Andrea Cote
Andrea Cote Botero (Barrancabermeja,
1981). Estudió Literatura en la Universidad de los Andes en Bogotá e hizo un
doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Pennsylvania. En
2003 publicó el libro de poemas Puerto Calcinado, Premio Nacional de Poesía
Joven de la Universidad Externado de Colombia. Recibió en 2005 por el mismo
libro el Premio Mundial de Poesía Joven “Puentes de Struga”, que es otorgado
por la UNESCO y el festival de poesía de Macedonia. También ha publicado A las
cosas que odié, Chinatown a toda hora (libro objeto) y La Ruina que Nombro. Sus
poemas han sido traducidos al inglés, italiano, alemán, francés y árabe, y han
sido incluidos en varias antologías de poesía como la Antología de la Nueva
Literatura Colombiana Transmutaciones y Poesía ante la incertidumbre de la
Editorial Visor.
En el año 2005 publicó los libros
Una fotógrafa al desnudo: biografía de Tina Modotti y Blanca Varela o la
escritura de la soledad. Reseñas literarias, crónicas y artículos suyos han
sido publicados en diversos medios de comunicación en Colombia, México y los
Estados Unidos. Formó parte del comité editorial de la Revista de poesía
latinoamericana Prometeo y del equipo organizador del Festival Internacional de
poesía de Medellín. También ha recibido el Premio Cittá de Castrovillari Prize
(2010). Actualmente es profesora del Departamento de Escritura Creativa de la
University of Texas at El Paso.
Esta es una entrevista y
reencuentro, años después de habernos conocido en eventos internacionales de poesía
como en Alemania y España. Andrea Cote es una de las voces más consolidadas de
la poesía actual en Hispanoamérica. Los poemas que vienen al final son de su
último libro La Ruina que Nombro (Colección Visor de Poesía Colombia, 2015).
En tu primer libro,
Puerto calcinado, hay una mirada colectiva, de sumas voces, de un lugar que
parece erigirse en el mito. ¿Pasado el tiempo, qué tanto puedes reconocer en
este libro de aquella “ciudad petrolera del centro de Colombia, a orillas del
río Magdalena, que es una de las zonas más calientes del país, con temperaturas
que suelen superar los 40 grados”?
La mayor parte de los poemas de
Puerto Calcinado fueron escritos a finales de la década de los noventa, durante
uno de los periodos más oscuros en la historia reciente de mi ciudad,
Barrancabermeja. Nunca me propuse específicamente escribir sobre la violencia,
pero la descubrí pronto en los poemas que hablaban de ella sin decir su nombre.
La suma de voces que mencionas pertenece a seres de la infancia, que es el tiempo
que más fácilmente confunde la casa con el mundo. En este poemario la violencia
colectiva tiene su impresión más contundente en los rincones cotidianos y la
casa es otra vez la metáfora de una promesa rota, un resguardo convertido en
lugar del desamparo.
Pero en aquella tierra había algo
más rotundo aún que la violencia y eso era el paisaje, porque el paisaje era el
reverso de la historia. Nuestra tierra, aparentemente un don precario: con sus
líneas de barrancos, su río en fuga, su preeminente calor; llevaba en la
escasez – precisamente - su don de subsistencia. La tierra que se extremaba
para sostener la vida era nuestra lección de paisaje; la solitaria flor del
barranco, por ejemplo, exhibía la bondad de las cosas simplemente vivas. Allí
residía, tal vez, el valor mítico del lugar que visita mi libro.
No sé si la ciudad que encuentro
ahora semeja al menos parcialmente esa tierra que describo, dicen que la
violencia es menos cruel, aunque desconfío de los contadores de la guerra. Lo
que sí sé es que nuestro río también era el de Heráclito y que por eso la
mirada, curtida ya de tiempo, plagada de cicatrices, más fácil podrá encontrar
con la memoria que con los mismos ojos aquellas geografías de la infancia.
Eras muy joven
cuando escribiste Puerto calcinado; sin embargo, el libro posee una voz madura
que, aunada al afán trascendentalista, adquiere una intemporalidad, gracias
también a los referentes bíblicos, fundacionales. ¿Cuáles fueron las primeras
influencias en tu escritura?
También yo empecé a escribir porque
leía. Los primeros autores importantes para mí lo fueron también por la forma
en que se hicieron disponibles. En mi ciudad, que no tenía librería y contaba
con una biblioteca célebremente desprovista (sin saber que nos faltaban pocos
años para la popularización del internet), mis lecturas se componía de
préstamos de amigos de mis padres, colecciones clásicas de venta por catálogo y
las lecturas dominicales del periódico. Allí leí por primera vez a los poetas
simbolistas franceses y también a autores latinoamericanos como Borges,
Huidobro, Paz y Neruda, pero especialmente Vallejo, cuya escritura me provocó
una conmoción de la que todavía no me sobrepongo.
Durante mi primera visita al
Festival Internacional de Poesía de Medellín, descubrí la poesía de Blanca
Varela. Recuerdo escuchar la grabación de su poema: “Conversación con Simone
Weil”, y pensar que así empleado el lenguaje podría mudar la naturaleza de las
cosas. Más que hablar de sus asuntos, Varela se arrojaba contra ellos. Su
poesía fue la primera fuente con la que mi escritura quiso dialogar
directamente y algunos poemas de Puerto Calcinado son, por eso, claras
elaboraciones de hallazgos en su obra. Años después escribí un libro completo
sobre la autora: hablaba de sus particularidades verbales, su meditación sobre
la carne, su evidente conmoción por la orfandad del hombre. No creo que haya
habido para mí otro autor más influyente en la formación literaria de esos
años.
Luego hay un viraje que se observa,
sobre todo, en el poema Center. Aquí hay una visión irónica del mundo moderno
o, como dice cierto crítico, “donde los guiños intertextuales son formas de la
crítica de la cultura de consumo”. La pregunta es: ¿Cómo se ha ido ampliando tu
registro y tus referentes? Por ejemplo, Piedad Bonnett hablaba del intimismo en
tu poesía. O el carácter reflexivo, a que se refería Juan Manuel Roca.
Center pertenece a una serie de
poemas, contenidos en el libro Chinatown a toda hora, un libro objeto en que trabajé durante mis años de estudiante en
Nueva York y Filadelfia. El libro tiene la forma de una caja de comida china
que contiene poemas impresos en tiras de papel de pliego. Este diseño dialoga
con la metáfora insistente de su contenido que es la del barrio chino, que me
figuro como ese antiguo bazar de mercaderes que exhiben sus invenciones, solo
que hoy día ese mercado es un motín de apariencias: la congregación de todas
las mas celebres y lúgubres encarnaciones del plástico. El templo colorido y
ruidoso de la superficialidad. Este poemario también busca, como has dicho,
proponer otro "registro" y por eso he hecho el ejercicio consciente
de entrar en la voz de otro, un transeúnte, quizás, un caminante esquizoide que
anhela rescatar revelaciones duraderas a partir de objetos intrascendentes.
Me gusta cuando por
ahí dices: “Uno no escribe lo que piensa sino que piensa escribiendo; la
escritura piensa, es el lenguaje mismo”. ¿Tus libros se van configurando por sí
mismos? ¿De qué manera tú como poeta enfrentas el azar?
Siempre me ha llamado la atención la
curiosa relación entre la escritura y el pensamiento. La sucesión evidente
afirmaría que pensamos para luego escribir, pero en verdad, al escribir nos
damos cuenta de que hay procesos de pensamiento que sólo se activan en el acto
de escritura misma. De allí la agregada fascinación de que uno escriba tan sólo
lo que no sabe. Se escribe para descubrir y para echar a andar una máquina que
uno controla sólo parcialmente.
Estas preguntas
previas me permiten acercarme a un verso de una poética que publicaste, que
dice: “Escribir es nuestra manera de creer”. En este mundo de hoy,
desacralizado, sin fe, con verdades prácticas, en fin, ¿cómo la poesía enfrenta
el caos de los discursos y de los sentidos?
Gran parte del caos que mencionas
pasa por el hecho de que esas instituciones, esos relatos de la realidad social
dependen de palabras para constituirse. Pero esos discursos en los que
depositamos sentido: la fe, la verdad, la ley, la identidad, o la vida misma se
han vaciado de sí por tanta vana mención. Allí es cuando la poesía devuelve a
cada vocablo su peso individual y su justa potencia. La tarea primera del poeta
es entonces atender al vocablo en su materialidad, ensayar su peso, su rugido y
su lado más punzante. El poema es, por eso, la salud del lenguaje, regresa su
justo peso a la palabra que está herida de levedad.
¿Podrías ampliar lo
que dijiste en una entrevista? Esta es la cita: “El gran misterio de la
literatura es para mí la correspondencia, cuando descubres que lo que otro dice
es pertinente para ti, no importa que lo diga a la otra orilla del tiempo”
Porque la poesía es un claro
ejercicio de la compasión. En el más
literal sentido de esa frase que es el de sentir con otro, junto a otro. Y sin
embargo, todo poema empieza por un acto de soledad e individualidad, de un
sujeto que interroga su condición, su circunstancia o una sensación inefable.
En tanto una precisa formulación aparece y es capaz de transportar aquella
sensación humana le llamamos un verso bien logrado que así ya pertenece a todos
nosotros, que nos consuela a todos nosotros. Lo que digo es que cuando leemos a
Antonio Machado, por ejemplo, nos sorprendemos por la increíble precisión con
que él encuentra palabras para hablar de sí mismo, pero más aún nos
sorprendemos por la forma en que esas mismas palabras en realidad hablan de
nosotros.
Una vez fui
invitado al Festival de Medellín, quizás el mejor evento poético que he ido; y
por el significado de paz, es algo que nunca olvidaré. Leí por ahí unas
palabras tuyas: “En mi país parece haberse olvidado que la vida es sagrada. Ni
una sola vida más se debe pagar para que Colombia salga de esta guerra”. Esto
lo dijiste hace años. ¿Podrías hablarnos sobre esa época en tu experiencia
poética?
El festival Internacional de poesía
de Medellín se creó a principios de la década de los 90, durante los mismos
años en que la violencia urbana del sicariato y el terrorismo del narcotráfico
expulsaban a la juventud de las calles hacia un inmerecido encierro. El
festival fue una de las principales iniciativas para generar convivencia
pacífica en espacios donde no se requería otro requisito de participación que
la voluntad de sentir y conocer en una fiesta cuyo centro único era la poesía.
El resultado fue abrumador, y durante los años en los que tuve la oportunidad
de colaborar en la organización del evento observaba a los poetas de todas
partes del mundo extasiados por la generosidad de ese público de Medellín,
capaz de llenar teatros para 2000 personas durante una lectura de poesía. El
protagonista eterno de esa celebración de la palabra ha sido el público
colombiano que reafirma experiencias así en un país donde se dice que no
tenemos la capacidad de estar juntos o de resolver conflictos pacíficamente. Es
una evidente contradicción que en los tiempos en que la gente mataba por
cualquier cosa o por cualquier monto surgiera una manifestación cultural de ese
tipo, para mí eso quiere decir que, para nosotros, sigue existiendo siempre un
mejor camino a través del diálogo y la resolución pacífica de conflictos.
En La Ruina que
Nombro, estamos ante la imposibilidad de la palabra para nombrar aquello que es
perecedero y que nos conmueve; la escritura, así, es un derrumbe que se
perenniza en el poema. ¿Cómo fue la escritura de este libro?
Empecé a escribir este poemario
después de salir de Colombia, cuando otros paisajes abrieron la ocasión para
nuevos aprendizajes sensoriales, el invierno, por ejemplo, con su catedral de
vacío. El tema general de este poemario son las distintas formas de la pérdida
y su representación material que aquí son dichos paisajes, así como la humana
fascinación por las ruinas: esos templos de la insistencia, cuya belleza
espectral se acentúa con el trabajo del tiempo. Creo que hay una gran lección
en todo eso. Escribiendo este poemario pensaba mucho en un verso del poema La
Mala Suerte de Olga Orozco, que dice: “S el bien perdido es lo ganado, mis
posesiones son incalculables”. Los textos de La Ruina que Nombro interrogan
formas de la pérdida como la partida, la muerte, el desamor y el despojo, en
ellas buscan el resquicio de un don permanente que vislumbra no otro que esa
misma imposibilidad de permanecer. La escritura es en todo esto nuestra
voluntad de aprehender el instante reconociendo de inmediato la imposibilidad
de hacerlo, ella es lo que llamaba René Char: un deseo que permanece como
deseo.
Estamos también en la poética de una
ciudad en donde la lluvia, la luz, la naturaleza en su ciclo vital, marcan el
devenir humano, quien, a su vez, se redime a través de la memoria. ¿Crees que
en la poesía puede haber una voz femenina, que se diferencia de una masculina?
Me refiero a rasgos lingüísticos y estéticos que separen a uno y otro género.
Hago estas preguntas que nacen de la lectura de este libro.
No creo en la existencia de ningún
tipo de esencialismo de género en la escritura, más atañe a la escritura
literatura el malear los géneros que el simplemente reproducirlos. Sin embargo,
hay ciertos imaginarios y formas referenciales con las que constantemente lidia
nuestra escritura, constructos que están en el mundo e interfieren en nuestra
manera de percibirlo. Sucede, por ejemplo, que el espacio de la casa se asocia
a lo femenino, como lo hacen también ciertas labores como la costura, el
bordado, el cuidado de los niños y de los alimentos. Todos esos constructos
están en mi primer libro porque yo crecí en un mundo que pretendía mostrarse de
esa forma. Sin embargo, dichos espacios a su vez están revertidos en esos
poemas ya que han sido quebrados y trocados por la historia. También es posible
contemplar la idea de toda la poesía como un ejercicio de la escritura
femenina, entendiendo ese orden como aquel que no está en el centro de
enunciación del poder y que no usa las gramáticas tradicionales y oficiales,
que por consiguiente estarían asociadas a lo masculino. Podríamos pensar en una
dicotomía así, pero recordando que eso también es una metáfora.
Una última
pregunta, pues me entero recién que estás trabajando en la Universidad de El
Paso, Texas. Yo hace años estuve allí haciendo un postgrado. ¿Cómo ves el
desierto de la frontera?
Llegar al desierto ha sido completar
un ciclo imaginario iniciado en los años de La Ruina que Nombro, donde escribí
mucho presagiando el baldío como el lugar de las grandes revelaciones. Al ver
el desierto de cerca, su cielo impecable, lo mismo su roca que su cactus son
reflejos de una vida que es altiva incluso donde se creía que no quedaba nada.
La verdad es que el desierto señala siempre al lugar de los principios y aquí
en la frontera, con la diversidad humana y lingüística parece que asistimos a
la inauguración de un mundo nuevo. Me gusta mucho mi trabajo en la maestría de
escritura creativa, la más antigua en español en los Estados Unidos y una de
las más prestigiosas debido a la calidad del trabajo de sus egresados. Resulta
un privilegio trabajar en una región con tanta tradición literaria y tanta
riqueza humana y hacer parte de un programa al que acuden alumnos de todas
partes de Latinoamérica para ofrecer su dedicación y su talento. Lo que tenemos
aquí es la ruta del peregrino, el pasaje milenario de uno que se va al desierto
para escuchar allí su propia voz más claramente.
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