero a rasgos lingüísticos y estéticos que separen a uno y otro género. Hago estas preguntas que nacen de la lectura de este libro.

No creo en la existencia de ningún tipo de esencialismo de género en la escritura, más atañe a la escritura literatura el malear los géneros que el simplemente reproducirlos. Sin embargo, hay ciertos imaginarios y formas referenciales con las que constantemente lidia nuestra escritura, constructos que están en el mundo e interfieren en nuestra manera de percibirlo. Sucede, por ejemplo, que el espacio de la casa se asocia a lo femenino, como lo hacen también ciertas labores como la costura, el bordado, el cuidado de los niños y de los alimentos. Todos esos constructos están en mi primer libro porque yo crecí en un mundo que pretendía mostrarse de esa forma. Sin embargo, dichos espacios a su vez están revertidos en esos poemas ya que han sido quebrados y trocados por la historia. También es posible contemplar la idea de toda la poesía como un ejercicio de la escritura femenina, entendiendo ese orden como aquel que no está en el centro de enunciación del poder y que no usa las gramáticas tradicionales y oficiales, que por consiguiente estarían asociadas a lo masculino. Podríamos pensar en una dicotomía así, pero recordando que eso también es una metáfora.

Una última pregunta, pues me entero recién que estás trabajando en la Universidad de El Paso, Texas. Yo hace años estuve allí haciendo un postgrado. ¿Cómo ves el desierto de la frontera?


Llegar al desierto ha sido completar un ciclo imaginario iniciado en los años de La Ruina que Nombro, donde escribí mucho presagiando el baldío como el lugar de las grandes revelaciones. Al ver el desierto de cerca, su cielo impecable, lo mismo su roca que su cactus son reflejos de una vida que es altiva incluso donde se creía que no quedaba nada. La verdad es que el desierto señala siempre al lugar de los principios y aquí en la frontera, con la diversidad humana y lingüística parece que asistimos a la inauguración de un mundo nuevo. Me gusta mucho mi trabajo en la maestría de escritura creativa, la más antigua en español en los Estados Unidos y una de las más prestigiosas debido a la calidad del trabajo de sus egresados. Resulta un privilegio trabajar en una región con tanta tradición literaria y tanta riqueza humana y hacer parte de un programa al que acuden alumnos de todas partes de Latinoamérica para ofrecer su dedicación y su talento. Lo que tenemos aquí es la ruta del peregrino, el pasaje milenario de uno que se va al desierto para escuchar allí su propia voz más claramente.

Carlos Germán Belli

Carlos Germán Belli


Carlos Germán Belli es el poeta vivo más importante no solo en el Perú sino a nivel hispanoamericano. Su poesía ha influenciado a varias generaciones de poetas, y ha sido traducida a muchos idiomas. Después de César Vallejo es el de mayor traducción, y eso dice mucho de la universalidad de su palabra. Aquí unas rápidas preguntas a raíz de la aparición de una nueva antología, editada por Cascahuesos.

¿Qué actividad, fuera de la escritura misma, está más relacionada a su creación poética?

Entre las diversas actividades que he desempeñado exclusivamente para ganarme el pan, tendría que señalar la docencia universitaria, la traducción y el periodismo como las que han estado, en cierta manera, más próximas al quehacer poético. La actividad docente, porque la materia que dictaba era el género de la poesía - la hispanoamericana y la italiana -. En cuanto al quehacer de la traducción - en agencias noticiosas -, hizo que me adentrara en la traducción poética, ligada tan estrechamente a la creación. En fin, el periodismo, en razón al uso directo de la palabra.

¿Desde un comienzo usted buscó un lenguaje personal? ¿En qué momento lo consiguió? La pregunta no va tanto en qué libro, sino en qué momento de la creación -el punto en que se trabó la lengua, por decirlo de alguna manera- y sus circunstancias.

Por cierto, que no. Lo que originalmente he buscado era superar mis limitaciones como hablante, y ello creo que me llevó imperceptiblemente a mi modo de escribir. Pienso que cuando leía y traducía a poetas franceses modernos y cuando repasaba con ahínco a los clásicos renacentistas, serían éstas las circunstancias que lo propiciaron, aunque sin ninguna premeditación estilística.

¿Qué opina de la poesía neobarroca, también denominada “neobarrosa”, que se practica hoy en día?

Si no me equivoco, constituye un hecho literario inherente a todos los tiempos e  idiomas. La poesía hispanoamericana neobarroca actual es una secuela directa de Lezama Lima y Martín Adán, quienes seguramente serán los antecesores remotos de los neobarrocos futuros.

Recuerdo gratamente cuando estuvimos en el Museo Metropolitano de Nueva York, junto con el poeta Evgueni Bezzubikoff. ¿De sus viajes qué ciudad le parece más fascinante y le ha impulsado a escribir?

Evidentemente, muchas son las ciudades que poseen una fascinación particular, y entre ellas Nueva York sin duda alguna. He sido de ella un residente efímero, que de la Gran Manzana se le ha quedado en los labios sólo una leve miel. Devoto en la Catedral San Patricio, lector en la Biblioteca Pública de la calle 42, contemplador en el Metropolitano y el Moma, aunque lamentablemente asaz fugaz en todas esas circunstancias, soy un nostálgico de algo que se me escurre de las manos. Sin embargo, por suerte, alcancé a escribir algunas líneas en prosa acerca de mi experiencia neoyorquina.  

Recientemente apareció una antología de su poesía, editada por Cascahuesos, Letra a letra. ¿Cómo ve en retrospectiva su poesía? ¿La considera un solo libro?


Un archipiélago de cuadernillos, un archipiélago de antologías, pero un insular libro, es decir, un libro solitario. 

Róger Santiváñez

Róger Santiváñez


En su poesía percibo tres elementos que ha ido desarrollando paralelamente al confrontamiento de éstos con otros conceptos o, como decían los simbolistas franceses, ideales: la política ante la sociedad, el erotismo ante el misticismo y el lenguaje ante la poesía. La primera pregunta sería, siguiendo una lectura de todos sus libros y a la luz del más reciente, Eucaristía (Tsé=Tsé Edición, 2003), a juicio del propio autor, ¿cómo han ido variando estos elementos?

La política ante la sociedad, el erotismo ante el misticismo y el lenguaje ante la poesía. Esos tres elementos han ido variando —de libro a libro— de acuerdo a distintas circunstancias. Cuando escribí mi primer cuaderno Antes de la Muerte (1979) estaba fuertemente preocupado (la época lo exigía, como dice Pound) en enhebrar mi poesía con el sentir de las masas explotadas; deseaba que mis poemas expresaran los sentimientos y aspiraciones del pueblo —un poco los sectores rurales cercanos a Piura y del Norte en general (que era lo más cercano a mí por una experiencia vital relativa con ellos) ya que en realidad yo provenía de una clase media a la que también expresé quizá sin proponérmelo porque la cosa fluía espontáneamente en este caso. Igualmente quería captar toda esa gesta limeña en la que yo había participado, durante la cual el pueblo —después de la reforma velasquista— arrinconó a la dictadura de Morales-Bermúdez  -básicamente mediante el gran paro del 19 de Julio de 1977— y lo obligó a convocar a la Asamblea Constituyente.  Incluso el erotismo está visto desde una perspectiva política ya que igual que muchos jóvenes de mi generación creía a ciegas en el apotegma maoísta escrito sobre los muros de Paris, mayo de 1968: Cuanto más hago el amor más ganas tengo de hacer la Revolución y viceversa. Y el lenguaje es tributario del Conversacionalismo que vio nacer ese poemario. En mi segundo cuaderno, Homenaje para Iniciados (1984), ya no tenía ninguna preocupación estrictamente política: ya había pasado por la anárquica vida del Movimiento Kloaka; estaba decepcionado de la Izquierda Unida que —salvo honrosas excepciones— no hizo nada por el pueblo al que decía representar en el Congreso. Voy a ser más gráfico: por esos días cantábamos la canción  Hemicirco de Narcosis cuyo estribillo rezaba: La izquierda y la derecha son la misma mierda. Así las cosas, en este libro me dediqué a cantar al amor erótico y a la separación de los amantes y a una defensa cerrada de un individualismo anarquista frente a cualquier orden establecido. Al mismo tiempo empecé a interesarme por lo que denominamos fraseo en la poesía, o sea el ritmo interno de los versos y su capacidad órfica, ondulante, sensual. Aquí es cuando arranca  mi preocupación por el lenguaje en sí mismo, sin importarme mucho —a nivel consciente— de lo que quería significar. Fue la primera vez que sentí la inspiración: todos esos poemas los escribí como en tres o cuatro meses en que me sentaba y solitos venían los versos como si realmente alguien me los dictara. Fue una muy linda experiencia que cambió mi visión de la poesía ya que ahora no se trataba de un asunto de voluntad (querer escribir y que te salga espuma, like Vallejo dixit) sino que plásticamente fluye la canción y sus insospechados sonidos. Con ese dominio y esa seguridad es que empiezo a componer los poemas en prosa de El chico que se declaraba con la mirada (1988) en medio del estado de estupor en que me quedo después de la muerte de mi padre. Por ese entonces, además, era un aplicado estudioso de El arte de la poesía (edición de Joaquín Mortiz) de Pound y deletreaba, con los dos textos en la mano (en inglés y en español), el Ulises de Joyce. Me pasaba horas en este plan y descubrí que la poesía no es más que lenguaje ultracargado de sentido (y de sonido). Esto me permitió intentar llenar de ambas cosas cada palabra de El chico que se declaraba con la mirada. Entonces ya no tenía ninguna preocupación militantemente política, puede aparecer la idea de Dios pero desde cierta perspectiva agnóstica. El libro plantea una situación solitaria que se resuelve en el imaginario y allí el lenguaje como su búsqueda primordial. Al final ya estuvo clarísimo para mí que la poesía es lenguaje. Y punto. Entonces empiezo mis experimentos verbales que duran varios años y algunos libros desechados. Además en ese tiempo me dediqué a otras cosas, desde trabajar para poder comer, en la revista Oiga del inmortal Paco Igártua (a quien rindo homenaje en estas líneas), hasta representar a Leusemia ante la disquera El Virrey para la grabación de su primer disco, pasando por la aventura de AsaltoAlCielo, el suplemento cultural más loco del periodismo peruano en los 80s, amén de lanzar La última cena —con Mazzotti y Dávila-Franco— como tributo a nuestra generación. Por fin en el verano de 1990 mis experimentos principian a dar frutos, y eso es Symbol (1992) trabajando malditamente todas las infinitas noches con el habla del lumpen transformada en poesía en un viaje hasta lo más interior (lo más sur, dice Hernández), bajo un planteamiento previo matemáticamente calculado y diseñado tal como aparece en el gráfico del estudio El cuaderno músico de R.S. por Eduardo Urdanivia en su libro La Caza del Unicornio. Algo similar me ocurrió las noches del 13,14 y 15 de mayo de 1992 cuando compuse CorCordium (1995) cuando ya me había ganado una contemplación mística del mundo entramada a la pasión erótica y quizá —de una manera subliminal— la vivencia silente de la violencia política imperante en el país cotidiano de aquel momento. Esta onda continúa en gran medida en Lauderdale, poemario aparecido en Hueso Húmero 35 (1999), y desemboca como su producto más acabado (eso espero) en Eucaristía (2004), cuyo lenguaje quiere ser situado por algunos amigos como Reynaldo Jiménez o Eduardo Espina en el neobarroco / neobarroso lationoamericano actual. Debo decir que el 2000 escribí Santa María (2002) en un regreso temporal a mi ciudad natal Piura, viaje que también significó una vuelta (una estación) en el Conversacionalismo que me vio nacer.

La década del 80 estuvo marcada por el contexto de violencia política. En su poesía, así como en la de Domingo de Ramos, hay una interiorización de dicha violencia; se habla de un lenguaje ezquizoide, que refleja dicho contexto. ¿Cómo ve, pasado el tiempo, a aquellos años difíciles? ¿Qué tantos problemas significaba el ser poeta?

Ser poeta siempre ha sido —es— un problema en nuestro país (y en cualquier otro, supongo, porque el auténtico poeta es un ser libérrimo que jamás entra en ninguna componenda). Lo que pasa es que la corrupción y la mentira están a la orden del día en países del Tercer Mundo como el nuestro. Recuerdo que, en mis días de militante horazeriano, Pimentel proclamaba —citando a Manuel Morales—: Ser poeta en el Perú no se lo recomiendo ni a Superman. Entonces durante la época de la violencia política ser poeta significaba defender la libertad del creador frente a los senderos que te querían obligar a escribir según su criterio, y al mismo tiempo frente al sistema que te quería obligar a que los descalificaras como terroristas. Uno como poeta estaba al medio, entre todos los fuegos, el fuego, como diría Cortazar. Y te quemabas en tu propio fuego. Yo me quemaba todas las noches en mi propio fuego interior. Y sobrevivía en una desesperante marginalidad al borde de todos los riesgos, presa de la inestabilidad general que imperaba. Reinaba la violencia y la incertidumbre. Sólo te quedaba refugiarte en la poesía, y eso fue mi libro Symbol cuyo lenguaje está atravesado de aquella violencia. A pesar de que es un libro de amor erótico. De hecho hay una nota ezquizoide que marca la poesía de aquellos terribles años.

Desde Symbol su lenguaje poético ha ido cobrando una textura semántica y musical singular, la «singularidad» de la que hablaba Pablo Guevara en la presentación de Eucaristía. ¿Qué tanto han influenciado autores como Vallejo, Adán, Pound o Luis Hernández? ¿Qué opina de la tradición poética peruana?

Sin duda la tradición poética peruana es una de las vigorosas del continente y uno necesariamente ha bebido de esa magnífica fuente. Es evidente que en Symbol hay una lectura de Trilce pero también del Adán de Travesía de extramares. Son lecturas fervorosas que hice durante años casi a diario y que asimilé a mi propia e interior dicción poética. Digamos que la perspectiva desde la cual escribieron Vallejo o Adán es la que asumo, no su lenguaje, obviamente. Y ésa es la de la libertad y la del arduo trabajo del lenguaje. Mi lenguaje en Symbol es el del argot del lumpen nocturno de Lima: es allí donde busco la poesía. Y en esto seguí a Pound, me fui al habla verdadera de la gente, a la super-coloquialidad de esas voces frescas en las que para mí vibraba la chispa de una nueva poesía. Y de hecho siempre tuve (y tengo) presente a Lucho Hernández (Que tal Viejo, che' su madre) quien —como ha dicho Mirko Lauer— está por encima de nosotros. Pienso que la onda callejera de Hernández y sus alucinatorias visiones las llevé hasta los más rayados extremos. Y hallé una música radical: eso sería Symbol.

Pablo también resaltaba dos aspectos, el inmanentista del lenguaje y el existencialista biográfico, pero dijo también, si no me equivoco, que este camino no tiene retorno. Esto lo  relaciono con esa búsqueda de pureza que encuentro sobre todo en Eucaristía. ¿La poesía podría ser, entonces, una búsqueda de pureza? ¿Pureza también podría significar algún tipo de salvación? ¿Podría ser una forma de utopía? Podría centrarse este tema en unos versos: «Creación pura aunque ni la poesía sea/ Pura pero qué es la pureza qué es dime/ Todo esto».

Claro, la imagen de la pureza como una utopía inalcanzable o una salvación que podría relacionarse a los paraísos o cielos de las religiones. Pero en realidad es la misma poesía. Un estado de gracia sería la poesía. Es algo elevado e infernal simultáneamente: el matrimonio del cielo y el infierno de Blake. Definitivamente éste es un camino sin retorno. Ya no hay regreso cuando te internas en la selva de la poesía porque es también un edén. Son 2, como dijo Hernández. Por eso acepto la visión de Pablo Guevara en cuanto a la inmanencia (la poesía en sí) y lo existencialista (o sea una conciencia absoluta de la muerte a cada rato) y es que nuestro rumbo hacia la muerte no tiene vuelta que darle. Y lo inexplicable de la existencia: ¿Qué es todo esto? Hablamos de una pureza que no existe pero que es. Como esa utopía, que sólo mora en nuestros corazones angustiados. Y que transformamos en belleza. Es un afán, «un afane» te diría un pata del barrio.

Su vida ha sido muy intensa, y esa intensidad siempre se ha visto en su poesía. Podría  decirse, al igual que Rimbaud o Baudelaire, que estuvo en el Infierno, un infierno que es Lima y sus noches. ¿Cómo ha sido esa travesía urbana? (A diferencia de la segunda pregunta, ésta más bien pertenece más al ámbito personal, privado o espiritual.)

Sí pues, el ámbito personal. Lo que pasa es que en mi caso la escritura de poesía siempre fue (y es) lo más personal de mi vida. Y es que desde los 15 años cuando descubrí a Bretón y su máxima de la tríada perfecta: Vida-Obra-Actitud, ya no pude desprenderme de esa opción. No sólo se trataba de escribir poesía sino de vivir poesía. Y esto te lleva a una actitud. Y la actitud a las otras dos cosas. Están íntimamente interconectadas. Entonces termina por ser una sola y la misma cosa. En ese sentido yo por defender mi libertad para dedicarme a escribir poesía (como era mi único deseo en cuerpo y alma) tuve que enfrentarme al sistema. Y el sistema no perdona. Uno vive una guerra frontal. Y así uno se va colocando en los bordes y puede llegar a una marginalidad total (como yo llegué). Cuando vives en estado de poesía, el sistema al toque te rechaza y te condena (no lo admite jamás). La intensidad poética no es aceptada por el orden establecido. Inmediatamente pasas a ser un loco, un rebelde, un enfermo, un outcast, un paria, un revolucionario, un ser delirante, distinto, un bohemio pertinaz, y eventualmente un gran poeta. Ese fue mi caso. Hasta que dije basta, por la sencilla razón de que el proceso de destrucción que conlleva esa vida así asumida, mata a la persona. Y yo quería seguir escribiendo, ergo tenía que vivir. Pero ya no podía regresar al sistema porque me encontraba —digamos— demasiado fuera de él. Entonces recordé lo último que había hecho antes de romper con el sistema: graduarme en Literatura por San Marcos. Con ese diploma postulé a Temple University en Estados Unidos y conseguí la beca de post-grado que me salvó la vida y así mi poesía. Como dije: yo estaba demasiado fuera del sistema, así que tuve que seguir yéndome más afuera o sea al extranjero. Escogí el campus de las universidades norteamericanas porque allí hay un buen espacio físico y mental para el trabajo intelectual en libertad.  A los pocos días de mi llegada conocí a una muchacha —Kathy— y con ella un distinto amor a la vida, al punto que me casé con ella. Y la poesía sigue allí conmigo.

Hasta los años 80 los grupos poéticos tenían una importante carga ideológica, a partir de los 90, tras la caída del Muro de Berlín y todo eso, ya no sucedió lo mismo. ¿Qué piensa de la existencia hasta hoy de grupos poéticos? (Otra pregunta, para la cual quisiera citar un par de versos de Eucaristía: «Aquí es el tono de la franca indiferencia/ aquí la pista en que Juan murió atropellado». ¿Es Juan Vega el referido en el verso?)

Como integrante de la bohemia quilqueña (o quilcosa, como dicen otros por joder) durante los 90 fui feliz testigo de la aparición de todos los grupos poéticos en esos años y entendía perfectamente que se trataba de la generación X, o sea ya no creen en nada ni en nadie. Como yo estaba un poco en esa nota, me llevaba generalmente bien con casi todos estos grupos, que nombro para el recuerdo y de memoria: Neón, Noble Katerba, Vanaguardia, Geranio Marginal, Estación 32, Cultivo, Zafa-rata, Tocapus, Aedosmil, Poetas del Asfalto, Atake Líriko, etc, etc. Los grupos son importantes cuando uno empieza a escribir porque constituyen una solidaridad emocional. Una collera para compartir sueños, descubrimientos y lecturas. Y son también informales talleres de poesía. Y escuelas para la vida: recuerdo que una vez Verástegui dijo que él había aprendido a besar a las chicas cuando entró a Hora Zero el 70. Casi todos los poetas en la historia han estado o participado en grupos, yo por ejemplo estuve en cuatro: Auki (74-76), La Sagrada Familia (77-79), Hora Zero 2a Fase (80-81) y el Movimiento Kloaka (82-84). Lo que sí queda claro es que un grupo no escribe un poema. La poesía es un trabajo solitario y de alfarero (como quería Heraud). Es decir el poeta está solo frente a la página en blanco (como un astronauta ante la noche espacial, Cardenal dixit) y allí no hay grupos que valgan.

Con respecto al verso que citas; en efecto se trata de Juan Vega —querido amigo a quien conocí justamente en la bohemia de Quilca— pero también puede ser Juan Ojeda, a quien no conocí, pero sí participé en su canonización como uno de nuestros santos malditos, después de su muerte por el 74. Es decir, en este verso he hecho legítimo uso de la polisemia que entraña siempre la poesía. Entonces son los dos Juanes y uno mismo solo. En el fondo se está aludiendo a lo esencial del poeta que enfrentado al sistema, muere trágicamente.

¿En qué nuevos proyectos de escritura poética está Róger Santiváñez?


Actualmente estoy embarcado en un nuevo proyecto poético temporalmente titulado The Golden Green. Es un libro que tiene que ver con la naturaleza que me rodea aquí donde vivo en el apacible pueblo de Collingswood, a las orillas del río Cooper y a veinte minutos de Filadelfia, la gran ciudad. Es también una incursión radical en el lenguaje. Y ya no te puedo adelantar más.

Edgardo Rivera Martínez

Edgardo Rivera Martínez


Entrevista realizada por Fernando Toledo, Ana María Falconí y Miguel Ildefonso

¿Cuán difícil es ser escritor en el Perú?

Sí, es difícil ser escritor en el Perú. La educación pública ha decaído mucho, se lee muy poco, el libro es caro, y por añadidura está el problema de la piratería. La cultura no interesa, salvo pocas excepciones, a los políticos, a los neoliberales. La literatura y el arte importan muy poco, salvo en ciertos casos, a los medios de comunicación.

¿Tuvo un momento en que se cuestionó seguir hacia adelante?

No, nunca sentí que debía abandonar la escritura de creación.

¿Cómo ha conjugado, entonces, la docencia, la investigación y la vida diaria con la escritura creativa?

Me las he ingeniado para conciliar su ejercicio con la docencia, en los tiempos en que fui profesor universitario, y ahora con la traducción y los trabajos de asesoría. En mi caso se agrega, además, el problema de la opción que, por razones de temperamento, he elegido, esto es, una opción lírica, lo cual quiere decir que no me puedo sentar a escribir en cualquier momento. No tengo, pues, la facilidad que se ofrece a quienes trabajan en un línea racionalista, objetiva, semejante por ello a la que sigue un ingeniero, y de la cual hay tantos y notables ejemplos. Esa búsqueda de lo poético demanda una cierta disponibilidad del ánimo, que no siempre se da.

Durante muchos años, desde la década de 1970, fue un autor de cuentos y novelas cortas, sea de corte realista, neoindigenista o fantástico. ¿Por qué en un momento dado sintió la necesidad de dar el salto a la novela extensa como ocurrió con País de Jauja (1993)?

En realidad, allá en la década de 1980, comencé a escribir una novela, y después otra, pero ambas quedaron inconclusas, porque el afán por lograr el lenguaje más apropiado, cercano por momentos a la música, me imponía un ir y volver a lo largo de lo avanzado, lo cual, con la máquina de escribir, demandaba mucho tiempo. Y allí quedaron, inconclusas, una después de otra, esas obras. Las cosas cambiaron radicalmente cuando pude familiarizarme con las ventajas de la computadora. Me compré una Apple, a principios de los noventa, y a pesar de ser aquella una época muy difícil, por circunstancias familiares, por la acción del terrorismo, por la corrupción, pude dar forma a País de Jauja. Una novela que, en contraste con lo que fueron esos años, resultó ser una suerte de himno a la alegría.

En buena parte de su obra, la crítica ha señalado una concepción del mestizaje desproblematizada y armónica (pienso en varios de sus cuentos, pero sobre todo en País de Jauja). ¿En qué medida cree usted que un mestizaje que apunta a un justo equilibrio entre la tradición occidental y la andina —y que pasa por alto los conflictos y las tensiones propios de un encuentro de culturas tan diferentes—, es posible?

En el ser humano coexisten los impulsos creadores, abiertos, constructivos, con los tanáticos. El encuentro entre la cultura andina, por un lado, y la occidental y la modernidad, ha sido, y es aún, en algunos aspectos, un choque doloroso y dramático. Un choque de civilizaciones.

En mi caso personal, la ciudad en que he nacido, Jauja, está vinculada por sus orígenes con la leyenda medieval de una tierra de felicidad, leyenda que siempre tuve presente. Se añade a ello el hecho de que por más de un siglo fue, gracias a su clima, tan apropiado para la curación de la tuberculosis, un centro al que acudían enfermos procedentes no sólo de Lima sino también de Europa. Ello significó un nuevo encuentro, pero ahora pacífico, enriquecedor, de esas dos diferentes tradiciones culturales. Pude así, como el adolescente Claudio de mi novela País de Jauja, cultivar y reforzar mis raíces en la primera, y abrirme a la segunda, muy especialmente en los campos de la música y de la literatura.

Ese encuentro armónico es, de muy diversas maneras, una utopía realizable, y ojalá fuera finalmente posible en nuestros tiempos. Pero no me hago ilusiones, pues tenemos ante nosotros un mundo globalizado en que la distancia entre los países ricos y poderosos y los países del tercer mundo se hace cada vez mayor, como se acrecienta la que separa, en nuestro país, a las clases altas y a los pobres de la ciudad y del campo. Un mundo fracturado, en que el porvenir se anuncia sombrío.

En “Ángel de Ocongate” se presenta un sujeto desestabilizado, sin centro, en busca de una identidad, pero que se termina reconociendo como perteneciente a un territorio múltiple: asume la carencia de una identidad única, monolítica. Por otra parte, en País de Jauja se explicita una posición, digamos, opuesta: aquí sí es posible la imbricación sin problemas y celebratoria de occidente y el mundo andino, y una consiguiente identidad estable (Claudio como personaje y la misa de difuntos al final de la novela son ejemplos bastante claros). ¿Cómo concilia, en su obra, estas dos posiciones tan alejadas una de otra?

Es que en “Ángel de Ocongate” se superponen interrogantes varias, y, entre ellas, una de orden metafísico. No se trata de un danzante que simplemente ha perdido la memoria, sino de alguien que reconoce en sí un estatus antiguo y especial, y se pregunta por qué lo ha perdido y quién es ahora. En “Amaru”, relato que tiene de un poema en prosa, habla también y se interroga una conciencia que es mucho más que una emanación del tiempo y de la ruina, un ser transcultural, por así decir, cuyos orígenes están, y así lo enfatiza, en el Pamir y el Eufrates, a la vez que en Chavín, Pucara...

Digamos pues, que en mí, como autor, y en las particulares circunstancias de mi vida, unas veces ha prevalecido la pregunta, casi angustiada, por nuestra identidad, y eso se aprecia sobre todo en mis cuentos; y en otras —pienso en mis dos novelas— la experiencia optimista, celebratoria, de ese encuentro enriquecedor.

Luego del desastre que significó para el país la derrota en la guerra del Pacífico, la Generación del 900 emprendió un proyecto nacional que reincidía en el mestizaje armónico como la piedra angular sobre la cual se tendría que reconstruir la nación (la exaltación de la figura del Inca Garcilaso como “primer peruano” es reveladora al respecto). De un modo similar, usted publica País de Jauja en 1993, luego de la captura de Abimael Guzmán, cuando la derrota de Sendero Luminoso parecía inminente, y el saldo que la guerra había dejado al país era devastador. ¿Qué relaciones encuentra usted entre la violencia generada por una guerra y sus consecuencias, y la producción de este tipo de discursos “mesticistas”?

En realidad, yo no planeo una propuesta “mesticista” determinada, y mucho menos “homogeneizadora”. Tampoco un determinado modelo de nación. Lo que he escrito es una novela, en gran parte autobiográfica, en la que el tema, o uno de los temas, es el encuentro cultural pacífico, enriquecedor, en el cual prima, sin embargo, la fidelidad a las raíces. Y eso es lo que hacen con toda naturalidad y amor Claudio, el protagonista, y su familia.

No se trata en absoluto, como alguien ha sostenido, de que se aboga por unificar lo heterogéneo. Se trata de mostrar, insisto, en términos de creación literaria, una convivencia armónica de distintas tradiciones culturales, una convivencia feliz. Por eso la obra se titula, remontándose a la leyenda, “País de Jauja”.

Y lo que menos hay es marginación. Recuérdese con Leonor, la niña-adolescente campesina a la que Claudio ama con ternura y respeto, vuelve a aparecer, y ya junto con él, al termino de la misa, esa salida de la iglesia que tiene mucho de promisor y triunfal. No en vano la novela termina así: “Brilla el sol y el aire es límpido, clarísimo”.

En una de las lecturas de País de Jauja se puede encontrar una subliminal revalorización del incesto. Tomamos en consideración la gran admiración (que, en algún momento, llega a ser física) que Claudio siente por su hermana Laurita; y el hecho de que, en varias oportunidades, recurra a la imagen de su hermana para describir a Leonor, su enamorada, o para reflexionar sobre ella. Asimismo, la misa celebrada en honor de las difuntas tías De los Heros es también una aceptación y celebración del vínculo que sostuvieron la tía Euristela y su medio hermano Antenor. Teniendo en cuenta el sesgo negativo del incesto en occidente, ¿qué función cumpliría el mismo dentro del mestizaje que propone la novela?

No, no revalorizo ni celebro el incesto. Claudio admira a su hermana Laurita por su independencia, por su vocación, por su temprana e inteligente visión del mundo y de la vida. No hay nada de enfermizo en ello. En el caso de las tías De los Heros sí se halla presente, pero elusivo, como en un mito de los orígenes, y por ello nimbado de misterio, un amor incestuoso, con todo lo que ello comporta.

La tres mujeres con las que, de algún modo, Claudio entabla una relación representan un espacio bastante delimitado: Elena remite al mundo occidental; Zoraida a Jauja, el mundo mestizo; y Leonor, al mundo andino. En este sentido, Claudio se comporta con ellas de manera marcadamente diferente: a Elena la admira abiertamente y con devoción; con Zoraida pierde su virginidad; y a Leonor la mantiene como secreta enamorada en casi toda la novela. ¿No cree que esta actitud refleja la contemplación de una jerarquía por parte de Claudio, el personaje que mejor encarna el mestizaje armónico, el cual, precisamente, sugiere la ausencia de cualquier tipo de jerarquía?

Es verdad que Elena Oyanguren de algún modo representa, en la imaginación de Claudio, un mundo refinado, occidentalizado. Le hace pensar en la Helena de la Ilíada, la de los blancos brazos. En Zoraida se da, sensual como es, un exotismo teñido por su ascendencia arábiga. En Leonor se juntan el atractivo de sus rasgos, de su timidez, de su ternura. Es como una flor de los campos andinos, agua de puquio, música de un haraui. Y si Claudio mantiene en secreto, por un buen tiempo, su relación con ella, es porque estima que sus amigos, bromistas y algo prejuiciados, no serán sensibles al encanto poético que la adolescente irradia. Pero se mostrará feliz con ella, a la vista de todos, en la mañana luminosa, de algún modo triunfal, en que acaba la novela. No, no es pues él quien establece una jerarquía entre ellas; simplemente las ve como son, cada una en su entorno, en su mundo.

Uno de los rasgos más visibles de su propuesta narrativa es la preocupación por el lenguaje; casi se podría afirmar que algunos de sus relatos, por ejemplo “Enunciación” o el mismo “Ángel de Ocongate”, pueden ser vistos como poemas en prosa. ¿Cómo concilia este impulso poético o este aliento lírico con la novela extensa?

La opción que tomé, por mi modo de ser, fue la de un lirismo cercano en lo posible a la música. Supongo que lo he hecho de una manera a la vez consciente e inconsciente. El lirismo puede darse incluso a la escala de una novela extensa. Son varios los ejemplos en la narrativa de otros países.

Todos los escritores van configurando su propia tradición. En su narrativa se perciben algunas presencias tutelares que pueden parecer contradictorias: Arguedas y Rulfo de un lado; y de otro Proust. ¿Es esto cierto? Y si lo es ¿con cuáles otros autores siente una cercanía?

Sí, los autores que más me han atraído, aparte de Vallejo en la poesía y del Cervantes de El Quijote entre los clásicos, son Marcel Proust, Juan Rulfo, Thomas Mann. También Arguedas, quien presenta un mundo andino muy diferente al mío, y con una visión y propuestas implícitas que también son diferentes. Debo mencionar, de otro lado, que hay autores a los que admiro —por su originalidad, por sus técnicas, por lo que representan— pero que no pocas veces me aburren, cosa que me sucede, por ejemplo, con Faulkner, con Joyce.

Decía Óscar Wilde que hay obras que esperan y que no son comprendidas durante mucho tiempo; traen respuestas a preguntas aún no formuladas, pues la pregunta llega mucho después que la respuesta. ¿Se considera usted un escritor de preguntas o de respuestas?

Me permito considerarme un autor que plantea preguntas pero que también, sobre todo en el caso de mis novelas, aporta algunas propuestas, pero todo ello en el plano de la creación literaria.

Actualmente el escritor, en muchos casos, es una figura mediática. El mercado o negocio editorial lo “obliga” a ciertos compromisos que corresponden con el mundo globalizado de hoy. ¿Cree es obligación del narrador adecuarse a ello?

Lo fundamental es, a mi modo de ver, la consecuencia con uno mismo. En este sentido nunca he cedido a la tentación de escribir sobre temas que no corresponden a lo que más me interesa, por actuales y de moda que sean. La autenticidad es para mí lo fundamental.

En los últimos tiempos se ha producido una polémica entre los denominados escritores “criollos” y los “andinos”. ¿Qué opina de esta diferenciación? ¿Hasta qué punto es real? ¿Cómo se sitúa usted en esta dicotomía?


No he seguido más que en parte la polémica. Hay sin duda mucho de personal en ella. Sea como fuere es una realidad que hay autores de temática urbana o limeña, y otros de temática andina, la cual interesa menos, es un hecho, a los medios de comunicación. En lo que a mí respecta la mayor parte de mis obras es de temática andina, en la que es muy importante el entretejimiento cultural; pero también he escrito nouvelles y cuentos ambientados en Lima, pero no la Lima criolla, sino la de la neblina y el misterio.

Alonso Cueto

Alonso Cueto


Por Miguel Ildefonso y Gabriel Ruiz-Ortega

Se ha hablado mucho de la Generación perdida y su influencia en los narradores del boom, y es conocida la influencia de James Joyce en la obra de William Faulkner. Se ha hablado poco, sin embargo, de la tradición de la que se nutrieron Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway (miembros de esa generación) y Faulkner. ¿Podría mostrarnos un panorama de esta tradición muchas veces soslayada?

La literatura norteamericana tiene una tradición de enorme valor y densidad desde muy pronto en el siglo diecinueve. Hay que recordar que hacia mediados de ese siglo ya han escrito su obra Nathaniel Hawthorne, Emily Dickinson y Edgar Allan Poe. Walt Whitman, que nace en 1819, escribirá su gran obra a todo lo largo de ese siglo. Por otro lado, Moby Dick —a mi juicio uno de los mejores logros de una novela en cualquier época—, aparece en 1851. Moby Dick, un libro dedicado a Nathaniel Hawthorne, es en cierto sentido un gran ejemplo de un tema muy norteamericano, pues tiene que ver con el descubrimiento que los colonos hacen de la naturaleza y su necesidad de doblegarla y vencerla. El capitán Ahab tiene por el monstruo marino una fascinación que lo lleva a buscarlo en el mar. El mar, como la naturaleza en los ensayos de Emerson y Thoreau, es una zona misteriosa, excepto que el misterio de Melville es un misterio maligno, similar al de Hawthorne. Su épica se ubica en el contexto de un país que descubre la naturaleza que lo rodea y que la imagina como una fuerza maligna y todopoderosa. A su vez, el capitán Ahab es un ejemplo norteamericano de un país en expansión: expresa el apogeo de la voluntad.

El libro fue recibido con indiferencia, como ocurre con algunas obras maestras, y Melville se dedicó a escribir las Piazza Tales. Una de ellas, la ahora famosa “Bartleby, the scrivener”, es la versión contraria a la épica de Ahab: si éste representaba el apogeo de la voluntad, Bartleby expresa el valor escéptico de la inactividad. “Bartleby” es la historia de un copista que contesta a todos los pedidos de su jefe con una frase hoy famosa: “Preferiría no hacerlo”.

Melville es el autor, a la vez, de la gran épica basada en la locura perversa del héroe y de la pequeña gesta lúcida pero absurda del escéptico moderno. Esa doble tradición es esencial porque del “lado Moby Dick” de Melville surge gran parte de las novelas de Steinbeck (Las uvas de la ira es también una gesta de los desposeídos) y por supuesto las historias del mar y de la guerra de Hemingway. Sin embargo, del “lado Bartleby” de Melville surge una tradición moderna que prefigura por cierto a los personajes de Kafka y de Beckett en Europa pero que en la literatura norteamericana ha encontrado su expresión en Carver y Richard Ford. En esta tradición, la figura de Sherwood Anderson es esencial. Aunque no fue un gran escritor, Anderson fue una figura importante tanto para Faulkner como para Hemingway, aunque ambos después renegaron de su influencia.

¿Considera que la permanencia en Europa por parte de los integrantes de la llamada Generación perdida fue clave para insuflar con nuevos aires, ya sea temáticos o estilísticos, a la narrativa norteamericana?

Europa siempre ha sido una tentación para la literatura norteamericana, un rasgo que comparte con otras literaturas periféricas como la rusa y la latinoamericana. El gran escritor americano que vivió en Europa fue sin duda Henry James. Fitzgerald fue en cierto sentido un escritor más europeo que Hemingway, pues Jay Gatsby podría haber sido hasta cierto punto un noble inglés en una mansión antigua. Sin embargo hay un elemento que hace de Fitzgerald un escritor norteamericano: la pasión que siente por el dinero. Para Fitzgerald, como para parte de la tradición norteamericana, el dinero no sólo es social sino también moral. Quien lo tiene es superior.

En una ocasión Fitzgerald le dijo a Hemingway que los ricos son personas distintas. Sí, tienen más dinero, contestó Hemingway. Lo que quería decir Fitzgerald era obviamente que pertenecían a un nivel superior. Ahora se ha sabido que Fitzgerald intervino decisivamente en la forma final de Fiesta, que para mí es una gran novela. Fitzgerald le dijo a Hemingway que suprimiera la primera parte del libro, lo que Hemingway hizo, logrando así que fuera un comienzo mucho más natural. Hemingway siempre negó esa participación de Fitzgerald, pero los papeles descubiertos a su muerte prueban la participación de Fitzgerald.

Volviendo a la pregunta, creo que lo que más le interesaba a Hemingway de Europa y del África era la muerte: los toros, las guerras, los safaris peligrosos. Fitzgerald estaba interesado en la fineza y en la cultura, que él consideraba no tenía a su alcance en Estados Unidos.

Por la temática de la denuncia social que se deja ver en las novelas de John Dos Passos, ya sea apelando al uso de monólogos interiores y fragmentos de canciones vernaculares  o por ese afán de registrar toda una época, y siendo él uno de los autores más mentados pero a la vez menos leídos, ¿hasta qué punto cree que Dos Passos pudo influir en narradores tanto americanos como europeos?

Dos Passos está presente en muchos escritores pues su influencia es más importante a mi juicio que su obra. Creo que nadie ha dado tanta vida a una ciudad como él lo hizo en Manhattan Transfer. Sus novelas pueden parecer hoy farragosas y demasiado extensas, pero la inclusión de lemas publicitarios, la reproducción de la atmósfera de una estación de autobús, el ruido de la calle, todos estos elementos están en él, y en gran parte de las obras urbanas que se han escrito luego en la América Latina y en Estados Unidos.

¿Cómo —y en quiénes— se puede apreciar la influencia de los narradores norteamericanos en nuestra tradición?

Bueno, creo que Faulkner es muy importante en la obra de Carlos Eduardo Zavaleta, que ha sabido adaptar sus técnicas a una realidad local. Las sagas familiares de la obra de Miguel Gutiérrez también tienen influencia de Faulkner. Hemingway y sus épicas personales están muy presentes en el estilo y los personajes de Guillermo Niño de Guzmán. Salinger y Fitzgerald, con su simpleza llena de poesía, aparecen claramente en los cuentos de Fernando Ampuero. Carver y Ford aparecen en los interesantes cuentos de Giovanna Pollarollo. Henry James ha sido siempre un ejemplo para Alfredo Bryce, no en su estilo por supuesto, pero sí en su concepción de americanos en Europa. Para James, el descubrimiento de lo americano en sus personajes se da cuando viven en Europa; un descubrimiento que muy bien podría ser el de los personajes de Bryce. Creo también, que Faulkner es un autor esencial en gran parte de la obra de Vargas Llosa aunque sin embargo creo que no coincide con su metafísica. Para Faulkner el destino de un personaje está marcado de antemano, mientras que los personajes de Vargas Llosa son precisamente los que buscan liberarse de su destino.

Vladimir Nabokov es un autor que escribió en inglés gran parte de su obra. Todos lo conocemos por Lolita, pero nos gustaría que nos hable de la trascendencia de Pálido fuego.

Tengo un recuerdo muy lejano de Pálido fuego pero creo que Lolita es una de las más grandes novelas que se han escrito en Estados Unidos. Nabokov es el ejemplo de un escritor moderno que nace en Rusia, asume el alemán cuando vive en Berlín y luego el inglés, idioma en el que escribe toda la última parte de su obra. Lolita, que su esposa Vera salvó alguna vez de las llamas, es sin embargo la novela de un escritor que busca ser insertado en la tradición norteamericana de la novela “on the road”, es decir ‘en la carretera’, un género muy común en la novela y el cine norteamericanos. Al final de su vida, sin embargo, Nabokov se dio cuenta de que era un europeo. Vivió los últimos dieciocho años en Suiza y hoy es, con Conrad, uno de los maestros de la lengua inglesa como idioma aprendido.

¿Cómo ve el panorama de la narrativa norteamericana actual? ¿Qué están escribiendo? ¿Qué autores son los que más lee?

Jonathan Frazer, con Las correcciones, es sin duda uno de los autores más importantes. Los cuentos de Lorrie Moore en Pájaros de América y en Autoayuda me parecen magistrales, lo mismo que toda la obra de Richard Ford y por supuesto la de Raymond Carver. Una cuentista canadiense, Alice Munro, también ha escrito algunos de los cuentos más conmovedores que he leído últimamente. Dennis Johnson, con Hijo de Jesús, es un magnífico escritor. Pero sin duda Philip Roth y William Styron son los autores vivos más importantes.

¿Qué escritores norteamericanos cree que estén más presentes en su obra?


Henry James ha sido para mí una lectura importantísima. Creo que ningún otro autor norteamericano ha descrito con tanta minuciosidad y a la vez tanta intensidad la épica interior. Sus personajes parecen siempre estar destinados a una acción de la que no se sienten capaces, y los procesos de deliberación y de duda a los que se someten están escritos en una lengua obsesiva y lúcida que los hace inolvidables. Su gran tema es un tema moderno: la pasión por la renuncia. Es curioso, porque es el autor de la conciencia pero al mismo tiempo sus acciones están contadas con una claridad visual muy definida. Esta última es la razón por la que se han podido adaptar muchas películas suyas al cine. Recuerdo mucho mi impresión al terminar mi primer libro suyo, Los papeles de Aspern. Desde ese día he leído todo lo que he encontrado sobre él, que es mucho, y lo releo de vez en cuando. Siempre ha estado a la altura de esa primera vez. Cada vez que lo leo, escribe mejor.