miércoles, 18 de septiembre de 2019

Marco Antonio Campos

Marco Antonio Campos


¿Qué poetas o escritores o artistas en general lo han influenciado? ¿Cuándo empezó a escribir poesía?

Hablemos en general sólo de poetas, porque si no, sería un poco fatigoso para usted y para el lector. Como sabe, siempre uno empieza más como lector de poesía que como poeta, salvo los que creen que uno sólo puede escribir inspirado. Yo empecé a leer a los 18 años. Sería por agosto o septiembre de 1967.  Intercambiaba libros con un amigo. Desde luego leía novelas, algunos best-sellers, pero empezaba rudimentariamente a leer a Hesse, a Papini, a Maugham, hoy casi en el olvido. Pero a partir de 1968, cuando entré a la Facultad de Derecho, me volví un lector voraz, y claro, sumamente desordenado: poesía, narrativa, filosofía, política... Leía de ocho a doce horas. Desde enero de ese año leí y escribí mucha poesía, o más bien, escribí lo que yo creía entonces que era poesía. Fueron muy importantes Neruda y Lorca, a quienes, por demás, nunca he dejado de admirar. Leí casi completos a León Felipe y a Jalil Gibran, que me gustaban, que me disciplinaban a la lectura, pero que cuando releí años más tarde se me cayeron de las manos. Después vinieron Pessoa, Ungaretti, Eliot, Valéry, Gorostiza, Huidobro, Borges, y sobre todo, Rimbaud. De Pessoa me encantaba la unión entre lo demasiado cotidiano y la metafísica y pensar que un solo poeta podía ser varios poetas que escribieran muy bien de manera distinta; de Ungaretti (hablo de La Alegría) la extraordinaria concisión del poema breve y la utilización exacta del espacio;  sin los Cuatro Cuartetos, El cementerio marino, Muerte sin fin y Altazor nunca hubiera concebido y ejecutado los Monólogos y acaso ningún poema largo. Incluso el inicio del primer “Monólogo” es un homenaje indirecto a Altazor. Borges me dio a menudo ideas que me llevaron a escribir poemas. El Borges que ahora más admiro, más que el ensayista y el cuentista, es el poeta. Contra los que lo ven como un poeta intelectual, me parece a mí desgarradoramente confesional. Rimbaud se cuenta aparte; ha sido un fervor continuo. Quizá Una temporada en el infierno es el libro que he leído más en mi vida. No sé, unas 150 veces. Publiqué una primera traducción de este libro por el 1974 y no he dejado de pulir esa traducción a lo largo de los años. Es un libro que me estremece, me ilumina como un relámpago, me hace crecer la fuerza en el cuerpo. También traduje las Iluminaciones.

Los poetas con quienes me reunía en un taller literario de la UNAM admiraban mucho a César Vallejo; yo  lo leía pero no me convencía mucho. Sin embargo a partir de 1970 o 1971 fue mi principal influencia de juventud. Es un alma dolorosa y entrañablemente afín. A diferencia de Neruda o Paz, Vallejo toca pocas cuerdas, pero las toca extraordinariamente bien, y con ese lenguaje descuadrado y esa música que sólo es de él, entran sus versos en nosotros hasta las últimas raíces del alma, sobre todo los de Poemas Humanos, un libro que, por demás, son tres:  los Poemas en prosa, Poemas humanos propiamente dicho y España aparta de mí este cáliz. De los mexicanos siempre admiré a López Velarde, cuya poesía es tan singular que uno tiene que darle mil vueltas para no parecer que lo imita. Como Neruda, Borges o Paz, López Velarde es también un gran prosista, y su prosa me ha influido mucho más que su poesía, porque es más fácil ocultar la influencia. López Velarde me enseñó sobre todo a huir del lugar común y a buscar la palabra brillante y difícil pero no imposible, que no significaba someterse a la tiranía del diccionario.

Durante esos dos años de 1968 y 1969, como le decía, escribí poemas como desesperado. Cuadernos y cuadernos. Unos quince años después junté todo eso y en el patio de mi casa los quemé. No valían nada.  Creo que los primeros poemas que tuvieron cierto valor, si lo tienen, los hice en 1970. A mediados de ’69 empecé a escribir cuentos y en ’70 mis primeros balbuceos críticos.

¿Usted cree que se nace poeta?

Yo creo que se nace y se hace. El problema son los dones que te dieron la naturaleza o los dioses y cómo los desarrollas. Como poetas hay los buenos, los muy buenos, los excelentes, los grandes poetas, los genios. Sería insensato creer que uno será como Homero, Virgilio, Dante, Shakeaspeare o Goethe. Connolly hablaba en La tumba sin sosiego de las grandes cumbres de segunda fila, como Villon, La Rochefoucauld, Leopardi, Rimbaud; de esas grandes cumbres me he sentido más cerca, sin siquiera pensar que podría igualarlos.

¿Qué tan recurrente está el tema de la muerte en su poesía? En Muertos y disfraces (1974), hay un sujeto que habla en voz alta y baja (Monólogos); un diálogo con lo terrenal y lo que está más allá (La ceniza en la frente). La muerte acechando (Una seña en la sepultura). Y también el exilio (Los adioses del forastero).

Cuando publiqué en 1974  (Muertos y disfraces) una joven alumna de la preparatoria donde daba clases se me acercó y me dijo que había más de cuarenta menciones de la muerte. Me sorprendí. No me gustó mucho saberlo. En mí ha habido una escisión radical: por una parte, alguien muy deportista y fuerte, y por otra, un hombre melancólico y desencantado. En mis libros se ve ese claroscuro: un hombre dividido entre el mediodía de fuego y el atardecer que va entrando a la noche. Entre la llama solar mediterránea y la oscuridad centroeuropea que te obliga a ensimismarte y a encerrarte. No sé si venga al caso decirlo, pero yo creí que moriría joven, es más, que no pasaría de los treinta años. La muerte es una presencia constante en mis dos primeros libros: Muertos y disfraces y Una seña en la sepultura. La idea del suicidio me acompañó toda mi juventud, pero siempre lo iba posponiendo y de tanto posponerlo sólo me acuerdo de vez en cuando que debí haberme suicidado. Borges decía que cuando le venía la idea del suicidio lo posponía para la siguiente semana. Si seguía pensando en su necesidad, entonces se suicidaría. Cuando pasaba la semana ya no se acordaba que debía suicidarse. Yo he seguido ese método y lo recomiendo mucho.
La verdad  es que la muerte me gusta como idea pero físicamente no la aprecio nada. No me gusta ver muertos y sólo voy a cementerios como un ritual, es decir, a ver las tumbas de los poetas, escritores o artistas que he admirado o venerado. No me gustan los velorios ni los entierros. No tengo la mínima necrofilia. La muerte para mí es singular y en singular: es única y mía. Si lee usted mis últimos libros hablo mucho más de la melancolía del paso del tiempo que de la muerte. Cuando muera me gustaría que echaran mis cenizas al Océano Pacífico para seguir viajando.

¿Cómo ha ido desarrollándose su poesía? ¿Qué cambios ha sentido? ¿Cómo definiría su trabajo poético?

Me resulta difícil decírselo como autor. Yo creo que al principio en general la música y los versos eran más duros y buscaba (con excepción de las “Contradictio”) un poema conciso y preciso: una idea que se desarrollara desde el primer verso hasta el último; después hubo una mayor preocupación, sobre todo en poemas más largos, por una polirritmia y un mayor juego dentro del poema de temas, subtemas y microtemas. Desde La ceniza en la frente (1989) también suelo utilizar imágenes y metáforas falsas, para que la música cree los sentidos, aun en los poemas breves o en los poemas en prosa. En Los adioses del forastero hay un buen número de poemas en verso blanco, un verso, como señalaba Gabriel Zaid, que ha sido poco explorado y trabajado en español. Donde me siento muy a gusto es en el poema en prosa, del cual decía Sabines que seguía el ritmo natural de la sangre; es cierto, pero en los poemas en prosa de La ceniza en la frente yo quise darle rítmicamente a varios poemas distintas velocidades y descuadrar levemente la sintaxis para crear nuevas imágenes y metáforas. Esos cambios de ritmos los hizo con una intuición o una sabiduría excepcionales el adolescente Rimbaud de Una temporada en el infierno.

Usted tiene ancestros ingleses y alemanes. ¿Qué poetas de esos países lo han influenciado?

Mire, a la verdad, yo los leo, pero nunca he dominado bien el inglés ni el alemán, pese a haber vivido tres años y medio en Austria. Yo aprendí de adolescente el italiano y de muy joven el francés y son de esos idiomas la mayoría de los poetas que he traducido. No me siento cerca ni de Alemania ni de Inglaterra, y menos, de Estados Unidos. Ni siquiera el idioma alemán me gusta mucho. Nunca me sentí cerca de la herencia paterna. Pero libros o poemas de Goethe (Elegías romanas, Epigramas venecianos, Elegía de Marienbad) y casi todo Hölderlin me emocionan profundamente y Hölderlin en buen número de instantes llega a lo sublime; menos que los Himnos a la noche, me encantan los Fragmentos de Novalis. El poeta de lengua alemana que es parte de mi espíritu, de mi alma y de mi cuerpo es un austríaco: Georg Trakl. Fue una suerte vivir en Salzburgo un año y medio y traducirlo, ayudado por varias manos, en esa estadía. Yo vi Salzburgo de dos maneras: con mis ojos y con los ojos de Trakl.

A mí lo que me encanta de Europa son las ciudades y los paisajes mediterráneos: de Grecia, de Italia, del sur de Francia, de regiones de España. Me encanta el verano salvaje. Siento que el cuerpo se llena de sol y del cuerpo empiezan a salir las imágenes que se vuelven música verbal. Nada me gustan más que las ciudades y los paisajes toscanos y provenzales con su dulzura y delicadeza que no parecen de este mundo.

¿La vida está en la poesía o la poesía está en la vida? ¿A quién habla el poeta? ¿A quién está dirigida su poesía?

Si la vida no está en la poesía no existe la poesía; es sólo literatura; de esa falta de vida están pletóricas las vanguardias y las neo y neo y neo vanguardias que han repetido el mismo esquema durante un siglo: literatura de literatura, juegos de palabras, utilización múltiple de espacios, discusiones bizantinas sobre el vacío y el silencio, la palabra que palabrea la palabra; o de otro lado, esos poetas de atmósferas y esos poetas órficos de quienes usted apenas logra entender algún verso.  La poesía debe ser a la vez legible y guardar su misterio. Si usted lee la poesía coloquial de Pessoa, Vallejo, Eliot o Sabines,  parece que nos están hablando frente a frente pero siempre hay algo que queda en la oscuridad, y acaso eso sea lo que más nos encanta. Lo que no se acabó de decir. En la poesía ante todo lo importante es la emoción y la imaginación, no tanto la inteligencia; un poema o un verso, sea de índole subjetiva u objetiva, debe ir del corazón del poeta al corazón del lector. Que uno sienta y lo emocionen el valor y la furia, el desasosiego y el dolor, la tristeza y el desencanto, la angustia y el ansia, la perversidad y la maldad, la alegría y el gozo. La verdadera biografía de un poeta, ya lo dijo Paz, está en sus versos, porque la poesía nace desde las raíces del alma, es decir, de lo más íntimo y profundo de nosotros. Incluso cuando miente o finge esa parte es también de él mismo. Cuando alguien me recuerda un poema o un verso mío y dice que lo emocionaron, siento un alivio y una íntima y gran satisfacción. Algo pude –conseguí-- decirle a otro. Y creo, al menos en ese momento, justificada mi tarea.

¿Cuáles hechos en su vida lo han marcado?

Me marcó mucho la muerte de un gran amigo a los 18 años en un accidente automovilístico. Era la imagen misma de la vida: vital, alegre, amigo de todos, con una suerte envidiable con las mujeres. Una muerte que no dejo de ver aún como una gran injusticia. Fue la primera vez que supe lo que era la muerte. Sentí la fragilidad de la vida: que estábamos de paso y pendíamos de un hilo. Creo que escribí dos o tres poemas recordándolo.

Decía Boccaccio que a él lo inspiraban las mujeres, no las musas; las desdichas amorosas vividas entre los 17 y 25 años fueron definitivas; las mujeres me hicieron sufrir lo más y lo indecible; después me cuidé para no acostumbrarme al abismo. Pero no hay poema que iguale a una mujer hermosa que nos gusta. Uno se la pasa pensando en ellas.

Me cambió mucho mi primer viaje a Europa en 1972. Creo que allí aprendí a ganar el máximo de experiencias en el menor tiempo. Tenía demasiada prisa. Una ciudad preparaba la otra. Un tren preparaba el otro. Después no paré. No he parado. Recorrí muchas de las ciudades de Europa continental y de México caminando. Borges decía que él se enorgullecía más de lo que había leído que de lo que había escrito; yo me enorgullezco más de lo que he caminado. Desde hace años, cuando viajo, veo con enorme nostalgia aquellos años de juventud en que tenía las piernas ágiles y resistentes, unas piernas que podían caminar entre ocho y doce horas al día. Ya no soy en eso ni la sombra de lo que fui. Esa ha sido, fuera de la poesía, mi mayor identificación con Rimbaud, con el caminante que va siempre adelante, adelante, adonde lo lleve el viento.

Me marcó mucho, por último, mi estancia en Austria de tres años y medio. Me ayudó a madurar como persona y como escritor. Me abrió más el mundo y a conocerme más a mí mismo. He dicho que Austria para mí fue un jardín, una ermita y una biblioteca : un jardín porque es el país europeo que más cuida su naturaleza, una ermita porque fue una experiencia intensa de la soledad y una biblioetca porque volví a leer y a escribir como no lo hacía desde hacía al menos diez años. Yo sentí que desde entonces empecé a escribir menos imprecisamente.

¿Existen reglas en la poesía, o, mejor dicho, en su poesía? ¿Cuándo sabe que un poema está terminado?

El poema, sea medido o libre, debe sonar y tener su propia música. Sin música es simple prosa. Pero ante todo debe parecer un poema. Hay magníficos versificadores que no son poetas y hay gran cantidad de versolibristas que sólo escriben prosa mochada: parecen versos sólo por la disposición tipográfica en la página.

Una obra, como decía Valéry, no se termina simplemente se abandona. En cierto momento uno publica porque cree que no puede agregar más. Pero la gran mayoría de los poemas que yo he publicado en periódicos y revistas, terminan muy corregidos cuando aparecen en libro. No importa si un poema se corrige poco o mucho; lo importante es que al leerlo nos emocione como si hubiera sido escrito en ese momento, y al releerlo, siempre nos haga sentir que descubrimos algo nuevo.

Usted es traductor también. ¿Cuándo traduce se involucra usted allí como poeta? ¿Existen reglas en la traducción?

En el siglo XIX muchos de los poetas veían la traducción no como complemento de su trabajo, sino como su propia poesía. Al final de sus libros incluían las traducciones. Yo lo veo más como un complemento por una razón: trato de respetar al máximo, hasta donde se puede, en su música y sentido originales, la poesía que traduzco, es decir, de los distintos tipos de traducción prefiero la literal. No son mis poemas: son los del autor que traduzco en mi lengua. Sería incapaz como Pound o Paz de hacer traducciones libres: poemas que parten de los de un autor de otra lengua pero que acaban teniendo más del que supuestamente traduce: estrofas y versos admirables que guardan sólo el espíritu del original. En efecto, me involucro, pero tratando de saber que quiso decir el poeta que traduzco; ser él y no yo; lo único que trato de hacer es un buen trabajo. Como decía un escritor austríaco, Erich Hackl: cuando uno  escribe sus poemas o cuentos o novelas los errores son nuestros, nos pertenecen y los asumimos, pero al traducir no tenemos derecho de maltratar la obra de otro.

En la traducción no hay ninguna Poética que domine o sirva para todos. La buena traducción la da la práctica mucho más que la teoría y uno crea su propia poética a partir de la práctica.

Si, como dice en Declaración de inicio, la poesía “no hace nada”. ¿A qué aspira el poeta en el mundo de hoy?


Yo escribí ese poema a los 23 años y muchas veces se ha entendido mal. Yo decía, está muy claro en el poema, que la poesía no hace nada en concreto, es decir, un poema no va a hacer que una religión cambie, ni va a tirar a un dictador, ni a cambiar un régimen, ni hacer menos pobre a nadie. Pero la poesía sí va a ayudar a que uno mismo cambie. La poesía me ha hecho mirar desde una perspectiva estética el mundo. La poesía me ha hecho sentir mucho más hondamente los hechos y las cosas. A través de mis poemas quise relatar a lo largo de los años la biografía de un alma. Como poeta y como escritor a lo único que aspiré fue a escribir libros hermosos. Dar una gota de belleza al mundo. No sé si lo conseguí. El poeta ante todo debe aspirar a escribir buenos libros; después puede hacer lo que quiera.

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