Edgardo Rivera
Martínez
Entrevista realizada por Fernando
Toledo, Ana María Falconí y Miguel Ildefonso
¿Cuán difícil es
ser escritor en el Perú?
Sí, es difícil ser escritor en el
Perú. La educación pública ha decaído mucho, se lee muy poco, el libro es caro,
y por añadidura está el problema de la piratería. La cultura no interesa, salvo
pocas excepciones, a los políticos, a los neoliberales. La literatura y el arte
importan muy poco, salvo en ciertos casos, a los medios de comunicación.
¿Tuvo un momento en
que se cuestionó seguir hacia adelante?
No, nunca sentí que debía abandonar
la escritura de creación.
¿Cómo ha conjugado,
entonces, la docencia, la investigación y la vida diaria con la escritura
creativa?
Me las he ingeniado para conciliar
su ejercicio con la docencia, en los tiempos en que fui profesor universitario,
y ahora con la traducción y los trabajos de asesoría. En mi caso se agrega,
además, el problema de la opción que, por razones de temperamento, he elegido,
esto es, una opción lírica, lo cual quiere decir que no me puedo sentar a
escribir en cualquier momento. No tengo, pues, la facilidad que se ofrece a
quienes trabajan en un línea racionalista, objetiva, semejante por ello a la
que sigue un ingeniero, y de la cual hay tantos y notables ejemplos. Esa
búsqueda de lo poético demanda una cierta disponibilidad del ánimo, que no
siempre se da.
Durante muchos
años, desde la década de 1970, fue un autor de cuentos y novelas cortas, sea de
corte realista, neoindigenista o fantástico. ¿Por qué en un momento dado sintió
la necesidad de dar el salto a la novela extensa como ocurrió con País de Jauja
(1993)?
En realidad, allá en la década de
1980, comencé a escribir una novela, y después otra, pero ambas quedaron
inconclusas, porque el afán por lograr el lenguaje más apropiado, cercano por
momentos a la música, me imponía un ir y volver a lo largo de lo avanzado, lo
cual, con la máquina de escribir, demandaba mucho tiempo. Y allí quedaron,
inconclusas, una después de otra, esas obras. Las cosas cambiaron radicalmente
cuando pude familiarizarme con las ventajas de la computadora. Me compré una
Apple, a principios de los noventa, y a pesar de ser aquella una época muy
difícil, por circunstancias familiares, por la acción del terrorismo, por la
corrupción, pude dar forma a País de Jauja. Una novela que, en contraste con lo
que fueron esos años, resultó ser una suerte de himno a la alegría.
En buena parte de
su obra, la crítica ha señalado una concepción del mestizaje desproblematizada
y armónica (pienso en varios de sus cuentos, pero sobre todo en País de Jauja).
¿En qué medida cree usted que un mestizaje que apunta a un justo equilibrio entre
la tradición occidental y la andina —y que pasa por alto los conflictos y las
tensiones propios de un encuentro de culturas tan diferentes—, es posible?
En el ser humano coexisten los
impulsos creadores, abiertos, constructivos, con los tanáticos. El encuentro
entre la cultura andina, por un lado, y la occidental y la modernidad, ha sido,
y es aún, en algunos aspectos, un choque doloroso y dramático. Un choque de
civilizaciones.
En mi caso personal, la ciudad en
que he nacido, Jauja, está vinculada por sus orígenes con la leyenda medieval
de una tierra de felicidad, leyenda que siempre tuve presente. Se añade a ello
el hecho de que por más de un siglo fue, gracias a su clima, tan apropiado para
la curación de la tuberculosis, un centro al que acudían enfermos procedentes
no sólo de Lima sino también de Europa. Ello significó un nuevo encuentro, pero
ahora pacífico, enriquecedor, de esas dos diferentes tradiciones culturales.
Pude así, como el adolescente Claudio de mi novela País de Jauja, cultivar y reforzar
mis raíces en la primera, y abrirme a la segunda, muy especialmente en los
campos de la música y de la literatura.
Ese encuentro armónico es, de muy
diversas maneras, una utopía realizable, y ojalá fuera finalmente posible en
nuestros tiempos. Pero no me hago ilusiones, pues tenemos ante nosotros un
mundo globalizado en que la distancia entre los países ricos y poderosos y los
países del tercer mundo se hace cada vez mayor, como se acrecienta la que
separa, en nuestro país, a las clases altas y a los pobres de la ciudad y del
campo. Un mundo fracturado, en que el porvenir se anuncia sombrío.
En “Ángel de Ocongate” se presenta
un sujeto desestabilizado, sin centro, en busca de una identidad, pero que se
termina reconociendo como perteneciente a un territorio múltiple: asume la
carencia de una identidad única, monolítica. Por otra parte, en País de Jauja
se explicita una posición, digamos, opuesta: aquí sí es posible la imbricación
sin problemas y celebratoria de occidente y el mundo andino, y una consiguiente
identidad estable (Claudio como personaje y la misa de difuntos al final de la
novela son ejemplos bastante claros). ¿Cómo concilia, en su obra, estas dos
posiciones tan alejadas una de otra?
Es que en “Ángel de Ocongate” se
superponen interrogantes varias, y, entre ellas, una de orden metafísico. No se
trata de un danzante que simplemente ha perdido la memoria, sino de alguien que
reconoce en sí un estatus antiguo y especial, y se pregunta por qué lo ha
perdido y quién es ahora. En “Amaru”, relato que tiene de un poema en prosa,
habla también y se interroga una conciencia que es mucho más que una emanación
del tiempo y de la ruina, un ser transcultural, por así decir, cuyos orígenes
están, y así lo enfatiza, en el Pamir y el Eufrates, a la vez que en Chavín,
Pucara...
Digamos pues, que en mí, como autor,
y en las particulares circunstancias de mi vida, unas veces ha prevalecido la
pregunta, casi angustiada, por nuestra identidad, y eso se aprecia sobre todo
en mis cuentos; y en otras —pienso en mis dos novelas— la experiencia
optimista, celebratoria, de ese encuentro enriquecedor.
Luego del desastre que significó
para el país la derrota en la guerra del Pacífico, la Generación del 900
emprendió un proyecto nacional que reincidía en el mestizaje armónico como la
piedra angular sobre la cual se tendría que reconstruir la nación (la
exaltación de la figura del Inca Garcilaso como “primer peruano” es reveladora
al respecto). De un modo similar, usted publica País de Jauja en 1993, luego de
la captura de Abimael Guzmán, cuando la derrota de Sendero Luminoso parecía
inminente, y el saldo que la guerra había dejado al país era devastador. ¿Qué
relaciones encuentra usted entre la violencia generada por una guerra y sus
consecuencias, y la producción de este tipo de discursos “mesticistas”?
En realidad, yo no planeo una
propuesta “mesticista” determinada, y mucho menos “homogeneizadora”. Tampoco un
determinado modelo de nación. Lo que he escrito es una novela, en gran parte
autobiográfica, en la que el tema, o uno de los temas, es el encuentro cultural
pacífico, enriquecedor, en el cual prima, sin embargo, la fidelidad a las
raíces. Y eso es lo que hacen con toda naturalidad y amor Claudio, el
protagonista, y su familia.
No se trata en absoluto, como
alguien ha sostenido, de que se aboga por unificar lo heterogéneo. Se trata de
mostrar, insisto, en términos de creación literaria, una convivencia armónica
de distintas tradiciones culturales, una convivencia feliz. Por eso la obra se
titula, remontándose a la leyenda, “País de Jauja”.
Y lo que menos hay es marginación.
Recuérdese con Leonor, la niña-adolescente campesina a la que Claudio ama con
ternura y respeto, vuelve a aparecer, y ya junto con él, al termino de la misa,
esa salida de la iglesia que tiene mucho de promisor y triunfal. No en vano la
novela termina así: “Brilla el sol y el aire es límpido, clarísimo”.
En una de las lecturas de País de
Jauja se puede encontrar una subliminal revalorización del incesto. Tomamos en
consideración la gran admiración (que, en algún momento, llega a ser física)
que Claudio siente por su hermana Laurita; y el hecho de que, en varias
oportunidades, recurra a la imagen de su hermana para describir a Leonor, su
enamorada, o para reflexionar sobre ella. Asimismo, la misa celebrada en honor
de las difuntas tías De los Heros es también una aceptación y celebración del
vínculo que sostuvieron la tía Euristela y su medio hermano Antenor. Teniendo
en cuenta el sesgo negativo del incesto en occidente, ¿qué función cumpliría el
mismo dentro del mestizaje que propone la novela?
No, no revalorizo ni celebro el
incesto. Claudio admira a su hermana Laurita por su independencia, por su
vocación, por su temprana e inteligente visión del mundo y de la vida. No hay
nada de enfermizo en ello. En el caso de las tías De los Heros sí se halla
presente, pero elusivo, como en un mito de los orígenes, y por ello nimbado de
misterio, un amor incestuoso, con todo lo que ello comporta.
La tres mujeres con las que, de
algún modo, Claudio entabla una relación representan un espacio bastante
delimitado: Elena remite al mundo occidental; Zoraida a Jauja, el mundo
mestizo; y Leonor, al mundo andino. En este sentido, Claudio se comporta con
ellas de manera marcadamente diferente: a Elena la admira abiertamente y con
devoción; con Zoraida pierde su virginidad; y a Leonor la mantiene como secreta
enamorada en casi toda la novela. ¿No cree que esta actitud refleja la
contemplación de una jerarquía por parte de Claudio, el personaje que mejor
encarna el mestizaje armónico, el cual, precisamente, sugiere la ausencia de
cualquier tipo de jerarquía?
Es verdad que Elena Oyanguren de
algún modo representa, en la imaginación de Claudio, un mundo refinado,
occidentalizado. Le hace pensar en la Helena de la Ilíada, la de los blancos
brazos. En Zoraida se da, sensual como es, un exotismo teñido por su
ascendencia arábiga. En Leonor se juntan el atractivo de sus rasgos, de su
timidez, de su ternura. Es como una flor de los campos andinos, agua de puquio,
música de un haraui. Y si Claudio mantiene en secreto, por un buen tiempo, su
relación con ella, es porque estima que sus amigos, bromistas y algo
prejuiciados, no serán sensibles al encanto poético que la adolescente irradia.
Pero se mostrará feliz con ella, a la vista de todos, en la mañana luminosa, de
algún modo triunfal, en que acaba la novela. No, no es pues él quien establece
una jerarquía entre ellas; simplemente las ve como son, cada una en su entorno,
en su mundo.
Uno de los rasgos
más visibles de su propuesta narrativa es la preocupación por el lenguaje; casi
se podría afirmar que algunos de sus relatos, por ejemplo “Enunciación” o el
mismo “Ángel de Ocongate”, pueden ser vistos como poemas en prosa. ¿Cómo
concilia este impulso poético o este aliento lírico con la novela extensa?
La opción que tomé, por mi modo de
ser, fue la de un lirismo cercano en lo posible a la música. Supongo que lo he
hecho de una manera a la vez consciente e inconsciente. El lirismo puede darse
incluso a la escala de una novela extensa. Son varios los ejemplos en la
narrativa de otros países.
Todos los escritores van
configurando su propia tradición. En su narrativa se perciben algunas
presencias tutelares que pueden parecer contradictorias: Arguedas y Rulfo de un
lado; y de otro Proust. ¿Es esto cierto? Y si lo es ¿con cuáles otros autores
siente una cercanía?
Sí, los autores que más me han
atraído, aparte de Vallejo en la poesía y del Cervantes de El Quijote entre los
clásicos, son Marcel Proust, Juan Rulfo, Thomas Mann. También Arguedas, quien
presenta un mundo andino muy diferente al mío, y con una visión y propuestas
implícitas que también son diferentes. Debo mencionar, de otro lado, que hay
autores a los que admiro —por su originalidad, por sus técnicas, por lo que
representan— pero que no pocas veces me aburren, cosa que me sucede, por
ejemplo, con Faulkner, con Joyce.
Decía Óscar Wilde que hay obras que
esperan y que no son comprendidas durante mucho tiempo; traen respuestas a
preguntas aún no formuladas, pues la pregunta llega mucho después que la
respuesta. ¿Se considera usted un escritor de preguntas o de respuestas?
Me permito considerarme un autor que
plantea preguntas pero que también, sobre todo en el caso de mis novelas,
aporta algunas propuestas, pero todo ello en el plano de la creación literaria.
Actualmente el escritor, en muchos
casos, es una figura mediática. El mercado o negocio editorial lo “obliga” a
ciertos compromisos que corresponden con el mundo globalizado de hoy. ¿Cree es
obligación del narrador adecuarse a ello?
Lo fundamental es, a mi modo de ver,
la consecuencia con uno mismo. En este sentido nunca he cedido a la tentación
de escribir sobre temas que no corresponden a lo que más me interesa, por
actuales y de moda que sean. La autenticidad es para mí lo fundamental.
En los últimos tiempos se ha
producido una polémica entre los denominados escritores “criollos” y los
“andinos”. ¿Qué opina de esta diferenciación? ¿Hasta qué punto es real? ¿Cómo
se sitúa usted en esta dicotomía?
No he seguido más que en parte la
polémica. Hay sin duda mucho de personal en ella. Sea como fuere es una
realidad que hay autores de temática urbana o limeña, y otros de temática
andina, la cual interesa menos, es un hecho, a los medios de comunicación. En
lo que a mí respecta la mayor parte de mis obras es de temática andina, en la
que es muy importante el entretejimiento cultural; pero también he escrito
nouvelles y cuentos ambientados en Lima, pero no la Lima criolla, sino la de la
neblina y el misterio.
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