miércoles, 18 de septiembre de 2019

Daniel Freidemberg

Daniel Freidemberg



Usted nació en 1945. ¿Sabe el porqué el nombre de “Resistencia”, allá en la  provincia de Chaco? ¿Cómo fue su vida allí? (“igual que cuando uno era chico / y no se podía salir a jugar”, dice en sus versos.)

Resistencia es una ciudad chica, casi sin tradición ni historia, capital de una provincia que a fines del siglo XIX aparecía en los mapas como territorio inexplorado y que en gran parte fue poblada por inmigrantes europeos, entre ellos mis abuelos, judíos de Rusia y Ucrania. En esa ciudad a la vez provinciana pero relativamente moderna y cosmopolita pasé mi infancia, en un hogar de clase media baja: mi padre era panadero y ni él ni mi madre, nacidos y criados en el campo, habían completado la escuela primaria, pero eran comunistas, y, como tales, tenían un enorme respeto por la cultura. Crecí leyendo ávidamente libros y revistas de todo tipo y –eran tiempos sin televisión– escuchando la radio, jugando en la calle con otros chicos y viendo westerns y películas de aventuras en las matinés de los domingos. A los quince años fuimos a Mar del Plata, donde hice mis tres últimos años de escuela secundaria para volver al Chaco a trabajar como maestro de escuela, a La Sabana, una aldea perdida en medio de bosques subtropicales: en esa soledad fue que descubrí la poesía, y la empecé a escribir, en un principio en forma de letras de canciones y luego de poemas, al encontrarme con la obra de Raúl González Tuñón,. En 1966 vine a vivir a Buenos Aires, donde trabajé como maestro, empleado bancario y de comercio, corrector de estilo y periodista, mi actual profesión desde 1974, y donde también empecé sin terminar estudios de psicología y actuación teatral, combinados con una militancia política que duró unos quince años: tantos cambios, tantos ámbitos diversos, tanta interrupción, no los vivo como carencias sino como un patrimonio, un tesoro. Hay una cierta extrañeza, una cierta falta de pertenencia, que me resulta muy valiosa a la hora de escribir y de pensar: me gusta ser de diversas procedencias y de ninguna, aun cuando mi amor a Buenos Aires crece con los años. Esta ciudad hostil, agobiante e incomprensible es el escenario en el que tienen lugar mis poemas.

Su poesía se concreta en lo real, y ello implica el devenir y el deterioro del tiempo. Dice: “escribo / no con palabras / sino con sombra de palabras, filtraciones / de un turbio noviembre.”  Al parecer la memoria da claridad a las sombras de las palabras. ¿Qué relación existe entre la palabra y la memoria en su poesía?

No sé qué sería para la poesía “concretarse en lo real”. Sí sé que tiene mucho peso en mi poesía una necesidad ineludible de incorporar algo del mundo concreto que me rodea, creo que para darle consistencia, algún tipo de anclaje que contrarreste un tanto mi tendencia a la abstracción conceptual o la preserve de reducirse a una descarga emotiva o un mero ejercicio de destreza verbal. Y además esa atención a la realidad circundante me sirve para suplir la capacidad de imaginación que lamentablemente me falta, una función que también cumple en mis poemas la abundancia de citas de otros textos, a veces incluso míos. Pero el mundo realmente existente, ya lo sabemos, se niega a ser captado por las palabras, se escapa siempre, y en ese enfrentamiento o en ese intento de establecer algún encuentro con las cosas, suele pasar que las palabras revelen su precariedad, su incompletud. Por eso el poema dice “escribo no con palabras, sino con sombra de palabras”.

Pero no veo que la memoria tenga algo que ver con todo eso, y en general me parece que no tiene un lugar importante en lo que escribo: el único tiempo que realmente me interesa en mi poesía es el presente, el presente en que transcurre el poema y el presente que crea el poema, y que por supuesto arrastra residuos y marcas del pasado –de eso está hecho casi siempre cualquier presente, no existe el presente absoluto, salvo en algunos estados excepcionales del espíritu a los que ciertamente quisiera acercarme en algunos poemas–, pero al estar puestos en el poema esos residuos y esas marcas se vuelven presente. Están presentes, tienen presencia. La presencia es lo que me importa, en todo caso.

El límite de las cosas es el umbral de la muerte, ¿aquí podríamos situar a la poesía? Sería por ello entonces su pregunta: “¿Y entonces qué habla por esta boca, la muerte?”

Cuando escribí el verso que usted cita, esa pregunta venía a continuación de un par de líneas en las que decía que el sol ya no es lo que llamábamos “el sol” ni la vida es “la vida”. Por eso me preguntaba si por mi boca estaba hablando la muerte, como para no dejar establecida esa afirmación ahí: necesité contrarrestar con una pregunta tajante la constatación de la pérdida, sin algo que la cuestione, se habría limitado a expresar una queja, y la queja es una de las cosas que más detesto, sobre todo en un poema. Además, el poema termina con otra pregunta: “qué alumbra o hace como que alumbra ahí”. Es decir, a pesar de que no es el sol de antes, algo hay ahí alumbrando, o al menos simulando que lo hace. Todo está en cuestión, o quiero que esté. No sabemos si las cosas son, pero tampoco podemos decir que no son, y si diera a entender otra cosa me estaría traicionando. Me gusta mucho que en mis poemas haya un ir y venir donde voy cuestionando y/o desmintiendo lo que había dicho antes, o contradiciéndolo, evitando que el lector y el poema se apoltronen plácidamente en algún lugar seguro: no me interesa presentar verdades ni conclusión alguna sino, por el contrario, establecer un juego mental que deje todo abierto, listo para reiniciarse una y otra vez.

Usted dice: “’Amor’, escribo, yo no estoy acá. / Amor se escribe en otro lado.” ¿Qué es lo que impulsa al poeta a nombrar las cosas?  ¿Qué relación existe entre el poeta y el mundo? ¿Es también cierto que  ”Ya no hacemos preguntas” porque “las respuestas son intolerables”? ¿O es que “las cosas hablan por sí mismas”?

No puedo hablar por “el poeta” porque no creo que exista: existen los poetas particulares, cada uno con su personalidad, su historia, su estilo y su modo de entender la poesía; y cada uno tendrá motivos que lo impulsen o se relacionará con el mundo a su manera, y no tienen por qué ser los mismos motivos y las mismas maneras en todos los casos. Más exactamente: nunca son las mismas, por suerte. En cuanto a qué me impulsa a mí o qué relación tengo yo en tanto poeta con el mundo, creo que ya lo dije en la respuesta a la pregunta 2.

Respecto de “ya no hacemos preguntas porque las respuestas son intolerables”: esa afirmación me parece que tiene sentido en la situación muy concreta y muy particular en que está situado ese poema, de ninguna manera se me ocurriría decir que las respuestas son intolerables como si fuera una verdad general o única. Al margen, tal vez valga la pena contar que el poema, como casi todos los de Diario en la crisis, mi segundo libro, fue escrito durante la última dictadura militar de la Argentina: recién varios años después de publicarlo descubrí que la situación de encierro que presentan esos poemas, esa atmósfera irrespirable y esa imposibilidad de acceder a respuestas, podían leerse como un modo de dar cuenta de las condiciones de la vida cotidiana en medio del terror.

Y cuando escribí que “no nos importan las respuestas, cuando/ las cosas hablan por sí mismas” lo hice para expresar el asombro que me producía el hecho de que, a pesar de vivir en una situación intolerable, había aún cosas que milagrosamente tenían sentido: “La ropa al pie de la cama, por ejemplo, el sol/ tras las hojas del plátano/ cuando les da como una luz y tiemblan/ al paso del aire”. De todos modos, sí, creo que las cosas hablan por sí mismas, pero somos demasiado soberbios para prestar atención a ese lenguaje mudo y no codificado, o no podemos hacerlo porque estamos demasiado ocupados, a veces en tonterías y a veces haciendo lo necesario para conseguir sobrevivir.

Cito otros versos: “La época ya no da muchas imágenes. He aquí / pocas palabras, las que tengo a mano.” ¿Qué otras cosas ya no brinda esta época? ¿Qué se ha perdido y qué todavía está vigente en la poesía argentina, específicamente de lo que empezó con su generación?

Algo que no brinda más esta época, casi con seguridad, es la posibilidad de vivir y hacer la poesía a la manera en que lo hicieron los románticos, Baudelaire, las vanguardias, Neruda o Pizarnik: lo que ya no se puede es ser poeta, si ser poeta implica un modo muy especial de percibir el mundo y habitarlo, distinto de los modos en que lo percibe y habita cualquier otra persona. Antes el poeta era poeta tiempo completo o casi, en cambio creo que desde mi generación en adelante es imposible vivir de esa manera: hay momentos, ocasiones, y uno trata de atesorarlos.

Lo mejor que le ocurrió a la poesía argentina a partir de mi generación es una extrema conciencia de que escribir es trabajar con el lenguaje, y lo mejor que la poesía argentina conserva desde los tiempos de Carriego, Borges y Tuñón es su arraigo en nuestra manera de usar el castellano, incluidos aquellos poetas que no utilizan un léxico reconocidamente argentino: hay algo en el tono, en la respiración, en los sobreentendidos, que es muy propio de los argentinos, a pesar de los modos muy diversos de hablar que existen en la Argentina. Debo decir que, en ese sentido, nos resultó particularmente provechoso el ejemplo de César Vallejo, quien tuvo una influencia poderosa en muchos poetas argentinos de los años 60, particularmente en Juan Gelman, quizá el más importante de todos.

¿Se perdió algo a partir de mi generación? Creo que los poetas que nos precedieron apostaban más que nosotros y que los más jóvenes a producir una relación emotiva entre el texto y el lector. Nosotros no queremos o no podemos emocionar, y los más jóvenes menos aun: supongo que eso es una pérdida, aunque muchos lo ven como una ganancia. Lo es, en tanto la relación entre el lector y el texto, al ser más distanciada, deja más libertad a ambos, permite más el juego de sentidos y el trabajo de la inteligencia, pero ¿a costa de qué?

Leí que usted se metía en el último asiento del colectivo y se ponía a escribir. ¿La poesía viene sola o se la busca? ¿Cuánto requiere de los sentidos? ¿Cuánto del azar, del conocimiento, de la imaginación, de la tradición?

La soledad en medio de la multitud siempre fue para mí una de las situaciones más estimulantes para pensar o escribir: el asiento del colectivo, el vértigo de la calle o una mesa de café. Casi todo lo mejor que se me ocurre (en poesía pero también en el plano de las ideas), se me ocurre fuera del ámbito “normal” de la escritura: caminando, o bañándome o lavando los platos, y entonces tengo que apurarme a anotarlo en el papel que tenga más cerca, por eso llevo siempre una libretita conmigo, y después va a la computadora, donde muy probablemente va a sufrir transformaciones.

Antes, hace años, la poesía venía sola, cosa que ya no ocurre, pero tampoco puedo decir que la busque: hay, más bien, una atención paciente, sensible y astuta, y también mucho trabajo, antes y después de la escritura: antes para aprender a estar atento y a saber reconocer lo que es interesante para el poema, y después en la corrección, los agregados, la evaluación: corrijo mucho, cada poema mío puede tener entre diez y cincuenta versiones, o más.

¿Requerir de los sentidos? Lo que escribo tiene que sonar bien, sin duda, ya hablé de la importancia que para mí tiene la música, y tiene que ser bella y armónica, tanto sonora como en su disposición en la página e incluso en el montaje de las imágenes en la mente del lector (así como hay montaje de escenas o de tomas en una película), aun cuando muchas veces se trate de una belleza o una armonía no convencionales, o difíciles de percibir: yo tengo que encontrarle alguna armonía y alguna belleza.

El azar, sí, si por azar se entiende una disponibilidad, un estar atento a lo que venga, un aprovechar las oportunidades, y el conocimiento es importantísimo, en tanto permite evitar errores o torpezas a la vez que me enseña a no pasar por alto lo que puede ser útil para el poema y que antes se me pasaba inadvertido. De imaginación, ya lo dije, carezco casi por completo, y lo lamento mucho, y en cuanto a la tradición: no la quiero como un deber, una obligación o un molde, pero la necesito imperiosamente y cada vez más como un precioso material a aprovechar. Se puede, por supuesto, prescindir de la tradición, para escribir o para cualquier otra cosa, siempre que uno sea un genio o un iluminado: yo no lo soy, y como casi nadie lo es, quien diga que no necesita de la tradición o la desprecie cuenta de entrada con mi más profunda desconfianza.

La música tiene presencia en su obra: el blues, la “sonatita”, las canciones con el Tata Cederrón. ¿Qué diferencia encuentra entre ambas experiencias: la poesía y la música?

La diferencia me parece que es obvia: la poesía se hace con palabras, la música no. Y por supuesto que la poesía tiene cierta música, responde a ciertas leyes musicales. Para mí es fundamental: es sobre todo el ritmo, las pausas, los silencios, la acentuación, el color sonoro, la entonación, lo que va decidiendo qué escribo. Hacer poesía –al menos hacer la poesía que más admiro– implica hacer con las palabras algo que se parezca lo más que pueda a hacer música, pero sin olvidar que estamos trabajando con palabras, y que las palabras arrastran o cargan sentido, lo quieran o no, y que donde está en juego el sentido quedan también puestos en juego los modos de ver el mundo y de vivir, con lo que empezamos a entrar en el terreno de la ética, la filosofía, la política o la religión. Hubo un tiempo en la historia, o antes de la historia, en que decir y cantar era lo mismo, pero luego se impuso una concepción del lenguaje que lo relega a funciones puramente instrumentales, utilitarias, en un mundo en que además las relaciones entre las personas son instrumentales y utilitarias. La poesía existe porque la concepción utilitaria o instrumental del lenguaje no consiguió imponerse del todo y quizá no consiga hacerlo nunca, porque hay motivos muy profundos para seguir manteniendo un decir que a la vez sea cantar. En ese sentido, y nada más que en ese sentido, la poesía puede verse como una forma de resistencia.

Hace poco vinieron al Perú Washington Cucurto, Fabián Casas, María Medrano y Cecilia Pavón. ¿Los conoce? ¿Cómo encuentra a la poesía argentina joven?

Si es a través de esos nombres y esas obras que en Perú se conoce a la poesía argentina, lo lamento mucho, porque la poesía argentina tiene cosas mucho más interesantes y muchisimo más valiosas, sobre todo lo digo pensando en Cucurto y Cecilia Pavón, y mucho más en Pavón que en Cucurto: una poesía de la banalidad sostenida en la impostura, producto de los pactos de poder entre quienes se supone que dictaminan qué es valioso y qué es desechable en el ambiente literario argentino.


En mi país hay actualmente mucha gente menor de cuarenta años que está escribiendo mucha poesía, en algunos casos muy original y/o excelente, pero no puedo dar una opinión general porque me parece imposible abarcar un panorama tan grande y complejo, y que en gran parte desconozco. Es cierto que se está hablando mucho de la existencia de un movimiento de “poesía argentina joven” o “poesía de los noventa” en el que se ubica a algunos poetas y al que se le asignan determinadas características más o menos novedosas, pero no me parece una cuestión importante. O, mejor dicho, es importante, pero no desde el punto de vista de la poesía misma, sino en tanto uno se interese en lo que que se dice de la poesía, en cómo se la valora y en cómo en cada momento se determina cuáles son los nombres y estilos a los que se debe prestar más atención, como si fueran las marcas de zapatillas que hay que usar en esta temporada.

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