SILVIA
1
Con
Silvia también iba a hacer pis debajo de la camioneta vieja de enfrente. Era
una Chevrolet color celeste que nuestros vecinos la habían dejado prácticamente
al abandono. Sólo una vez vi que la echaron a andar, pero apenas recuerdo eso,
tal vez simplemente lo haya soñado. La idea de hacer pis juntos y a escondidas
fue de Silvia. A mí me daba miedo que mamá o los amigos de mi hermano Alberto
o, peor aún, mi propio hermano, nos descubrieran en pleno acto. Pero a Silvia
parecía no preocuparle eso. La verdad que a Silvia no parecía preocuparle
absolutamente nada. Yo, en cambio, me fijaba bien que no hubiera nadie andando
por la calle, ni un perro cerca que nos oliscara.
2
Era
una de esas tardes en que nos tirábamos bocarriba, en la sombra de un pino muy alto
que había a dos casas de mi casa. Nuestro juego era percibir cada ruido, el
canto de un pajarito, el rumor de las hojas de los árboles, y poco a poco
penetrar hasta oír el latido de nuestro propio corazón. A veces nos quedábamos
dormidos en pleno juego, a veces Silvia se aburría y se iba. Y fue así, que
poco a poco se hizo monótono y absurdo aquel juego. Aquella tarde cuando Silvia
se dirigía sin ganas a la sombra del pino, le pregunté que si quería ir a ver a
la gitana vieja que hacía días se sentaba en la esquina. Pero ella no quiso. A
Silvita también le habían advertido que no jugara por esa esquina de la calle
porque sino los gitanos se la iban a llevar.
3
Silvia
era delgada, ligera, con el cabello negro y lacio que se convertía en música
cuando corría. Yo era un niño muy callado. Mi madre al comienzo pensaba que era
mudo, pero al comprobar que no era así, sino simplemente un niño muy
silencioso, empezó a darme a escondidas un poquito de vino para que me animara
a hablar. Eso era antes de conocer a Silvia. A veces mamá no se daba cuenta de
la presencia de ella cuando se aparecía en la casa. Como nuestra puerta, igual
que la de todos los vecinos, casi siempre paraba abierta, Silvia entraba
despacio y llegaba hasta el jardín de adentro donde toda la mañana yo no hacía
más que jugar con los pollitos. La primera vez, Silvia me preguntó dónde estaba
la mamá de los pollitos y si cuando crecieran los íbamos a comer. Yo le
respondí que luego de poner los huevos, en aquella cajita de cartón donde
dormían, de pronto se fue volando como llamada de otro mundo. La verdad era que
a los pollos mamá los adquirió cambiando botellas vacías y periódicos y
revistas viejas. Mi hermano Alberto decía que los pollitos eran de él, por eso
yo jugaba con ellos sólo por las mañanas, cuando él se iba al colegio.
4
La
anciana tenía una herida entre la mejilla izquierda y el mentón, y cantaba en
voz baja. Nos preguntamos qué le habría sucedido. No era una herida grande, era
más bien como un raspón que le había hinchado ese lado de la cara. Su herida,
su cabello blanco, el movimiento de sus labios, le daban aún más misterio. Nos
miramos Silvia y yo, escondidos en las plantas, sabíamos en ese momento que
estábamos pensando lo mismo. Ella dijo “tú primero”. Yo volteé a mirar a la anciana
que parecía esperarnos. Salí entonces de los granados; luego ella, igualmente
con miedo, pero atraída como si la gitana nos estuviera llamando con una
oración. Lentamente nos acercamos a la anciana aún con temor de que nos echara
a gritos y pedradas. Pero la anciana ni nos miraba, sus ojos seguían un curso
ancho e infinito por la calle de los gitanos. Ella continuaba con su canto, un
canto melancólico. ¿Señora?, le dijo Silvia, y la gitana dejando de cantar
volteó hacia nosotros, nos quedó mirando a ambos con una sonrisa muy dulce. Ni
un minuto pasó cuando de pronto cambió su rostro, era como de tristeza, de
mucha tristeza; nos extendió una mano arrugada que llevaba sortijas y
brazaletes, y nos echamos a correr. Silvia se metió a su casa. Y yo, en la puerta
de mi casa, me quedé un rato a pensar.
5
Estábamos
construyendo una casita para los pollos, con piedras, palos y ladrillos rotos
que se desprendían del muro del jardín de mi casa. Íbamos haciendo el techo,
casi lo teníamos acabado en el momento en que a Silvia se le soltó un ladrillo
que al instante mató a un pollito. Ella lloraba como si me hubiera matado a mí.
Le pedía que no llore, que no se preocupara; le prometí que no le diría nada a
nadie, nadie se iba a dar cuenta. Enterramos al pobre animalito en una esquina
del jardín, junto a las sábilas. Silvia insistió en ponerle una cruz, y así lo
hicimos, con una cruz hecha de dos palitos de nuestros chupetes amarrados con
la cinta blanca con la que ataba sus cabellos. Felizmente mi mamá no dio tanta
importancia al pollo desaparecido, pero mi hermano no paró hasta encontrar a su
pollo enterrado. Me pegó a sus anchas cuando “le confesé” que sin querer yo
había matado a su querido animal. Más tarde, luego de haberme encontrado
llorando, mamá le pegó a él.
6
Decidimos
llevarle frutas. Yo saqué una manzana y Silvia un mango. Escondidos entre los
granados la veíamos cantando como siempre. Parecía saber que la observábamos;
es más, parecía que nos esperaba. No hablaba con nadie, y nadie se le acercaba.
Ya no nos daba miedo. Desde que Silvia mató accidentalmente al pollito, ella y
yo dejamos de jugar. Sólo pensábamos en la vieja gitana. Nos sentábamos en la
vereda de la puerta de su casa. Sabíamos que estaba en la misma esquina,
aguardándonos. Entonces corríamos a verla. Con ese ritual de las tardes fueron
pasando unos días, hasta que yo primero me animé a salir de las plantas, y
atrás Silvia, así como la primera vez. La anciana nuevamente nos sonrió y
aceptó las frutas sin cambiar de expresión como la vez anterior. Empezó a comer
la manzana y el mango lo guardó en su falda. Silvia y yo nos sentamos a su lado
sin saber qué hacer o decir. De pronto la anciana, terminando de comer, comenzó
a halar en un idioma que sonaba como a cascada. Era su idioma de gitana y se oía
bonito. Luego calló y nos volvió a sonreír. Así en silencio se levantó y de un
bolsillo sacó un objeto pequeño y lo puso en las manos de Silvia. Después dijo
algo, seguramente despidiéndose, y se fue hacia arriba en dirección a la calle
de los gitanos. Silvia estaba llorando, era la segunda vez que la veía llorar,
y su llanto le hacía todavía más bonita. Abrió sus manos, y vio lo que le había
dado la gitana: un caracol seco, sólo era el caparazón de un caracol.
7
Después
de lo del caracol de la gitana, Silvia definitivamente ya no quería jugar con
nada. No volvimos a tocar el tema, ni siquiera para preguntarnos por qué ya no
había vuelto a sentarse en la esquina. Por eso no le pregunté qué había hecho
con aquel caracol seco. Sólo durante tres días, a la misma hora en que siempre
íbamos a ver a la anciana, corríamos como por instinto para cerciorarnos de que
ya no iba a volver nunca más. Después de ir a hacer pis bajo el Chevrolet, nos
sentábamos en cualquier lugar de la calle, nos mirábamos en silencio e
impulsados por una fuerza extraña corríamos a escondernos entre los granados
para sólo encontrar una esquina vacía.
8
Silvia
se fue con el verano. Mamá me decía que iba a volver pronto, que la tía de
Silvia le había dicho que los padres de Silvita estaban buscando una casa muy
cerca para venirse a vivir todos juntos, y que Silvia empezaría a ir al colegio,
aquí, y a lo mejor iríamos ambos a la misma escuela. Todo eso me decía mi
querida madre para que no me preocupara, para que yo no siga llorando cuando mi
hermano y sus amigos me fastidiaran con lo mismo, para que no me sentara en la
vereda de la puerta de mi casa a pensar. Silvia no se despidió de mí,
seguramente no supo que ya tenía que regresar a su casa. Sus papás habrían
venido por la noche desde aquella lejana tierra que decían que era un desierto,
y por la mañana se la habrían llevado... Ahora, cada vez que la recuerdo vuelvo
a hacer un dibujo, siempre vuelvo al mismo dibujo, y espero que me salga a la
perfección. Es para regalárselo cuando vuelva. Silvia está en la vereda
sonriendo, lleva una faldita escocesa, una blusa blanca, en la vereda hay un caracol
y al fondo de la calle un sol que se va por encima de la vieja camioneta
Chevrolet y los árboles y las casas que ya no existen.
LA CHICA MÁS FEA DEL MUNDO
Me senté en una banca
de la avenida Colmena, la avenida del
cloro eterno como la llamaba un joven poeta que conocí y que terminó
matándose arrojándose a un tren en Buenos Aires. Yo estaba ebrio, sentado en
esa banca, tranquilo, deleitándome con el devenir de las cosas entre los
noctámbulos, insomnes como yo; quizás muy dentro de mí deseaba caer en ese
devenir absurdo, siempre tuve esa tendencia. Los minutos pasaban tranquilos
hasta que una chica hizo su aparición. Primero sentí su presencia atrás de la
banca, luego sus pasos en círculo, finalmente se situó frente a mí. Contra todo
lo que se dice, yo no soy una persona demasiada huraña. Por eso no me molestó
que ella me tapase la visión sórdida de la avenida. Levanté la mirada y me
sorprendió lo que vi. Era la muchacha más fea que había visto en mi vida. Sin
decir nada, lo primero que hizo fue invitarme un cigarrillo. Yo lo recibí
atraído por alguna extraña fuerza, estupefacto. Me lo puse delicadamente en la
boca, sin quitar la mirada a ese rostro verdaderamente grotesco. Luego ella
sacó una caja de fósforo y lo encendió. Noté que tenía vellos largos en el
dorso de la mano. Temerosa la muchacha, que tendría como unos veintidós años,
se sentó a mi lado. Su pelo negro, grueso y sucio, se le caía por la cara. ¿De
dónde habría salido esta criatura?, me preguntaba desde el fondo de mi borrachera.
¿Algún demonio, aún desconocido para mí, me la habrá mandado?, buscaba una
explicación.
HISTORIA DE AMOR Y DE CANÍBALES
En mí todo era hambre,
el mismo hambre de las moscas y los zancudos, la misma delectación de la carne
y la sangre. De un solo bocado quería devorar toda esa miseria que circulaba
por la ciudad a esas horas de la noche. Por eso envidiaba la antigua
concupiscencia de las ratas, su estoica destreza para suplir la luz por la
náusea y sus bazofias. Cada noche enterraba lo que quedaba del amor después de
haberme saciado. Enterraba unos mechones de cabellos, algunos huesos, los más
gruesos y duros como el sacro, el coxis, el iliaco, el omóplato, el fémur y el
cráneo. El amor, comprendí, era ese hambre insaciable de los caníbales. Era tan
natural amar como era cotidiano abrir por la mañana la refrigeradora y sacar
una botella de leche antes de leer el periódico. Para conseguir a mis víctimas
mi vida se fue convirtiendo en un adquirir las costumbres del felino. Podía
escoger entre un tigre, un león o un leopardo. Pero aquí empieza la historia,
porque ninguna de aquellas bestias pude ser cuando conocí a Virginia. La
historia, llamémosla así, mi historia con Virginia, empezó en una de esas
discotecas del centro de la ciudad adonde solía ir para encontrar el amor.
Miserables discotecas que funcionaban en viejas casonas.
YOKNAPATAWPHA
Una malla de metal a cada lado de la masa cóncava de
concreto, los postes de luz naranja, los letreros de color verde; cada vez que
Camilo volteaba a ver el puente poco quedaba de éste, era como el esqueleto de
una nave hundiéndose en la noche; lo último que se veía eran las banderas de
cada país, la de Estados Unidos para este lado, y por el otro la de México. Lo
cruzaba con la certeza de que sería la última vez, como si un fuego que había
demorado en encenderse haya devorado el paso cortando el regreso. Dejaba Ciudad
Juárez al otro lado de la frontera como tantas veces la había dejado: esa
imagen viva de una multitud semejante a la de su ciudad lejana, igual de
estrepitosa, muchísimo más al sur de América. El silencio del downtown ahora lo iba introduciendo a la
ilusión de una nueva vida, o más bien le proporcionaba una perspectiva
diferente, una distancia, una mirada fría. Las tiendas cerradas, la basura
puesta en los postes de luz en espera de ser recogida, los semáforos
funcionando para unos dos o tres carros que circulaban a esa hora; esa ciudad
desierta en medio del desierto le había revelado, sin que él lo deseara, su
verdadero rostro.
El Paso no era una ciudad muy literaria. Antes de arribar, Camilo sabía de ella lo que había encontrado en William Carlos Williams, Jack Kerouac y Carlos Fuentes. Una ciudad pequeña, rocosa, llena de cactus, habitada por chicanos y viejos vaqueros aún medio perdidos en el desierto, como si sólo por cansancio hubieran decido quedarse y siguieran buscando un rumbo. Camilo había llegado legalmente a esta ciudad como tantos hispanos jóvenes que llegan a los Estados Unidos; es decir con una beca de estudios, que la consiguió sin tener mucha fe en ella, aunque esa falta de fe era ya una característica de su persona. Sea como sea, llegó con el propósito de hacer una maestría en dos años y medio, y con el afán de realizarse como escritor, empezar por fin la novela que hace tiempo deseaba escribir y que su ciudad natal no le permitía. En otras palabras, se estaba dando otra oportunidad; la última, se decía él mismo.
La soledad que requería la halló en esta
ciudad fronteriza. Soledad a la que sorpresivamente le costó acostumbrarse, y
que le costó conseguir después de intentarlo en diferentes viejos departamentos
que alquilaba cerca de la universidad. Secretamente y no exento de auto ironía
y auto complacencia, como muchos de sus monólogos, Camilo quería seguir la línea
huraña de Faulkner, Salinger y Cormac MacCarthy, esa era su imagen del
desierto. Se decía amargamente a sí mismo: “me apartaré de todos, ahora sí,
sobre todo del fantasma de Claudia.” Otras veces alzaba el tono: “te di mi
corazón, Claudia, y lo arrojaste al río Grande para los coyotes; vendiste mi
cuerpo a
Esa noche en que regresaba a su departamento,
luego de atravesar el downtown, ahora
sobre el puente Yandehl, arriba del Free
Way, otra vez se encontraba con ese edificio que parecía abandonado a pesar
que veía siempre algunas luces encendidas adentro (cosas así le daban un
sentido de pertenencia a esta ciudad). Camilo decidió pararse un rato en el
puente. La carretera abajo le recordaba
Antes de doblar por River, para entrar
al callejón donde vivía, decidió ir derecho por
Otra vez camino a su departamento, llevando la bolsa de cervezas y provisiones, Camilo levantaba la cabeza para ver, de rato en rato, las estrellas. En esta vez ya no deseaba que alguna bala perdida le atravesara el pecho. Era cierto que las estrellas siempre estaban allí, desde pequeño, nunca lo habían abandonado durante esas noches inmensas de asombro; y lo mismo la luna, allí, lacrimosa, delicada, pero cerca de él, como la sentía. En esa noche su corazón volvía a estar donde siempre había estado, en ninguna parte; se reconoció levemente allí en ese cielo, mientras caminaba en una ciudad petrificada en el desierto, cuyo nombre lo decía todo; sólo la ciudad era otra, pensaba, pero eso qué importaba al fin y al cabo. Sin darse cuenta empezó a tararear una vieja canción de su infancia, una vieja balada en español que cantaba de niño cuando hacía a pie el trayecto a la escuela. Dentro de sí, ahora a sus treinta años, sabía que había conquistado por fin ese inaccesible castillo de la soledad.
El destino le había jugado cosas
semejantes con anterioridad, es por eso que, tras doblar la esquina para entrar
a
Hacía muchísimas noches había visto en
el jardín interior de la vieja casona rosada donde había vivido _ allí donde la
manager le dijo que Pancho Villa se
hospedaba, que en la época de
Cuando despertó Camilo al día siguiente _ luego de que sus ojos encontraran el techo blanco de su habitación, en ese breve umbral a la salida del sueño _, se dio cuenta que a su lado izquierdo había una mujer desnuda, durmiendo plácidamente, dándole la espalda; su negro cabello largo recogido hacia delante hacía notar un pequeño lunar en la nuca. Lentamente giró la cabeza ciento ochenta grados hacia el otro lado, casi con dificultad levantó la cortina de la pequeña ventana y vio sorprendido una mañana nublada, glacial, que apenas se podía distinguir por lo opaco que estaba el cristal. Entonces recordó casi todo. Veía por la ventana lo que no podía ver afuera debido al invierno que había llegado de la noche a la mañana. Habían tomado esas latas de cerveza y la botella de tequila que tenía hasta la mitad, sobra de la última fiesta que hizo en su casa, una semana atrás, y desde la cual había estado casi sin salir, sin ver a nadie. Ella tenía 24 años, venía desde Guatemala, y había logrado cruzar la frontera junto a otros mojados. Una vez en el downtown, escabulléndose entre los trenes, cada uno tomó un rumbo diferente, y sin más orientación que sus ganas de no volver atrás ella llegó hasta la puerta de Camilo.
Estaba tratando ahora de recordar si el primer beso llegó antes, durante o después del primer baile, cuando sonó el teléfono. Era José, el amigo pocho que le había ayudado a encontrar ese departamento, quien le había presentado a la señora Shyela, la dueña de la casa. Sólo llamaba para hablarle del clima, y de paso animarlo a ir juntos a Juárez, “para inaugurar el invierno con unos tequilas”, así le dijo con su español gringo. Pero Camilo le dijo que no, que aún no le daban el carnet de la universidad y no podía correr el riesgo de ir a Juárez. Le mintió por la única razón de no saber qué hacer ahora con Sara. Iba a empezar a deliberar sobre ese asunto, en el momento en que ella se volteó y mirándolo le dijo “hola, buenos días”; luego hizo una sonrisa con un suspiro hondo, y después cerró los ojos. El deslizó suavemente su mano derecha por la cadera, luego descendió por la cintura, recorriendo cada costilla hasta agarrarle un seno con delicadeza, como si hubiera cogido dormida a una paloma: un peñasco donde se paró a mirar la llanura del desierto, imaginó Camilo cerrando los ojos. Sara con los ojos entrecerrados empezó a besarlo, mientras que él con la mitad de su cuerpo encima de ella trataba de acomodarle las piernas.
Apenas salieron de la cama para preparar algo rápido, comer los tacos que ella había hecho o beber los tragos que sobraban, o para ir al baño. Recién se hacía notar la falta de calefacción. Sara le había contado que quería llegar hasta Amarillo, un pueblo al norte de Texas, allí tenía una tía que la estaba esperando. Pero antes ella tenía que arreglárselas sola para llegar hasta allá. Si ahora lograba burlar a la policía de carreteras, ya todo sería fácil. Camilo, en cambio, ya tenía su boleto a San Francisco (lo compró anticipadamente para no tener que postergar una vez más su viaje) y sólo tenía la dirección de un amigo de su padre para acudir en caso sea necesario. Estaba con resaca y con frío. Se preguntó si esos viejos buses del Greyhound tendrían calefacción, nunca había viajado en temporada fría. No tenía muchas pertenencias, así que antes de salir recién iba a hacer su maleta. Lo mismo Sara, que apenas cargaba una mochila pequeña.
_ Voy a tomar un bus o, mejor aún, conseguir quien me lleve en su auto. _ Le soltó a Camilo en un momento de la conversación. Sara era mucho más bonita de día, eso notó Camilo al verla salir del baño caliente; sus enormes ojos pardos jugaban con la negra cabellera ensortijada y la piel morena. Los labios carnosos que él mordía sin resistencia cada vez que deseaba, fueron embriagándolo como nunca antes había sucedido después de Claudia. Es por eso que le dijo a Sara que podía quedarse con él unos cuatro días más, el día en que él también tenía que dejar la ciudad. Ella aceptó y le dijo bromeando: “a ver quién llega antes a su destino”; Camilo tomó aquello que parecía un desafío, más bien como la señal de Sara de darle y darse buena suerte ante la adversidad a que ambos iban a enfrentar, y por separado, legal e ilegal; pero también él notó rápidamente que había un error en lo dicho por ella, porque no era cierto que él tenía un destino. San Francisco era una opción que la había barajado entre otras tantas que al final resultaron ser la misma.
Regresar a Perú era la última opción; pero ni siquiera la consideró a la hora de decidirse. Ni loco vuelvo allá, le decía a Sara; aunque cuando decía eso recordaba las veces que borracho decidía dejarlo todo y volver. Pero no era precisamente por volver a su tierra, sino por encontrarse con su familia, con unos cuantos amigos y con ciertas cosas de “ese país” como lo llamaba con amargura, con resentimiento, con frustración. Lo que un poco ayudó a no doblegarse era que en la misma situación habían estado sus amigos de la universidad. Todos ellos, mexicanos, chilenos, hispanos en fin, odiando a “este país” pero resignados a tratar de quedarse en él para no tener que volver a la jodida vida de antes. Es por eso que Camilo se aferraba a la idea de Yoknapatawpha de Faulkner o a la ruta 66 de Jack Kerouac o a los subterráneos de Lou Reed. “Vamos a comprar cervezas”, le dijo a Sara. Ella respondió con una negativa, era peligroso caminar, la podían detener, pedirle papeles, y encima Camilo resultaría perjudicado por acoger a una mojada. Pero Camilo la convenció, quería en esa segunda noche, con el frío recién anclado, caminar con ella siquiera esa pequeña distancia que había entre su casa y el Seven Eleven. “Caprichos, locuras de poeta, nada más”, se dijo ella aceptando su requerimiento.
Al volver, con cervezas, una botella de ron y comida, encontró en su puerta una nota que había dejado su amigo José: “Vine para ir al Camino Real, hoy hay música en vivo, amigos y amigas estarán allá. Tienes que conocer a Milagros. Si te animas, allá estaremos. Pepe. Ah, arregla tu teléfono.” Camilo no entendió por qué le escribió esto último. Por eso, lo primero que hizo fue ver su teléfono, y lo encontró mal colgado; “eso había sido”, le dijo a Sara, quien en ese momento sacaba las compras de las bolsas. “Eso había sido ¿qué?”, le preguntó ella. “No, nada”, respondió Camilo quien ahora colocaba en el equipo de sonido un Cd de los Red Hot Chili Pepper. Haciendo unos pasos de baile se colocó detrás de ella y la abrazó por la cintura. Sara se había puesto un vestido corto, era la otra prenda que cargaba en su mochila. Agarrando cada uno su lata de Miller, ambos se pusieron a bailar la californication canción de los Red Hot. Afuera la noche estaba helada, el viento soplaba fuerte desde la tarde, los perros de la esquina apenas habían ladrado. La señora Shyela casi al anochecer, antes de que salieran, le había tocado la puerta. Camilo tuvo miedo de que alguien le haya venido con el chisme. Pero no, ella sólo había ido a buscarlo para entregarle una vieja estufa. Aquella buena mujer, de cincuenta y tantos años, alta y rubia, era una antigua hippy que se había dedicado a la crianza de sus dos hijos y a enseñar sociología en la universidad. Desde un comienzo le cayó bien aquel joven estudiante que le hacía escuchar viejas canciones de rock y otros sonidos extraños desde aquel pequeño espacio en la parte trasera de su casa, que lo alquilaba siempre a los estudiantes.
Vivir en el segundo piso de un burdel, eso recomendaba Faulkner a todo escritor. Camilo había probado vivir en todo lo que encontraba habitable; desde el sótano, que rentó en la antigua mansión de Pancho Villa, hasta el tercer piso del edificio que quedaba en Upson, frente al free Way. Ahora no tenía nada más que decir adiós a la ciudad de la que prácticamente apenas se movió en esos dos años y medio de estudios. Decir adiós a la avenida Mesa, por donde se iba caminando hasta llegar a la tienda Furrs o al Bar Hemingway’s o al bar King’s X o al Prince Machiavelli’s. Decir adiós a la avenida Yandehl que lo llevaba a los barcitos del downtown o a algunas discotecas de dudosa reputación. Decir adiós al sonido de los trenes que pasaban de noche y que traían a cada rato al fantasma de Claudia. Decir adiós a José, al perro que no lo ladraba, a la lavandería en la avenida Kansas donde conoció a Brenda a inicios de verano. Mientras Morrisey cantaba en el equipo de sonido, Sara contemplaba el rostro totalmente ebrio de Camilo que no dejaba de hablar. Fuera de aquel refugio, el viento hacía horizontal la caída de la aguanieve. Afuera estaba bajo cero, pero adentro ambos desnudos sobre la cama, cubiertos por dos frazadas, bebían una botella de ron mientras Camilo hablaba lo que no iba a recordar al día siguiente, y Sara lo escuchaba como si hubiera entrado a la boca del desierto.
En la última noche la lluvia empezó más temprano, y poco a poco aumentaban los relámpagos, los rayos y los truenos. Aquel día durante la mañana y parte de la tarde bebieron y comieron lo que sobraba de días anteriores. Intentaron salir a dar una vuelta por el parque, a eso de las cuatro de la tarde, pero el frío, el granizo y el viento eran demasiado. “Si sigue el frío de esta manera, nunca vamos a salir de aquí”, dijo Sara ya de noche mirando por la pequeña ventana de la sala que daba a la calle; Camilo al parecer no la escuchaba, sentado en el sofá con un vaso de tequila, su mirada estaba concentrada en el cuerpo de ella, quien, vestida con la ropa de él en el otro sofá, se peinaba el cabello y miraba de rato en rato por la ventana. El teléfono sonó, él no quiso contestar, se paró y se fue al baño; dejó que la grabadora lo haga, era José: “Te llamo desde Ruidoso _ le dijo _, estoy con Milagros, ya te cuento todo mañana cuando vuelva. Bye.” La lluvia amainó a eso de las ocho de la noche, pero los relámpagos y los rayos con sus truenos parecían estar cada vez más cerca. Sara no se aguantó más y abrió la puerta: “¡Mira, Camilo!”, lo llamó. El, que estaba meando en el baño, salió a ver qué cosa era. Los truenos y rayos estaban arriba de ellos; cada vez que se encendía el cielo, ella temblaba de miedo. “Camilo, me asusta”, le dijo y lo abrazó. Camilo estaba fascinado por los rayos que se acercaban y bajaban más y más, y lo mismo por los relámpagos que convertían en espectros las casas y los árboles. “Parece una guerra”, dijo él extasiado, y prosiguió: “o tal vez es la guerra que ya empezó.” Al entrar y cerrar la puerta se vieron con sus cuerpos mojados; se sentía que los rayos caían entre los árboles de las casas vecinas. Se quitaron lo que llevaban puesto, extrañamente no tenían mucho frío o era que ya se habían estado acostumbrando al invierno. Así desnudos se metieron en la cama, se taparon con las dos frazadas e hicieron el amor. Al rato, tras oír un rayo que cayó en el jardín, a unos cuatro metros nada más, Camilo se asomó por la ventana junto a la cama. Bajo el fin del mundo había que encontrar el silencio de los perros, o en todo caso esperar a que mañana amanezca mejor.
Camilo fue a devolver las llaves a la señora Shyela. Se despidieron con un abrazo. “Qué loco es el clima aquí _ había dicho ella tratando de animarse _;después de lo de anoche, ahora el día está increíble.” Luego él volvió a su departamento, no pudo evitar sentir un poco de tristeza; Sara lo esperaba sentada, con la mochila tapando sus muslos que el vestido corto, si no hubiera estado allí la mochila, hubiera dejado ver. “Ya nos vamos”, le dijo él. Antes de salir, la detuvo en el umbral y le dio un beso; ella soltó la mochila y lo abrazó. Al cerrar la puerta dejó un sobre adherido a la madera, en él decía: “Para ti, Pepe”. Era su forma de despedirse; José habría de tardar en entenderlo. Caminaron rumbo a la estación del Greyhound. Camilo arrastraba su maleta con ruedas. Los perros le dieron sus últimos ladridos, entre ellos había uno que sólo lo seguía con la vista guardando silencio. La ciudad había recobrado su semblante, a pesar de dos árboles caídos por ahí, cosas regadas por las calles; el clima, nada comparado con los días anteriores, parecía haberse apiadado de los dos. Doblaron calle abajo por Yandehl, ya llegaban al puente sobre el Free Way. Iban sin hablar, a ratos Camilo silbaba alguna canción y ella lo miraba con una sonrisa. Eran los únicos caminantes en todas esas calles de El Paso.
Ya desde el puente se podía ver el color ladrillo de la estación del bus; Camilo dándose con Sara el último beso antes de subir al bus, despidiéndose los dos de esta ciudad. Lo había pensado bien, ya lo había decidido; lo había visualizado de muchas maneras entre rayos, relámpagos y truenos la noche anterior. Descartar la idea de quedarse en El Paso, tal como estaban, hasta que se agote el dinero, hasta que tengan que huir, era lo adecuado. Lo otro, que era ir a Amarillo como ella quería, un pueblo seguramente semejante al que dejaba, tal vez no era lo mejor para él. Camilo se vio, entonces, entrando al Free Way, doblando por otra carretera, cruzando condados, pasando Tucson, deteniéndose en grifos a mirar el crepúsculo rojo en el horizonte de montañas, luego volviendo a atravesar desiertos, letreros, carros abandonados en la carretera, coyotes, mientras en sus audífonos escuchaba a Creedence Clearwater Revival, a The Smashing Pumpkins, y de noche llegaba a Los Angeles; luego al amanecer del otro día entrando a San Francisco, con la música de The Cramberries en las orejas, con la voz de Sara repitiéndole “te quiero”, con su voz también diciéndole a ella “te quiero”; después imaginando la cara de José al leer la carta que le dejó, carta a la que puso por título Yoknapatawpha, donde le narraba, a modo de un cuento, sus últimos cinco días: su boleto recién comprado, lo de Sara y lo que había decidido finalmente.
“Sí, hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de José al leer esto”, así concluía.
EL
PRÍNCIPE
Habían pasado tres meses desde aquella mañana en que
me fui de guardafrenos del tren de
Estaba en una cantina en el mismo mercado del Centro de Juárez, bebiendo vaso tras vaso de tequila, entre aquellos norteños. Afuera, la tarde no tenía ganas de irse, ese sol buscaba la manera de seguir iluminándonos con todas sus variantes y tonos de colores, ayudado por el viento fresco de las seis. Hacia el otro extremo de la barra había un tipo de unos cincuenta años, con barba de unos días, y el cabello crespo, largo y mal peinado con gel. Se parecía a José José. ¿Y si de verdad es José José?, me dije. Era idéntico, a pesar de esa barba y la cabeza gacha, bebiendo triste en ese rincón. De rato en rato levantaba la mirada a cualquier punto donde no había nada, farfullaba algo y volvía a agachar la cabeza. Carajo, es José José, dije. Entonces se me ocurrió ir a la rockola, echar una moneda de diez pesos y poner tres canciones: «Gavilán y Paloma», «Buenos días Amor » (canción que puse más que todo por estar pensando en Claudia) y «Amor Amor». Me senté cómodamente esperando ver algún gesto o actitud que lo delatara. Acabó la primera canción y nada. La segunda, levantó la cabeza, pidió otro tequila y siguió ensimismado. Yo ya me estaba haciendo la idea de que todo había sido una equivocación. Pero vino la tercera y, pobre, supo que lo había descubierto, allí, en aquel antro miserable de la frontera. Me miró desde su rincón y me hizo una señal para que lo acompañe. Con esa voz nasalizada y ronca por el alcohol, me dijo. «Amigo, no sé quién seas tú, pero tú ya sabes quién soy, así que mejor siéntate aquí antes de que alguien más se entere.» Nos acabamos todo el tequila que había, arrasamos con el mezcal, vaciamos el whisky, mandamos a pedir que traigan más tequila. El me decía que venía de un centro de rehabilitación de Los Ángeles, que una mujer que era un ángel lo había ayudado a costear el gasto de aquel centro, pero tal como apareció de la nada se había ido. Yo le contaba de mi Claudita («¿será por eso, por lo que ahora estoy triste?»). Desde chico siempre había soñado emborracharme y cantar junto al Príncipe. Al comienzo no me atrevía a pedirle que cante conmigo, pero luego no fue necesario ni pedírselo. Pepe se puso tan pedo (huasca, borracho) como yo, que ya éramos patas (cuates, amigos). Y, es más, luego de haberle hecho la imitación de aquella escena de su película con Christian Bach (cuando sale al escenario tan borracho que interrumpe la primera canción y dice: «dispénsenme, pero ustedes me merecen muchísimo respeto, no puedo seguir cantando, adiós»; sale del escenario y se cae), hasta me dijo que era su carnal (su pataza, su chocheraza, su brother). «Tengo ganas de cantar, Camilo», me dijo luego de un breve silencio. Yo me eché un seco y volteado, golpeé el vaso en la mesa, lo miré a los ojos, le puse una mano en el hombro y le dije: «Está bien, sólo porque me has caído bien dejaré que cantes conmigo»; él se cagó de la risa. Pero mira, Pepe, le dije, si empiezas a cantar todo el mundo aquí va a saber quién eres. («Tienes razón, Camilo», me dijo). Mejor voy a poner en la rockola unas canciones tuyas, así con tu voz allí y el volumen nadie se va a dar cuenta. («Ok»). ¿Ah, me dejas escoger las canciones? («Órale, güey»). Empezamos con «Lo Pasado Pasado», luego con «Lo Que un Día Fue no Será», y después con «Si Me Dejas Ahora...»
Tenía dinero para cantar mil canciones más, tenía ganas de seguir cantando toda la vida, sentado allí, junto a la rockola; aún cuando el Príncipe se había ido, yo tenía ganas de cantar y cantar aún cuando sabía que definitivamente Claudia se había ido.