Daniel Freidemberg
Usted nació en
1945. ¿Sabe el porqué el nombre de “Resistencia”, allá en la provincia de Chaco? ¿Cómo fue su vida allí?
(“igual que cuando uno era chico / y no se podía salir a jugar”, dice en sus
versos.)
Resistencia es una ciudad chica, casi
sin tradición ni historia, capital de una provincia que a fines del siglo XIX
aparecía en los mapas como territorio inexplorado y que en gran parte fue
poblada por inmigrantes europeos, entre ellos mis abuelos, judíos de Rusia y
Ucrania. En esa ciudad a la vez provinciana pero relativamente moderna y
cosmopolita pasé mi infancia, en un hogar de clase media baja: mi padre era
panadero y ni él ni mi madre, nacidos y criados en el campo, habían completado
la escuela primaria, pero eran comunistas, y, como tales, tenían un enorme
respeto por la cultura. Crecí leyendo ávidamente libros y revistas de todo tipo
y –eran tiempos sin televisión– escuchando la radio, jugando en la calle con
otros chicos y viendo westerns y películas de aventuras en las matinés de los
domingos. A los quince años fuimos a Mar del Plata, donde hice mis tres últimos
años de escuela secundaria para volver al Chaco a trabajar como maestro de
escuela, a La Sabana, una aldea perdida en medio de bosques subtropicales: en
esa soledad fue que descubrí la poesía, y la empecé a escribir, en un principio
en forma de letras de canciones y luego de poemas, al encontrarme con la obra
de Raúl González Tuñón,. En 1966 vine a vivir a Buenos Aires, donde trabajé
como maestro, empleado bancario y de comercio, corrector de estilo y
periodista, mi actual profesión desde 1974, y donde también empecé sin terminar
estudios de psicología y actuación teatral, combinados con una militancia
política que duró unos quince años: tantos cambios, tantos ámbitos diversos,
tanta interrupción, no los vivo como carencias sino como un patrimonio, un
tesoro. Hay una cierta extrañeza, una cierta falta de pertenencia, que me
resulta muy valiosa a la hora de escribir y de pensar: me gusta ser de diversas
procedencias y de ninguna, aun cuando mi amor a Buenos Aires crece con los
años. Esta ciudad hostil, agobiante e incomprensible es el escenario en el que
tienen lugar mis poemas.
Su poesía se
concreta en lo real, y ello implica el devenir y el deterioro del tiempo. Dice:
“escribo / no con palabras / sino con sombra de palabras, filtraciones / de un
turbio noviembre.” Al parecer la memoria
da claridad a las sombras de las palabras. ¿Qué relación existe entre la
palabra y la memoria en su poesía?
No sé qué sería para la poesía
“concretarse en lo real”. Sí sé que tiene mucho peso en mi poesía una necesidad
ineludible de incorporar algo del mundo concreto que me rodea, creo que para
darle consistencia, algún tipo de anclaje que contrarreste un tanto mi
tendencia a la abstracción conceptual o la preserve de reducirse a una descarga
emotiva o un mero ejercicio de destreza verbal. Y además esa atención a la
realidad circundante me sirve para suplir la capacidad de imaginación que
lamentablemente me falta, una función que también cumple en mis poemas la
abundancia de citas de otros textos, a veces incluso míos. Pero el mundo
realmente existente, ya lo sabemos, se niega a ser captado por las palabras, se
escapa siempre, y en ese enfrentamiento o en ese intento de establecer algún
encuentro con las cosas, suele pasar que las palabras revelen su precariedad,
su incompletud. Por eso el poema dice “escribo no con palabras, sino con sombra
de palabras”.
Pero no veo que la memoria tenga
algo que ver con todo eso, y en general me parece que no tiene un lugar
importante en lo que escribo: el único tiempo que realmente me interesa en mi
poesía es el presente, el presente en que transcurre el poema y el presente que
crea el poema, y que por supuesto arrastra residuos y marcas del pasado –de eso
está hecho casi siempre cualquier presente, no existe el presente absoluto,
salvo en algunos estados excepcionales del espíritu a los que ciertamente
quisiera acercarme en algunos poemas–, pero al estar puestos en el poema esos residuos
y esas marcas se vuelven presente. Están presentes, tienen presencia. La
presencia es lo que me importa, en todo caso.
El límite de las
cosas es el umbral de la muerte, ¿aquí podríamos situar a la poesía? Sería por
ello entonces su pregunta: “¿Y entonces qué habla por esta boca, la muerte?”
Cuando escribí el verso que usted
cita, esa pregunta venía a continuación de un par de líneas en las que decía
que el sol ya no es lo que llamábamos “el sol” ni la vida es “la vida”. Por eso
me preguntaba si por mi boca estaba hablando la muerte, como para no dejar
establecida esa afirmación ahí: necesité contrarrestar con una pregunta tajante
la constatación de la pérdida, sin algo que la cuestione, se habría limitado a
expresar una queja, y la queja es una de las cosas que más detesto, sobre todo
en un poema. Además, el poema termina con otra pregunta: “qué alumbra o hace
como que alumbra ahí”. Es decir, a pesar de que no es el sol de antes, algo hay
ahí alumbrando, o al menos simulando que lo hace. Todo está en cuestión, o
quiero que esté. No sabemos si las cosas son, pero tampoco podemos decir que no
son, y si diera a entender otra cosa me estaría traicionando. Me gusta mucho
que en mis poemas haya un ir y venir donde voy cuestionando y/o desmintiendo lo
que había dicho antes, o contradiciéndolo, evitando que el lector y el poema se
apoltronen plácidamente en algún lugar seguro: no me interesa presentar
verdades ni conclusión alguna sino, por el contrario, establecer un juego
mental que deje todo abierto, listo para reiniciarse una y otra vez.
Usted dice:
“’Amor’, escribo, yo no estoy acá. / Amor se escribe en otro lado.” ¿Qué es lo
que impulsa al poeta a nombrar las cosas?
¿Qué relación existe entre el poeta y el mundo? ¿Es también cierto que ”Ya no hacemos preguntas” porque “las
respuestas son intolerables”? ¿O es que “las cosas hablan por sí mismas”?
No puedo hablar por “el poeta”
porque no creo que exista: existen los poetas particulares, cada uno con su
personalidad, su historia, su estilo y su modo de entender la poesía; y cada
uno tendrá motivos que lo impulsen o se relacionará con el mundo a su manera, y
no tienen por qué ser los mismos motivos y las mismas maneras en todos los
casos. Más exactamente: nunca son las mismas, por suerte. En cuanto a qué me
impulsa a mí o qué relación tengo yo en tanto poeta con el mundo, creo que ya
lo dije en la respuesta a la pregunta 2.
Respecto de “ya no hacemos preguntas
porque las respuestas son intolerables”: esa afirmación me parece que tiene
sentido en la situación muy concreta y muy particular en que está situado ese
poema, de ninguna manera se me ocurriría decir que las respuestas son
intolerables como si fuera una verdad general o única. Al margen, tal vez valga
la pena contar que el poema, como casi todos los de Diario en la crisis, mi
segundo libro, fue escrito durante la última dictadura militar de la Argentina:
recién varios años después de publicarlo descubrí que la situación de encierro
que presentan esos poemas, esa atmósfera irrespirable y esa imposibilidad de
acceder a respuestas, podían leerse como un modo de dar cuenta de las
condiciones de la vida cotidiana en medio del terror.
Y cuando escribí que “no nos
importan las respuestas, cuando/ las cosas hablan por sí mismas” lo hice para
expresar el asombro que me producía el hecho de que, a pesar de vivir en una
situación intolerable, había aún cosas que milagrosamente tenían sentido: “La
ropa al pie de la cama, por ejemplo, el sol/ tras las hojas del plátano/ cuando
les da como una luz y tiemblan/ al paso del aire”. De todos modos, sí, creo que
las cosas hablan por sí mismas, pero somos demasiado soberbios para prestar
atención a ese lenguaje mudo y no codificado, o no podemos hacerlo porque
estamos demasiado ocupados, a veces en tonterías y a veces haciendo lo
necesario para conseguir sobrevivir.
Cito otros versos:
“La época ya no da muchas imágenes. He aquí / pocas palabras, las que tengo a
mano.” ¿Qué otras cosas ya no brinda esta época? ¿Qué se ha perdido y qué
todavía está vigente en la poesía argentina, específicamente de lo que empezó
con su generación?
Algo que no brinda más esta época,
casi con seguridad, es la posibilidad de vivir y hacer la poesía a la manera en
que lo hicieron los románticos, Baudelaire, las vanguardias, Neruda o Pizarnik:
lo que ya no se puede es ser poeta, si ser poeta implica un modo muy especial
de percibir el mundo y habitarlo, distinto de los modos en que lo percibe y
habita cualquier otra persona. Antes el poeta era poeta tiempo completo o casi,
en cambio creo que desde mi generación en adelante es imposible vivir de esa
manera: hay momentos, ocasiones, y uno trata de atesorarlos.
Lo mejor que le ocurrió a la poesía
argentina a partir de mi generación es una extrema conciencia de que escribir
es trabajar con el lenguaje, y lo mejor que la poesía argentina conserva desde
los tiempos de Carriego, Borges y Tuñón es su arraigo en nuestra manera de usar
el castellano, incluidos aquellos poetas que no utilizan un léxico
reconocidamente argentino: hay algo en el tono, en la respiración, en los
sobreentendidos, que es muy propio de los argentinos, a pesar de los modos muy
diversos de hablar que existen en la Argentina. Debo decir que, en ese sentido,
nos resultó particularmente provechoso el ejemplo de César Vallejo, quien tuvo
una influencia poderosa en muchos poetas argentinos de los años 60,
particularmente en Juan Gelman, quizá el más importante de todos.
¿Se perdió algo a partir de mi
generación? Creo que los poetas que nos precedieron apostaban más que nosotros
y que los más jóvenes a producir una relación emotiva entre el texto y el
lector. Nosotros no queremos o no podemos emocionar, y los más jóvenes menos
aun: supongo que eso es una pérdida, aunque muchos lo ven como una ganancia. Lo
es, en tanto la relación entre el lector y el texto, al ser más distanciada,
deja más libertad a ambos, permite más el juego de sentidos y el trabajo de la
inteligencia, pero ¿a costa de qué?
Leí que usted se
metía en el último asiento del colectivo y se ponía a escribir. ¿La poesía
viene sola o se la busca? ¿Cuánto requiere de los sentidos? ¿Cuánto del azar,
del conocimiento, de la imaginación, de la tradición?
La soledad en medio de la multitud
siempre fue para mí una de las situaciones más estimulantes para pensar o
escribir: el asiento del colectivo, el vértigo de la calle o una mesa de café.
Casi todo lo mejor que se me ocurre (en poesía pero también en el plano de las
ideas), se me ocurre fuera del ámbito “normal” de la escritura: caminando, o
bañándome o lavando los platos, y entonces tengo que apurarme a anotarlo en el
papel que tenga más cerca, por eso llevo siempre una libretita conmigo, y
después va a la computadora, donde muy probablemente va a sufrir
transformaciones.
Antes, hace años, la poesía venía
sola, cosa que ya no ocurre, pero tampoco puedo decir que la busque: hay, más
bien, una atención paciente, sensible y astuta, y también mucho trabajo, antes
y después de la escritura: antes para aprender a estar atento y a saber
reconocer lo que es interesante para el poema, y después en la corrección, los
agregados, la evaluación: corrijo mucho, cada poema mío puede tener entre diez
y cincuenta versiones, o más.
¿Requerir de los sentidos? Lo que
escribo tiene que sonar bien, sin duda, ya hablé de la importancia que para mí
tiene la música, y tiene que ser bella y armónica, tanto sonora como en su
disposición en la página e incluso en el montaje de las imágenes en la mente
del lector (así como hay montaje de escenas o de tomas en una película), aun
cuando muchas veces se trate de una belleza o una armonía no convencionales, o
difíciles de percibir: yo tengo que encontrarle alguna armonía y alguna
belleza.
El azar, sí, si por azar se entiende
una disponibilidad, un estar atento a lo que venga, un aprovechar las
oportunidades, y el conocimiento es importantísimo, en tanto permite evitar
errores o torpezas a la vez que me enseña a no pasar por alto lo que puede ser
útil para el poema y que antes se me pasaba inadvertido. De imaginación, ya lo
dije, carezco casi por completo, y lo lamento mucho, y en cuanto a la
tradición: no la quiero como un deber, una obligación o un molde, pero la
necesito imperiosamente y cada vez más como un precioso material a aprovechar.
Se puede, por supuesto, prescindir de la tradición, para escribir o para cualquier
otra cosa, siempre que uno sea un genio o un iluminado: yo no lo soy, y como
casi nadie lo es, quien diga que no necesita de la tradición o la desprecie
cuenta de entrada con mi más profunda desconfianza.
La música tiene
presencia en su obra: el blues, la “sonatita”, las canciones con el Tata
Cederrón. ¿Qué diferencia encuentra entre ambas experiencias: la poesía y la
música?
La diferencia me parece que es
obvia: la poesía se hace con palabras, la música no. Y por supuesto que la
poesía tiene cierta música, responde a ciertas leyes musicales. Para mí es
fundamental: es sobre todo el ritmo, las pausas, los silencios, la acentuación,
el color sonoro, la entonación, lo que va decidiendo qué escribo. Hacer poesía
–al menos hacer la poesía que más admiro– implica hacer con las palabras algo
que se parezca lo más que pueda a hacer música, pero sin olvidar que estamos
trabajando con palabras, y que las palabras arrastran o cargan sentido, lo
quieran o no, y que donde está en juego el sentido quedan también puestos en
juego los modos de ver el mundo y de vivir, con lo que empezamos a entrar en el
terreno de la ética, la filosofía, la política o la religión. Hubo un tiempo en
la historia, o antes de la historia, en que decir y cantar era lo mismo, pero
luego se impuso una concepción del lenguaje que lo relega a funciones puramente
instrumentales, utilitarias, en un mundo en que además las relaciones entre las
personas son instrumentales y utilitarias. La poesía existe porque la
concepción utilitaria o instrumental del lenguaje no consiguió imponerse del
todo y quizá no consiga hacerlo nunca, porque hay motivos muy profundos para
seguir manteniendo un decir que a la vez sea cantar. En ese sentido, y nada más
que en ese sentido, la poesía puede verse como una forma de resistencia.
Hace poco vinieron
al Perú Washington Cucurto, Fabián Casas, María Medrano y Cecilia Pavón. ¿Los
conoce? ¿Cómo encuentra a la poesía argentina joven?
Si es a través de esos nombres y
esas obras que en Perú se conoce a la poesía argentina, lo lamento mucho,
porque la poesía argentina tiene cosas mucho más interesantes y muchisimo más
valiosas, sobre todo lo digo pensando en Cucurto y Cecilia Pavón, y mucho más
en Pavón que en Cucurto: una poesía de la banalidad sostenida en la impostura,
producto de los pactos de poder entre quienes se supone que dictaminan qué es
valioso y qué es desechable en el ambiente literario argentino.
En mi país hay actualmente mucha
gente menor de cuarenta años que está escribiendo mucha poesía, en algunos
casos muy original y/o excelente, pero no puedo dar una opinión general porque
me parece imposible abarcar un panorama tan grande y complejo, y que en gran
parte desconozco. Es cierto que se está hablando mucho de la existencia de un
movimiento de “poesía argentina joven” o “poesía de los noventa” en el que se
ubica a algunos poetas y al que se le asignan determinadas características más
o menos novedosas, pero no me parece una cuestión importante. O, mejor dicho,
es importante, pero no desde el punto de vista de la poesía misma, sino en
tanto uno se interese en lo que que se dice de la poesía, en cómo se la valora
y en cómo en cada momento se determina cuáles son los nombres y estilos a los
que se debe prestar más atención, como si fueran las marcas de zapatillas que
hay que usar en esta temporada.
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