miércoles, 18 de septiembre de 2019

Rosella Di Paolo

Rosella Di Paolo


En Prueba de galera (1985), Continuidad de los cuadros (1988), Piel alzada (1993) y Tablillas de San Lázaro (2001) nos encontramos con una poeta entregada a la lírica. ¿Cómo es que puede manejar la emoción lírica, ya que siempre ésta se presenta desbordada en la experiencia cotidiana, con un caudal confuso? Es lo primero que se me ocurre preguntar, puesto que en su poesía aborda temas difíciles como el amor o la ausencia, y lo hace de una manera en que no se pierde esa sensibilidad espontánea y plena, delicada y a la vez potente de la lírica.

La autocomplacencia es una tentación en el caso de la poesía lírica, y por eso se pueden escapar más gallos que en otras maneras poéticas. Es importante, entonces, poner orden en el gallinero, estar dispuesta a la severidad. El alboroto ya está dentro: temores, regocijos, perplejidades... mi deseo no es añadir alboroto al alboroto, sino poner un poco de calma; un poco, no un exceso, porque la vida tiene que andar siempre por allí. Quizá sea un poco de serenidad lo que espero encontrar al final del poema, quizá por eso lo escribo.

Hay una suerte de entrega a la pasión, pero también un control que proviene, por usar una palabra vieja, del espíritu poético (o del ejercicio de la palabra). Pienso en: “porque me hundo en tus aguas / dura y redonda como el deseo, como la luna, / como tiene que ser.” ¿Cómo escapar de la pasión? ¿O por qué “tiene que ser” una entrega plena?

Me tomo a pecho sentimientos, trabajos... es un asunto de temperamento, y no puedo evitarlo, aun cuando me agote. Quizá por eso me maravillo ante Bartleby, aquel personaje de Melville que está como detenido en el aire, clavado en su no hacer (o preferir no hacer), mirando para siempre un muro. Hay, por cierto, una intensidad, un compromiso en esto también, pero de otro tipo. Quizá la paz que quiero encontrar al final de un poema, sea mi propia manera de mirar el muro.

Carlos López Degregori dice que una de las virtudes de Tablillas es : “Comprender la pasión amorosa desde el lugar de la experiencia no como plenitud y felicidad, sino como carencia, desamor y vacío”. Ya antes se percibía este acercamiento al desamor:  “Si yo escribo tu nombre en la arena / y tú escribes mi nombre en la arena / pero en la otra playa / es que hemos descuidado las cosas”. La pregunta no busca una conclusión: ¿Se ama cuando se escribe? ¿Es importante partir de una experiencia vivida? ¿O se es, como dijo Pessoa, un fingidor?

Cada vez me convenzo más de que todas las personas nos movemos en una especie de niebla o arena movediza, donde la realidad que vemos y pisamos se encuentra más dentro de los ojos y de los pies, que fuera de ellos, de modo que experiencias vividas y experiencias soñadas (o entrevistas a la distancia) se prestan a menudo los zapatos. Los poetas, los artistas en general, encuentran en esta confusión natural, su materia prima. El problema es que la “realidad real” existe y no admite confusiones, no entra en vainas, y pasa factura (y fracturas) todo el tiempo. Y de eso también se escribe.

López Degregori también hace referencia a que Tablillas no debe verse sólo como “un catálogo de desamor, sino como el despliegue de un ritual”, que implicaría lo religioso. Este aspecto religioso también ha estado presente en su obra (y en Tablillas mucho más): “oh amor en tu panza de toro ahora / y siempre en tu ardentísima santa bosta / amén.” ¿A qué corresponde esta exploración mística o religiosa?

No soy creyente, pero lo he sido de niña, y quizá por eso, sin ser muy consciente, han venido aflorando alusiones, metáforas. El Antiguo Testamento, con sus incendiados desiertos, zarzas y profetas, me seduce, no desde lo religioso, sino desde su estética; además de que, sin duda, queda la impronta emotiva, cosa ésta que, por ejemplo, no tiene para mí la mitología grecolatina, que también me atrae, pero de un modo más intelectual.

Se ha hablado en su poesía de las influencias del hermetismo italiano, de la generación española del 27, de la poesía peruana del 50, etc. ¿Piensa que uno elige a la poesía (se incluye ahí a los autores que a uno lo marcan) o la poesía lo elige a uno?

Ojalá la poesía nos eligiera. Sería todo más fácil. Digamos que ella silba muy bajito en medio de una gran ventisca... y que no sabemos por qué la oímos o creemos oírla, y ya todo a partir de eso es caminar contra el viento, cayéndose y parándose a cada rato, tratando de llegar a la fuente de donde proviene el silbido. No se llega nunca, pero es hermoso caminar contra el viento, hay que hundir la cabeza entre los hombros, subirse el cuello del abrigo, encorvarse un poco... algo así como volver a la estatura de un niño muy chico, un niño bastante extraño, pues este ovillarse o replegarse no son para reposar, sino para seguir en marcha.

Quizá el poema “El sol” de Martín Adán (en un afiche) y “Arbol” de Javier Sologuren (en la clase de Literatura), tengan que ver con ese silbido que, a los 14 años, me hizo ir por un camino distinto del que yo imaginaba, pues desde pequeña, de tantos cuentos y novelas de aventura que leía, para mí la literatura era prosa, era narración, y yo soñaba con escribir historias con personajes, y fue así como escribí pequeños cuentos y los ilustré. Trato de comprender ahora por qué esos poemas me sorprendieron tanto; recuerdo que incluso sentí como un mareo al leer el de Martín Adán, una felicidad, que volví a experimentar con el de Sologuren. Trato de comprender y se me ocurre que fue el hecho de entrar en un universo paralelo de manera instantánea, la síntesis de la poesía (eran poemas muy breves) expresada en la metáfora, me cogía al vuelo, me llevaba a hacerme cargo de muchas sensaciones de una sola vez. La prosa necesita tiempo y espacio, pero el poema es un destello. De allí que me apasionaran los haikus que un amigo me hizo conocer a los 17 años. En todos los poemas que leo busco siempre esa sensación de felicidad que nace del hecho de sentir que todas las palabras se conectan entre sí hermosa, súbita, limpiamente. Son poemas que muestran una especie de tensión molecular. ¿Has notado cómo una gota de agua mantiene sus límites precisos? Cuánta tensión hay allí adentro. Cuánta oculta intensidad.

Usted pertenece a una promoción de poetas mujeres que aparecieron en la década del ochenta de una manera que nunca antes se había visto en la literatura, no sólo por la cantidad de autoras nuevas, sino por la temática vinculada al discurso del cuerpo, al erotismo y a la visión de la mujer desde una perspectiva de género, que abordaban. Sin embargo, usted se alejó (por usar un verbo tal vez provocador en este caso) de dicho “cliché”. ¿Fue muy consciente aquel alejamiento? ¿Qué opina de aquel llamado “boom de la ‘poesía femenina’ de los ochenta”? ¿Cómo ve a la poesía escrita por mujeres en la actualidad?

Me gusta cómo has formulado la pregunta, porque me parece que es una manera periodística de dar voz a eso que flota vagamente en el aire, por ejemplo usar la palabra “cliché” cuando se alude a los temas de la poesía escrita por mujeres. Me parece muy injusta esa palabra, porque es peyorativa. Que yo sepa, no se decía, y me alegra que no se dijese, que la calle, el coloquialismo, la inquietud por la revolución social... fueran temas cliché de la  poesía de los setenta. ¿Por qué entonces calificar de cliché la temática vinculada al discurso del cuerpo, al erotismo y a la visión de la mujer desde una perspectiva de género, que llegó con fuerza en los ochenta? En el caso de la generación del 70 se veía un idioma generacional o un grito generacional. En el caso de las poetas de los ochenta, no se alude tanto a una cuestión generacional, al hecho de que el contexto social (la Historia, vamos) permitiera en esa época hablar por fin de temas antes vedados. Se habla y habla, en cambio, de género, de cosa de mujeres. Tanto es así que cuando sale un libro escrito por una mujer, se lo comenta en función de los libros de otras mujeres, y no de un contexto literario más amplio. Lo penoso es que algunos críticos no ahondan en los muchos aspectos que alberga esa poesía que a partir del cuerpo observa el mundo y habla sobre el dolor, la injusticia, la soledad... es decir, los temas “importantes” y “graves” que parecen reclamar. Quizá lo que está debajo de esa actitud despectiva sea que el cuerpo es asumido como un tema inferior, que partir desde allí no es tan valioso como partir desde una IDEA. Caramba, volvemos de cabeza a la Edad Media. Lo curioso es que el erotismo cantado por los poetas hombres, ha sido digerido hace rato, pero el erotismo cantado por poetas mujeres aún tiene que dar explicaciones, rendir cuenta, aún es motivo de análisis, polémicas y otras inquisiciones. Ni más ni menos que si se tratase de las brujas de Salem. Increíble en el siglo XX, más aún en el XXI. Para concluir, siento que cada voz de la poesía de los ochenta (como la de cualquier otra generación significativa) es distinta dentro de lo que es una atmósfera de época. Cada poeta mujer y cada poeta hombre gira en su tiempo alrededor de su propio sol, de su propia locura y su propia lucidez. No hay clichés o lugares comunes en la buena poesía.

¿En el mundo práctico de hoy cuál es el rol del poeta?

Si se dan palabras verdaderas a lo que vive muda y confusamente dentro de nosotros, llámese dolor, asombro, amor, regocijo, desconcierto, miedo, rabia... alguien extenderá una oreja amable a la poesía. La única “obligación” del poeta sería expresar toda esa turbamulta lo mejor posible, y evitar así que la oreja de ese alguien se vaya tras sandeces tales como los discursos políticos, las arengas de guerra, los alaridos mesiánicos, la música chatarra, las consignas, los jingles, y todas esas formas de la impostura y la idiotez.

Dijo alguna vez que la literatura permite conocer toda la realidad e irrealidad posibles. Y que hay un trasfondo sagrado en el arte. (Pienso en unos versos suyos: “Nadie sabrá de mis hombros derruidos / o de mis pasos de piedra edificando distancias // Sólo para mí el conocimiento / de la terrible hondura de estas manos”). ¿Piensa que la tecnología, como la computadora, podrá desplazar al libro, y los “medios” audiovisuales, a la literatura?

Si en el mundo del futuro la necesidad de recogerse en silencio para pensar e imaginar significase todavía algo, entonces existirá todavía la literatura y existirá el libro como habitación íntima y silenciosa de la literatura. En mi caso, me es imposible leer cuentos o poemas en internet. Me marean los colorinches y dibujitos en las franjas superiores, inferiores y laterales de la pantalla. Es como estar ante un quiosco de feria, uno de esos que invitan a gritos a tirar al blanco. Hay además una sensación incómoda de estar expuesta, de estar a la intemperie, pues en cualquier momento atraviesan cosas extrañas; sin mencionar el runrún que sale del motor de la misma máquina y que parece apurarnos, tamborileando impacientemente con los dedos. El silencio del libro, contra la bulla de todo lo que nos rodea, es un milagro.

“Vivo en la casa de la poesía. (...) Yo quiero tanto a la poesía que a veces creo que no la quiero  /  Ella me mira, / mueve la cabeza y sigue tejiendo / poesía. (...) Y yo me rindo / me rindo siempre porque vivo / en la casa de la poesía / porque subo las escaleras de la poesía / y porque también las bajo.” Podría formular muchas preguntas acerca de este excelente poema lleno de significaciones, pero mejor le pediría que nos hable al respecto.


Gracias por lo que dices, pero mi poema se resentiría en el alma si me escuchara explicar con palabras ajenas a él, lo que él cree que ya ha dicho o explicado con sus pequeñas y torpes, pero propias, palabras. ¿Ves? La poesía hace lo que le da la gana en esta casa, y yo ya me rendí.

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